Un gigante sobre el mar
En un viaje de cinco días entre Rotterdam y Tánger, un reportero se mete en la piel del ‘Mary Maersk’ para contar en primera persona cómo es el carguero más grande del mundo
Me llamo Mary. Mary Maersk. Nací el 31 de agosto de 2013 en un astillero de Corea del Sur, en la ciudad de Busan, pero en realidad tengo nacionalidad danesa. Soy el primer carguero con nombre de chica de una nueva generación, la Triple-E, la de los cargueros más grandes del mundo. Somos seis hermanos gemelos navegando por los mares del planeta: Maersk Mc-Kinney Møller, Maersk Majestic, Marie Maersk, Madison Maersk, Magleby Maersk y yo.
Soy alta, mido 73 metros desde la quilla. Tengo 400 metros de largo (399,25, para ser exactos) y 59 de ancho, de modo que soy tan grande como cuatro campos de fútbol. Eso permite que en mi interior pueda transportar 18.000 contenedores, uno sobre otro, como un gigantesco tetris. Teniendo en cuenta que en cada contenedor caben unos 10.100 iPads, puedo llevar de una punta del globo a la otra unos 182 millones de tabletas. Suficientes para que cada habitante de un país como Brasil tenga una.
Por algo dicen que soy el mayor carguero del planeta.
Aunque esté hecha de acero en un 98%, Jens Boysen, el primer oficial, me trata con cariño. Dice que un hombre de mar tiene que desarrollar una relación con su barco. “No son solo acero”, asegura Boysen, y me da una palmadita en el marco de la puerta de uno de los comedores que albergo en mi interior. “A veces me da por darle abrazos”, confiesa este joven alemán de 35 años que, de hecho, es la mano derecha del capitán aquí dentro.
Siempre que habla de mí, encabeza la frase diciendo: “Ella…”.
A Boysen le gusta buscar poesía en mis entrañas. Dice que en el largo pasillo situado bajo el nivel del agua que comunica la proa y la popa, de 359 metros de largo, si uno mira al techo aprecia estampas bellas en las formas que componen los cables negros cuando se cruzan con los cables rojos. Soy guapa hasta en el cableado eléctrico.
Es en ese pasillo de paredes color crema, casi asépticas, sin grasa, donde se puede apreciar la capacidad que tengo de curvarme como una viga. Sí, soy muy flexible. Cuando hay gran oleaje, me puedo plegar y aproximarme incluso a la forma de un plátano. Las embestidas de las olas, allí, suenan; llegan ecos de la sala de máquinas. Pero en el puente de mando, situado a 62,2 metros de altura, no se oye un ruido. Esa es una de las cosas que hacen de mí un barco especial: la torre de cubierta y la sala de máquinas están desgajadas, separadas. El capitán, Franz Holmberg, lobo de mar de 50 años, se queja de los paseos que se tiene que dar a veces para hablar con los jefes de máquinas cuando en otros barcos le bastaba con tomar un ascensor. Pero para la tripulación resulta una bendición. Adiós a las molestas vibraciones.
El que viaja en cubierta puede apreciar cómo me deslizo, suave y silenciosa, cual coche eléctrico, sobre el mar.
Genero grandes olas a mi paso. Olas de admiración y olas literales. Tantas que tengo que mantener una distancia prudencial cuando abandono los puertos para no empujar a las gabarras, a las embarcaciones pequeñas.
Una vez en el mar, me desplazo con calma. Estable, firme, poderosa. Desde el puente de mando, tan alto como la Torre de Pisa, se divisa magníficamente la inmensidad del mar, la curvada línea del horizonte.
A pesar de que, al ser tan enorme, el oleaje me afecta menos que a otros barcos, también me balanceo cuando arrecia el temporal. Ocurrió en aquellos días de finales de enero en que un fotógrafo y un reportero de El País Semanal nos acompañaron en nuestro viaje de Rotterdam a Tánger. Hubo olas de nueve metros. Me llegué a balancear nueve grados, según señalaba el inclinómetro -puedo llegar hasta los 20 grados con grandes tempestades-. Pero de eso ya hablaremos más adelante.
Los grandes mercantes de la serie E de Maersk, la naviera más importante del mundo, se fabricaban hasta hace poco en Dinamarca. Pero con la generación Triple-E se transfirió la manufacturación a Busan, en Corea del Sur. Cerca de 40.000 personas trabajaban en agosto del año pasado en los astilleros en los que vi la luz. “Aquello parecía un hormiguero, con todo el mundo muy ocupado yendo de un sitio para otro”, recuerda Oleksander Gaponov, ucranio, de 37 años, el segundo oficial de máquinas, hombre fornido, de broma fácil, con esa nobleza tan propia de ciertos hombres de mar. Ponernos en pie, a mí y a mis hermanos, desde que se corta el acero hasta que se entrega cada barco, lleva un año.
La nave es muy flexible, cuando hay gran oleaje se pliega como un plátano
Estoy valorada en 136 millones de euros. Tengo dos motores MAN-B&W con una potencia de más de 40.000 caballos cada uno. Y mi equipamiento es el último grito. “Es como los coches más modernos que uno se pueda imaginar”, dice el jefe de máquinas, Rúni Túna Tummasarson, nacido hace 48 años en las islas Feroe, un veterano en esta tripulación. Incorporo turbocompresores (que aumentan la potencia del motor), intercoolers (radiadores de enfriamiento) y sistemas de inyección electrónica (que permiten aprovechar mejor el combustible). “Hemos traído el año 2014 a este barco”, ilustra. Eso es lo que dice de mí. Que soy la más moderna.
Cuando me menciona, Tummasarson me llama por mi nombre, Mary. “Es como una mujer, mi segunda esposa, solo que mi auténtica esposa no tiene celos”, exclama entre risas. Cada embarcación tiene su propia alma, asegura. “Mary es tranquila y educada”. Tranquila, por el tamaño que tengo, por mi aspecto. Y educada, por mi comportamiento: “No es agresiva en el modo en que navega en alta mar”.
Jens Boysen, el primer oficial, también asistió a mi gestación. Estuvo cinco semanas en el astillero, participando en todo tipo de pruebas, aportando sus conocimientos. Recuerda que cada vez que bajaba por las escaleras de la torre de cubierta notaba que algo fallaba. Que había algo raro. Hasta que descubrió un desequilibrio entre las dos barandillas de las escaleras: una estaba cinco centímetros más alta que la otra. Lo hizo saber y, claro está, me ajustaron. Boysen, padre de dos hijos, le dijo a su mujer en aquellos días: “Ahora ya tengo tres hijos”.
La tripulación de este barco está muy orgullosa de viajar conmigo.
“Estoy navegando en la historia, estamos en el barco más grande del mundo, me gusta decírselo a mi familia”. Así lo expresa Jerico Torres Viñas, de 44 años, marinero filipino que hace de todo, entre otras cosas, limpiar los parabrisas. Jerico es artista. Pinta. A veces pasa periodos de seis meses navegando y limita su tiempo de descanso a entre tres semanas y dos meses. “Mi mujer no termina de acostumbrarse”, confiesa. “Cada vez que me voy, la veo llorar”.
El 1 de septiembre de 2013 fue mi primer día de navegación. Fuimos de Okpo, en Corea del Sur, hasta Vostochny, cerca de Vladivostok, en Rusia. Eligieron mi nombre, Mary, en homenaje a la hermana del fundador de la compañía, Arnold Peter Moller. Para 2015 ya seremos veinte hermanos.
El astillero de Busan está pariendo al ritmo de un hermanito al mes. Nacemos con 192.800 toneladas de peso vacíos. El desaparecido portaaviones Príncipe de Asturias, de 195,9 metros, la mitad que yo, pesaba catorce veces menos: 13.400 toneladas. Hay pocos barcos más grandes que yo. Uno de ellos es el superpetrolero Knock Nevis, que mide 458 metros.
En la zona de recreo hay un cine de 19 butacas, gimnasio y una piscina
En la popa se puede leer el que viene a ser mi DNI, el número de identificación internacional, IMO: 9619921. Estoy empadronada en Svendborg, Dinamarca. De mis 30 metros de altura de casco, 16 reposan bajo el agua cuanto estoy, a plena carga, atracada en puerto.
La torre central de cubierta (la habilitación, en la jerga marinera), donde está el puente de mando, está formada por ocho pisos. Así es mi cuerpo. Arriba del todo, en lo más alto, está la plataforma que todos aquí llaman Monkey Island (la isla de los monos). Allí se ubican dos radares que dan vueltas constantemente. Son mis ojos.
Justo debajo de Monkey Island, en el piso H, se encuentra el puente de mando, lo que podríamos dar en llamar mi cerebro. Una pequeña palanquita negra del tamaño de medio dedo es lo que se utiliza para navegar. La mayor parte del tiempo circulo como los aviones, en modo de piloto automático.
Incorporo sensores que toman constantes de los vientos y las corrientes, GPS, pantallas donde aparece toda la información que ofrecen los radares, pero también hay elementos analógicos, como la carta de navegación, en papel, sobre la que se puede ver al primer oficial afanado con el compás. O el diario de derrota, donde se apunta todo lo que ocurre, los cambios de rumbo, las llamadas, los problemas que surgen, todo.
Estos son los dominios del capitán, Franz Holmberg. Bueno, en realidad tengo a dos capitanes asignados que se turnan entre ellos: navegan tres meses, que es lo que dura mi ruta entre Europa y Asia, y descansan tres meses. En el viaje en que vinieron con nosotros los dos periodistas de El País Semanal, la tripulación estaba formada por 25 personas, casi la mitad de ellos, 12, marineros filipinos.
Dicen que la personalidad de un barco viene dada por su tripulación.
Holmberg, danés, alto y fornido, de barba cana y pelo rapado al uno, iba, en realidad, para granjero. Pero con apenas 16 años cayó enamorado de la profesión. Fue en aquellos días de la guerra de las Malvinas en que su barco se encargó de aprovisionar la isla de Santa Elena, conocida por ser el lugar al que fue desterrado Napoleón Bonaparte. Cada día que desembarcaba en esta pequeña isla del Atlántico sur, que solo se comunicaba con el resto del mundo por vía marítima, suponía un gran acontecimiento para la población local, de apenas 4.200 habitantes.
El entonces marinero Holmberg compartía cafés y cervezas en los bares de la isla. Pero los tiempos han cambiado. Hoy día, el consumo de alcohol está prohibido a bordo. “El 99% de nuestra vida es rutina. La leyenda que rodea a los marineros no es real”, asegura. “Cuando empecé a navegar, era distinto. Había un mayor sentido de la aventura, te quedabas más tiempo en los sitios, llegabas a conocer gente. Hoy solo veo oficiales de inmigración y agentes de aduanas”.
El capitán se pone sus mejores galas, la camisa blanca con los galones, en las maniobras de aproximación y atraque. Ese es de los pocos momentos en que se utiliza la rueda del timón, volante de madera más pequeño que el de un coche. En alta mar, si se quiere efectuar un cambio de rumbo, hay que ejecutarlo con unos 400 metros de antelación, explica Jens Boysen, el primer oficial. Dice que mis movimientos se asemejan, por la tracción, a los de un gigantesco carrito de la compra.
Boysen, ya les he hablado de él, es el encargado de supervisar y organizar el trabajo a bordo. Viene de una familia de larga tradición marinera. Nació en la isla de Sylt, la más septentrional de Alemania. Se inició en un buque faro, el Elba 2. Que resultó ser el barco que en 1909 rescató a su bisabuelo de un terrible accidente con una nave de vapor. En homenaje, lo lleva tatuado en el tobillo derecho.
Suele ponerse a cantar cuando se pasea por el largo pasillo de 359 metros. Hay una zona hacia el final, en la proa, que ofrece una caja de resonancia perfecta. Le gusta cómo suena su voz en mis tripas. Su padre fue director del Coro de la Armada alemana.
Los pisos D, E y F sirven para alojar a la tripulación. Cada cual tiene aquí su propio camarote. Con cómoda cama, sofá, mesa de trabajo y baño privado. En el C está el área de recreo. Incluye un pequeño cine con 19 confortables butacas frente a una gran televisión de 55 pulgadas, y un gimnasio con mesa de pimpón, cinta de correr y bicicleta estática, de la que es un gran usuario Billy Snook, el cadete, un británico de 31 años.
A base de pedalear, Snook ya ha perdido catorce kilos de peso. Su historia es curiosa. Dejó un pasado de empleado de banca para abrazar la vida en alta mar. “Aquí no tengo la presión de ventas que tenía en el banco”, explica. “Me encanta la rutina del barco, los días pasan rápido”. Ganará tres veces más aquí que en la entidad financiera; los marineros no están mal pagados.
Buena parte de los que se enrolan lo hacen por motivos económicos. “Y también por tradición”, añade Gaponov, el segundo oficial de máquinas ucranio. Nacido en Odessa hace 37 años, su padre y su abuelo fueron marineros. Mamó el ambiente desde la cuna. Dice que su sueldo mensual ronda los 3.000 euros al mes.
El abanico de salarios es amplio. Pradab Raksaphakdee, tailandés a la cabeza del equipo de marineros que hacen labores de limpieza, pintura y mantenimiento, cobra unos 880 euros al mes. Raksaphakdee, de 40 años, que lleva 20 navegando, está satisfecho con su trabajo. “Aquí todo es gratis, no hay que pagar nada”, dice con una sonrisa en su camarote, con ojos de sueño. Las guardias y los turnos hacen que en todo momento haya alguien, en alguna cabina, durmiendo.
La zona de recreo incluye además, junto a una de las escaleras externas, una pequeña piscina de unos cinco por tres metros y un área para hacer barbacoas con sus mesas y sillas de madera de roble. Pero donde se come realmente a diario es debajo, en el piso B, donde se encuentran la cocina y los dos comedores: el grande, para ir vestido de calle, y el de servicio, para cuando la tripulación come rápido enfundada en el mono azul de trabajo.
El minihospital sirve para mantener a la gente viva en caso de desastre, dice el primer oficial Boysen
Aquí se desayuna entre las 7.30 y las 8.30, se come de 11.30 a 12.30 y se cena de 5.30 a 6. El que orquesta y ejecuta todos estos turnos es Fernando S. Distor Junior, filipino, de 31 años, que siempre parece estar de buen humor. Cuando recoge la cocina, al final del día, le gusta poner la música a todo trapo, cantar, bailar, hacer el ganso.
Empezó su carrera en cruceros, cocinando para 3.000 personas. Está encantado de no tener que guisar más que para 25 bocas aquí. “Pero ser jefe de cocina es un puesto duro”, matiza. “A veces los tripulantes vienen cansados y dicen que no les gusta la comida”. Fernando está trabajando y ahorrando para lanzarse al mundo de los negocios en su país de origen. “Soy bróker para un grupo internacional de marketing”, asegura. “Soy un hombre ambicioso”, añade: “Quiero convertirme en millonario”.
En la planta A, donde está la oficina central, está la enfermería, que incorpora un minihospital con camilla de sábanas azules y un completo botiquín que incluye desfibrilador. El capitán y el primer oficial son los encargados de los cuidados. Jens Boysen estuvo hace poco en un cursillo de refresco de su formación para primeros auxilios. Practicó su técnica de cosido con unos fornidos filetes de ternera. “Este pequeño hospital sirve fundamentalmente para mantener a la gente viva en caso de desastre”, explica.
Hay que ponerse tapones para los oídos cuando se desciende hacia mi interior y se llega hasta la sala de máquinas. Ahí abajo huele a gasolina. Y hace mucho calor. El 85% de la maquinaria es controlada por ordenador. En una de las salas que hay abajo, la de los repuestos, albergo 1.000 cajas con su número de serie con todo tipo de componentes y repuestos: lo que aquí encierro alcanza un valor cercano al millón de dólares, según estima Oleksander Gaponov, el número dos del departamento de máquinas. Este ucranio de ojos azules, barba de cabritillo y con un destornillador tatuado en su brazo derecho y una llave inglesa en el izquierdo, dice que la sala de máquinas es mi corazón. Que las tuberías son mis venas. Que los cables, mi sistema nervioso.
Transporto contenedores, sí; pero no solo sobre la cubierta, también en el casco. El proceso de carga suele impresionar a los novatos. Unas gigantescas grúas que se mueven como cangrejos y obedecen al nombre de carretillas pórtico se desplazan por el puerto con los contenedores y los dejan perfectamente alineados en calles que discurren en paralelo a cada embarcación. Las grúas pórtico los cogen del suelo con sus pinzas y los desplazan a toda velocidad por el aire completando así la coreografía de este gigantesco tetris. Alquilar un contenedor de 40 pies para llevar mercancía de Shanghái a Rotterdam cuesta alrededor de 2.200 euros, más (un variado menú de) suplementos.
En el viaje en el que vinieron los dos periodistas de El País Semanal transportábamos 143.000 toneladas de mercancía, 3.100 calificadas de peligrosas. Módulos de airbags, baterías, pintura, perfumes y químicos formaban parte de una carga distribuida en 11.661 contenedores, 539 de ellos (los de color blanco) refrigerados. Cebolla, bulbos de flores, plátanos y atún destinado a ser sushi son algunos de los productos que viajaban en mi interior rumbo al continente asiático.
El puerto de Rotterdam, con esas chimeneas humeantes y con esos enormes tanques de petróleo iluminados, parecía un decorado perfecto para la película Blade runner en la noche en que zarparon. Lo primero que hicieron con ellos, nada más llegar, fue darles mono de trabajo, botas, chaleco reflectante, gafas, tapones para los oídos y un casco. Les explicaron que no hay que asomarse por la borda para no salir volando si el mar se pone bravo.
Aunque mis dimensiones hacen que sea mucho más estable que la mayoría de los barcos, me balanceo considerablemente si hay olas de más de nueve metros. Así ocurrió en el segundo día de travesía entre Rotterdam y Tánger, nada más enfilar el golfo de Vizcaya. El balanceo hacía rechinar las juntas; el viento se abría paso entre las paredes metálicas prefabricadas; ululaba por los pasillos vacíos, dándome un aire fantasmagórico.
Esa noche, con la lluvia racheada golpeando los cristales y el eco de chasquidos metálicos provenientes de alguna mercancía suelta en el interior de su contenedor, los dos periodistas no pegaron ojo.
El resto de la tripulación, sin embargo, confesó a la mañana siguiente haber dormido a pierna suelta. Mis balanceos solo mantuvieron despiertos a los novatos.
Tengo dos motores, dos hélices y dos timones. Lo cual implica algunas ventajas a la hora de navegar. “Con un solo motor, el barco al frenar tiende a virar hacia estribor”, explica el capitán. “Con dos frena en línea recta”. La acción conjunta de los dos timones y las dos hélices permite girar el barco cuando estoy parada o circulo a baja velocidad.
Estoy diseñada para navegar despacio, con el objeto de reducir al máximo mi consumo de combustible. Si en vez de avanzar a 23 nudos (43 kilómetros por hora, mi velocidad máxima), reduzco a 17,5, las emisiones de CO2 descienden al 32%, según dice la compañía. El aprovechamiento de los gases de escape, que contienen calor, permite también un ahorro energético del 10%. Me han concebido para que contamine menos que muchos de mis compañeros en alta mar.
Así que no se puede decir que no soy una embarcación especial. Por mis dos chimeneas me reconocerás. Y si ves un gran barco entrar, salir y volver a entrar en un puerto en apenas dos horas, tal vez sea yo: mis enormes proporciones hacen que en algunos destinos tenga que descargar por babor, salir, dar la vuelta y hacer lo propio por estribor.
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