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EL PULSO
Columna
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La sexta extinción: diez veces más veloz que las anteriores

En los últimos 200.000 años, los seres humanos han causado la desaparición de unas mil especies de animales

Durante los últimos cinco siglos, los seres humanos hemos barrido de la faz del planeta 322 especies de vertebrados, alerta un estudio reciente de la revista Science. La lista incluye al tigre de Tasmania, el dodo (un ave que no volaba y que vivía en la isla Mauricio) y, más recientemente, el delfín de río chino, un extraordinario animal casi ciego que vivía en el río Yangtsé. Se han catalogado unas 1,9 millones de especies. Menos del 2,7% están en riesgo de extinción, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).

Así que ¿tenemos que preocuparnos?

Mirando sólo estas cifras, uno estaría tentado de decir que no. Pero sería un error mayúsculo. Como intentar desvelar el argumento de una película mirando tan sólo dos fotogramas del rollo.

“Este cambio ambiental es diez veces más rápido que cualquier cosa que hayamos visto, excepto quizá el asteroide que borró a los dinosaurios”

En los últimos 200.000 años, los seres humanos han causado la desaparición de unas mil especies de animales, entre los que se incluyen el mamut lanudo, los canguros gigantes o el megaterio, un enorme mamífero placentario cuyo tamaño rivalizaba con el de los mamuts. En términos geológicos, 200.000 años son apenas un parpadeo de tiempo, pero la matanza va tan rápido que no tiene parangón. El informe de Science firmado por Rodolfo Dirzo, de la Universidad de Stanford, sugiere que, en el mejor de los casos, desaparecen 11.000 especies de animales cada año. El paleobiólogo Anthony Barnosky, autor de un nuevo libro, Dodging Extinction (Esquivando la extinción; University of California Press), publicó hace tres años en Nature un estudio que consolidó la idea de la sexta extinción. Y cree que, si seguimos cruzándonos de brazos, será inevitable. “Es la primera causada esencialmente por una sola especie, la nuestra”, dice.

¿Qué sucedió antes de nuestro estreno? En los últimos 540 millones de años (m. a.), la vida experimentó cinco oleadas masivas de extinciones, en la que desaparecieron al menos el 75% de las especies. A finales del ordovícico (443 m. a.) se perdieron el 86% por alteraciones del clima; en las postrimerías del devónico (359 m. a.), el 75%, por un enfriamiento del clima; al final del pérmico (251 m. a.), debido a los volcanes, la acidificación de los océanos, el exceso de CO2 y el calentamiento global, se perdieron el 96%; hace 200 millones, al finalizar el triásico, el 80% por culpa del calentamiento global y exceso de calcio en los océanos; y 65 millones de años atrás, un asteroide que se estrelló en Yucatán (México) produjo una catástrofe que acabó con los dinosaurios y el 76% de las especies.

“Las causas de estas extinciones varían, desde los volcanes hasta los asteroides, pero lo que tienen en común es que causan cambios rápidos en el hábitat, en la atmósfera con los niveles de CO2 y en la acidificación de los océanos”, explica Barnosky. “Y eso es justamente el tipo de cosas que los humanos estamos provocando en la actualidad”.

Si preguntamos sobre la velocidad de estos cambios ambientales, la respuesta de este experto pone los pelos de punta. “Es diez veces más rápida que cualquier cosa que hayamos visto, excepto quizá el asteroide que borró a los dinosaurios”. ¿Y en cuanto al ritmo al que desaparecen las especies por nuestra culpa? “Depende del tipo de animal o planta, pero oscila entre tres y cien veces más rápido”. En el mejor de los casos, seríamos testigos dentro de tres siglos de “una extinción similar a la de los dinosaurios”.

En una sociedad adicta al carbono, que no deja de quemar petróleo, ¿qué podemos hacer para evitarlo? Éstas son las recetas de Barnosky, aún a nuestro alcance: depender de energías renovables y neutrales respecto a las emisiones, mayor eficiencia en administrar tierras cultivables que podrían producir alimentos extra para 3.000 millones de personas más, dejar de talar bosques y selvas, y que los mercados admitan la biodiversidad de un país como un activo valioso, un “capital natural”.

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