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EL PULSO
Columna
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El laboratorio natural más grande del mundo

La isla de Barro Colorado, en el corazón del canal de Panamá, es un extraordinario laboratorio tropical de casi quince kilómetros cuadrados

Luis Miguel Ariza

En medio de la lluvia, mientras ca­mi­namos por la selva y pisamos un suelo forrado de hojas y material en descomposición, el cacareo selváti­co se difumina, excepto los sobrecogedores rugidos de los monos aulladores: rebotan allá arriba y se oyen a más de kilómetro y medio. La lluvia cesa, pero el agua contenida en las ramas y hojas de árboles de hasta 50 metros de altura empieza a caer con otra frecuencia, es otro tipo de chaparrón. La oficial científica Beth King, del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales, sugiere que me asome por el in­terior del tronco de un árbol muerto que aún se mantiene en pie. En esa penumbra distingo los ojos de decenas de murciéla­gos.

Estamos en isla de Barro Colorado, en el corazón del canal de Panamá, en el lago Gatún. Es un extraordinario laboratorio tropical de casi quince kilómetros cuadrados, que King describe como “el trozo de selva más estudiada del mundo”. Aquí, en un lugar tres veces inferior en superficie al centro urbano de Madrid, se han contabilizado 381 especies de aves, 1.316 de plantas y más de un centenar de especies de mamíferos.

El Instituto Smithsonian tomó las riendas de las investigaciones de la isla tras la II Guerra Mundial, pero la historia de Barro Colorado se remonta a 1923, cuando nace como estación biológica. A principios del siglo XX, los franceses tuvieron que abandonar la construcción del canal por culpa de las fiebres amarillas y malaria, que mataron a miles de trabajadores. Los estadounidenses comprendieron que tenían que sanear la zona para finalizar el canal. Aplicaron los conocimientos del científico cubano Carlos Juan Finlay para controlar los mosquitos transmisores del mal. Aquello propició el insólito nacimiento de una política conservacionista para entender y estudiar la selva tropical ¡hace casi un siglo! Los gigantescos cargueros de contenedores rumbo al Pacífico que vemos delante de la isla constatan que solo la ciencia tropical hizo posible la mayor proeza de la ingeniería humana.

La autoridad panameña de turismo y la agencia de promoción turística de Centroamérica nos han invitado a conocer la isla. Pero no somos turistas. Durante horas, bajo el calor y la humedad, empapados en sudor, la recorremos dejando que la cacofonía de una vida diversa y vibrante cale los huesos. Llegamos a su centro, de unas 50 hectáreas. “Aquí, toda planta más gruesa que mi pulgar lleva una etiqueta”, dice King. Cada una tiene un registro, una biografía propia de crecimiento, una historia que contar.

En Barro Colorado se toma el pulso a las plantas y a muchos animales. Literalmente. Las canastas recogen regularmente la hojarasca que cae para su medición. “Se comprueba cómo cambian las estaciones y el clima, la floración de los árboles, los frutos, incluso las semillas que caen por culpa de las tormentas”. Hay trampas para insectos; se estudia incluso su producción de lianas, si está aumentando o no debido al calentamiento global. O la respuesta de la selva a una sequía prolongada. “Tenemos más de treinta años de datos sobre cómo cambia el bosque, y medidas del clima desde hace un siglo”.

La isla ofrece una oportunidad única para desentrañar el matrimonio entre animales y plantas. Los estudios son variadísimos. Se monitoriza a los osos perezosos con un chip en su cabeza para estudiar sus periodos de vigilia y actividad; se estudia cómo los monos aulladores determinan el crecimiento de los árboles de cuyas hojas se alimentan… Más de trescientos científicos llevan a cabo sus investigaciones y visitan regularmente este santuario.

Nos topamos con el biólogo y filósofo Don Feener, de la Universidad de Utah, y su aparato de succión para capturar insectos. A Feener le fascina el comportamiento de las hormigas cortadoras de hojas y uno de sus enemigos mortales, una mosca que pone sus larvas en la cabeza del insecto. La hormiga se desorienta y no puede volver a su hormiguero. Cuando las larvas maduran, la hormiga es decapitada. Pisamos lo que un colega suyo ha tildado como “los campos de la muerte”, presumiblemente regados de cabezas decapitadas. Y continuamos el paseo por este lado salvaje de la vida en estado puro.

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