Contra el acto de compartir
Años de Facebook y Twitter nos han habituado a creer que compartir es la finalidad última de todas nuestras actividades
Algo más de diez años de Facebook y ocho de Twitter nos han habituado a creer que compartir es la finalidad última de todas nuestras actividades, incluida la lectura. No siempre fue así, y Agustín de Hipona (san Agustín para los crédulos) cuenta la sorpresa que le provocó ver a Ambrosio de Milán leyendo en silencio: hasta entonces, la lectura se realizaba en voz alta. La idea de que las cosas (la literatura, por ejemplo) sigue una progresión lineal es absurda; caminamos en círculos, y, después de siglos de lectura silenciosa, hemos regresado a esa lectura en voz alta, pública, bajo la excusa de que compartir es moralmente bueno.
Es posible que lo sea, en algún sentido, pero hacerlo presenta algunos inconvenientes: el de que el valor de (por ejemplo) una lectura quede supeditado al entusiasmo que despierte entre aquellos con quienes la hemos compartido, el de que el ruido producido ahogue las voces de quienes realmente tienen algo que decir sobre la literatura y los libros, el de que leamos bajo coerción. Un inconveniente añadido concierne a la naturaleza de las redes sociales en las que se comparte, que consiste en comercializar los contenidos producidos gratuitamente por sus usuarios.
La literatura es un tipo de diálogo entre el autor y el lector que es siempre único y no puede ser reproducido”
La literatura es un tipo de diálogo entre el autor y el lector que es siempre único y no puede ser reproducido ni por otro lector ni en otras circunstancias: compartir un entusiasmo no sólo es entorpecer ese diálogo, sino también renunciar a una intimidad necesaria y a una soledad en la que se piensa mejor. Es también someterse a la voluntad de unas empresas, a pesar de que la literatura siempre ha sido una manifestación de independencia y un rechazo a todo sometimiento. Quizá ha llegado el momento, en nombre de esa independencia que nos procura la literatura, de dejar de compartir, de volvernos egoístas con nuestros pequeños y liberadores placeres privados.
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