Castigar lo inexistente
Siempre me ha sorprendido que algunas personas inteligentes, además de infinidad de idiotas, puedan soltar frases del tipo “Amo a mi país” –recientemente el escritor Stephen King, en estas páginas–. Me temo que no hay país en el mundo que se libre de ser “amado”, bien por sus ciudadanos, bien por extranjeros de visita que quieren hacer la pelota momentáneamente. Aquí, por supuesto, la frase se repite hasta la saciedad, sobre todo con Cataluña como objeto en los últimos tiempos. En toda ocasión son variantes de aquel famoso escrito de Tejero (recuerden, el guardia civil que asaltó el Congreso e intentó dar un golpe de Estado) en el que especificaba cómo amaba la paella y no sé qué otros folklorismos. En cuanto alguien trata de explicar la frase, cae en el más barato lirismo, la cursilería y el ridículo. Resulta inevitable, porque es un enunciado que no sólo es hueco, sino además un imposible. Un país –no digamos su nombre– es una abstracción, más allá de su geografía, sus fronteras estipuladas y su organización administrativa, una vez constituido como Estado, nacionalidad, región o lo que quiera que sea. En el mejor de los casos, es una convención, como lo son “la literatura” o “la ciencia” y casi todo lo susceptible de ser escrito con mayúscula a veces. Cuando alguien asegura “amar la literatura”, está diciendo, a lo sumo, que le gustan ciertas obras literarias, lo cual implica que le desagradarán muchas otras, aunque todas ellas sean “literatura”. Si alguien asevera “amar a España”, su afirmación está vacía de contenido, porque en España, como en todas partes, hay gente, y ciudades, y barriadas, y no digamos urbanizaciones costeras, que por fuerza le parecerán abominables. La frase es, así, indefectiblemente grandilocuente, oportunista y falaz; y a menudo demagógica, pronunciada para halagar a los patrioteros. Más honrado y veraz era aquel sargento de Juan Benet que arengaba a sus reclutas así: “Os voy a decir qué es el patriotismo. ¿A que cuando veis a un francés os da mucha rabia? Pues eso es el patriotismo”.
Nuestro Gobierno avanza velozmente en su proceso “bolivariano”, por no volver a hablar de neofranquismo
De la misma manera, es imposible “ofender” a un país, ni siquiera a través de sus símbolos, justamente porque éstos sólo son eso, figuraciones, símbolos, desde el himno a la bandera, pasando por la paella para Tejero y me temo que también para el Ministro del Interior Fernández Díaz y su jefe Rajoy, que es quien le da las órdenes. Pues bien, ese imposible ha sido elevado por estos dos sujetos a la categoría de “infracción grave”, sancionable con hasta 30.000 euros. Fue el estrambote a la Ley de Seguridad Ciudadana de la que hablé hace dos semanas. Serán multadas, proclamó el opusdeísta Fernández, “las ofensas o ultrajes a España”, y también “a las comunidades autónomas y entidades locales o a sus instituciones, símbolos, himnos o emblemas, efectuadas por cualquier medio”. Habrá que ver cómo definen “ofensas” y “ultrajes”, pero, dada la incapacidad de ese individuo para comprender la libertad de expresión, e incluso la democracia, hay que ponerse en lo peor; y como además no va a dejar nada fuera (imagino que en “entidades locales” entran hasta los municipios deshabitados), seguramente de aquí a poco será punible decir “Vaya mierda de pueblo”, o “Qué ciudad más espantosa”, o “Este país es un asco”. Hasta 30.000 al canto, si lo oye a uno un guardia; o un portero de discoteca, que ahora van a poder detenernos.
Ese pupilo de Escrivá de Balaguer se preguntó a sí mismo en su comparecencia: “¿Y qué es una ofensa a España?” Y como no había respuesta, ya que no puede existir tal cosa, vino a contestarse tautológicamente (como si hubiera aclarado: “Pues una ofensa a España es una ofensa a España”): “Por ejemplo, una manifestación en la que haya consignas o pancartas claramente vejatorias con España o una de sus comunidades, o sus símbolos, sus instituciones, la bandera de España, será considerada una infracción grave”. Es como si el diccionario, en vez de definir cada palabra, resolviera: “Agua: agua”, u “Orgullo: orgullo”. Muy útil. Pero algo quedó meridiano: si usted acude a una manifestación con una pancarta que rece “El Parlamento está lleno de sinvergüenzas”, le pueden caer hasta 30.000 del ala, por vejar a las instituciones. Lo mismo si corea “Madrid es un putiferio” o “La alcaldesa es una inepta”. No hablemos si llama “franquistas” a los miembros de este Gobierno, aunque crea usted estar haciendo una mera descripción objetiva y basada en las semejanzas, no ultrajando. Pero, como de costumbre, lo más alarmante está en la letra en la que no se repara: las ofensas infractoras serán las “efectuadas por cualquier medio”. Eso ha de incluir, por fuerza, radio, televisión y prensa escrita. Nuestro Gobierno avanza velozmente en su proceso “bolivariano”, por no volver a hablar de neofranquismo. No les extrañe que dentro de poco el iluminado Fernández y su jefe Rajoy saquen una nueva Ley de Prensa que deje en liberal la hoy vigente en Venezuela. El titular de Hacienda, Montoro, ya ha apuntado veladamente –si eso es posible, con su vocezuela– a los periódicos críticos con la purga desatada por él en la Agencia Tributaria contra los inspectores y cargos que, aun nombrados por su partido, eran demasiado honrados. El día en que un artículo como este se vea como “ofensa punible”, tendremos que hablar otra vez de prácticas dictatoriales, tras treinta y tantos años de democracia. Ojo, que estamos ya a pocos pasos.
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