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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Mi pequeña vida y el fin del mundo

Todas las generaciones se deben haber sentido en mitad de turbulentas crisis

Rosa Montero

Tengo la vertiginosa sensación de estar viviendo cambios tecnológicos, históricos y sociales inusitados. Sé bien que hay que tener cuidado con ese tipo de percepciones; nuestra vida es todo lo que tenemos y resulta comprensible que le demos una importancia desmesurada. Lo que nos sucede adquiere proporciones descomunales, y el pequeñísimo fragmento de historia que nos toca vivir nos parece La Historia con mayúsculas, el momento más crucial y definitivo. Cuando lo cierto es que toda existencia humana, hasta la más longeva o la más gloriosa, no es más que una bagatela, una mota de polvo en el viento del tiempo. Y ni siquiera la humanidad entera es importante para este viejo planeta: las pinturas rupestres más antiguas apenas si tienen 30.000 años. Hace 30.000 años éramos unos cavernícolas gruñones y tiznados de hollín intentando rascar con arte las paredes. Somos unos recién llegados a la Tierra y al paso que vamos me temo que desaparecemos también muy pronto. Tal vez sólo seamos una bengala orgánica, un efímero estallido de luz y furia.

Digo esto porque supongo que todas y cada una de las generaciones que han vivido en el mundo se deben de haber sentido en mitad de turbulentas crisis, agitadas por las transformaciones sociales, aturdidas ante la ­velocidad de los cambios. Me imagino que las dos veces que los bárbaros invadieron la antigua Roma, los romanos debieron de pensar que era el apocalipsis; por no hablar de los pueblos indígenas americanos enfrentados al avance letal de los conquistadores; o del pasmo, el miedo y la maravilla que produjo el principio de la industrialización. Así que quizá solo esté repitiendo lo que antes de mí dijeron todos; de hecho, en las pirámides egipcias hay graffitis de más de cuatro mil años en los que nuestros antepasados se quejaban de las nuevas generaciones; decían que ya no eran respetuosas con los mayores, que habían perdido los valores, que el mundo conocido se desmoronaba. Llevamos 30.000 años, desde las cavernas, desmoronándonos.

Con todo, no puedo evitar esa sensación de alucinado vértigo. ¡Las cosas están cambiando de tal modo! Por ejemplo, y aplicando sólo una vara de medir muy pequeñita, mudanzas que afectan tan sólo al último siglo y medio, me ha dejado bastante impresionada ver cómo Estados Unidos perdía oficialmente su lugar de primera potencia mundial ­económica, un puesto que ocupaba desde el año 1872, al ser sobrepasada por el PIB de China. Y ya el año pasado había dejado de ser el país con una clase media más rica del mundo, en este caso superado por Canadá. Estamos viviendo un formidable viraje en la estructura del poder mundial.

Pero esto, ya digo, sólo supone la transformación de algo más o ­menos reciente (un siglo no es nada). Hay novedades mucho más espectaculares, empezando por la descomunal revolución tecnológica. El cambio en nuestra realidad ha sido tal en los últimos veinte años (el nacimiento de internet, tal como lo conocemos, fue tan solo en 1992) que a veces me siento como una cobaya dando vueltas en su rueda dentro de una jaula. Quiero decir que todos somos animales de laboratorio en el experimento de esta nueva vida. Y como ejemplo de la dimensión alucinatoria de esos cambios, citaré una noticia que acabo de leer y a la que apenas se le ha dado importancia: el Instituto de Investigación Scripps de California acaba de crear una bacteria semisintética. O sea, vida semiartificial. El ADN de todos los organismos vivos que conocemos está escrito sólo con cuatro “letras” genéticas, A, T, G y C, que se combinan en dos pares de bases: A-T y C-G. Ahora han añadido otras dos “letras” ­artificiales a una bacteria, y el organismo las ha aceptado tranquilamente y ha seguido viviendo. Cosa que a mí me parece asombrosa: es como haber creado el monstruo de Frankenstein. Y esa frontera espeluznante y espectacular, por ejemplo, no se había cruzado hasta ahora.

Otra noticia tremenda: desde 2000 se ha triplicado el suelo urbano en todo el mundo. El hongo parasitario de las ciudades crece a velocidad geométrica. Y esto nos lleva al cambio sustancial, que es el climático. Nos resulta tan difícil de creer, tan impensable, tan extravagante que seamos nosotros, que sean nuestras dos o tres generaciones, justamente, las que asistan al despeñadero de la sostenibilidad humana en este planeta, que por eso, entre otras cosas, creo que hay tantas resistencias ante las denuncias del calentamiento global. Pero ahora ya hasta Obama, hasta los estadounidenses, que, junto con los ­europeos, somos los que más hemos destrozado nuestro ecosistema, está tocando las campanas de alerta. Parece claro que esto se va a acabar, si no reaccionamos. Qué increíble que a mi pequeña vida le esté tocando asistir a todo esto.

@BrunaHusky, www.facebook.com/escritorarosamontero, www.rosa-montero.com

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