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PALOS DE CIEGO
Columna
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Un incidente ferroviario

Es una escena habitual en los trenes: un pasajero tritura el silencio del vagón con una conversación telefónica

Javier Cercas
Pablo Amargo

Ocurrió durante un viaje en tren desde Barcelona a Flaçà. La cosa no empezó bien, porque en cuanto me senté en mi vagón leí en La Vanguardia esta frase de Albert Branchadell: “Cuando el lector constata las coincidencias entre los discursos de Macià o Companys en los años treinta y los de Mas o Junqueras en esta legislatura, no puede dejar de temer que la consulta del 9-N se pueda convertir en un gran 6 de octubre”. (Como se recordará, el 6 de octubre de 1934 se produjo una rebelión de la Generalitat contra la legalidad republicana que se saldó con varias decenas de muertos). Todavía temblando, me puse a leer por enésima vez una novelita kafkiana de Joseph Conrad titulada El duelo, donde se cuenta la historia de Feraud y D’Hubert, dos oficiales de Napoleón que, a causa de una disputa absurda, consumen su vida en una absurda enemistad. (Como se recordará, Conrad, que murió el mismo año que Kafka, no leyó a Kafka, pero eso no significa que Kafka no haya influido en Conrad). Fue entonces cuando ocurrió.

Lo que ocurrió fue que sonó el móvil de la chica que viajaba delante de mí. La chica lo cogió y se puso a hablar. Yo dejé de leer; algunos pasajeros del vagón nos miramos, incluido uno que también había dejado de leer. Es una escena habitual en los trenes: un pasajero tritura el silencio del vagón con una conversación telefónica. Por un momento pensé en hablar con la chica, pero me limité a hacer lo de siempre en estos casos: callar. Por suerte, la chica dejó de hablar enseguida y el vagón quedó otra vez en silencio y yo volví con Feraud y D’Hubert. Poco después sonó otra vez el teléfono; la chica volvió a cogerlo y volvió a hablar. De nuevo dejé de leer, algunos viajeros nos miramos de nuevo. Ya llevaba la chica un rato atronando el vagón con su charla cuando no pude más, me levanté y la abordé. “Disculpa”, le dije. “¿Sería mucho pedir que hablaras fuera del vagón? Es que nos estás molestando a todos”. Sin soltar el teléfono, la chica dijo algo, que no entendí, y, mientras se levantaba airadamente, añadió: “Y habla en tu nombre, no en el de todos”. Repitió esto varias veces mientras yo insistía en que no sólo me estaba molestando a mí sino a los demás viajeros, hasta que el tipo que también estaba leyendo intervino para apoyarme. Furiosa, la chica se marchó del vagón. Cuando volvió a sentarse delante de mí yo ya había decidido que había vuelto a hacer el ridículo. Intenté leer, pero no pude. Angustiado, me pregunté quién me mandaba meterme en líos. Me dije que la chica llevaba razón: tenía que haber hablado sólo en mi nombre. Me dije que, además, no hay ninguna ley que prohíba hablar por teléfono en los vagones del tren y que por tanto la ley estaba de parte de la chica. Me acordé de una frase de Espriu (“Tots som esclaus de la llei, perquè poguem ser lliures”) que yo creo que viene de un verso de Goethe (“y únicamente la ley nos da la libertad”), y pensé que, si Mas hubiese leído a Espriu en vez de limitarse a usarlo políticamente, nunca hubiera amenazado con saltarse la ley, cosa que probó que apenas sabe lo que es la democracia, y quizá no estaríamos donde estamos. Pero también me dije que, además de para cumplirse, las leyes están para cambiarse, y que la del uso de los móviles en los trenes debería cambiarse (y unas cuantas más). “Qué absurdo”, me dije, pensando en la chica y en Kafka y en Feraud y D’Hubert. “Qué tontos somos. Por una cosa así se puede uno amargar la vida, puede estallar una enemistad para siempre, o un conflicto idiota”.

Qué tontos somos. Por una cosa así puede estallar una enemistad para siempre”

Al llegar a Girona la chica se levantó para bajar del tren. Me di cuenta de que era joven y guapa; una sonrisa inesperada le iluminaba la cara. “Gracias por decirme lo que me dijiste”, dijo, alargándome una mano. “Tenías razón. Y perdona por lo que te dije yo”. Le estreché la mano y, no sé por qué, se la besé, como si fuese una princesa. Era una princesa: más lista que Feraud y D’Hubert, más valiente que Mas. Pensé que lo que debería considerarse kafkiano no es lo que suele considerarse kafkiano, sino la humildad, que era la máxima virtud de Kaf­ka. Pensé en la respuesta kafkiana del oráculo ateniense a un joven dubitativo: “Hagas lo que hagas, te arrepentirás”. Es verdad, pensé, pero también pensé que de algunas cosas uno se arrepiente menos que de otras.

elpaissemanal@elpais.es

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