Lerdos, y gracias
Aunque los desapruebe, uno a veces comprende los procederes canallescos de políticos y empresarios. Entiende que quieran hacer lo que les venga en gana, que barran siempre para casa, que los unos aspiren a disfrutar de un poder cada vez más absoluto y amedrentador y los otros a mejorar hasta el infinito sus márgenes de beneficio a costa de la explotación de sus trabajadores y de encarecer sus productos. Uno se explica, hasta cierto punto, que todos añoren los tiempos de los señores feudales y ansíen retroceder lo más posible hasta ellos; al fin y al cabo, les resulta lo más cómodo y ventajoso. Todo partido político mira con envidia las épocas totalitarias (o los regímenes, que perduran en demasiados lugares), y su sueño sería, en el fondo, obtener en las elecciones lo que una vez se llamó “mayorías a la búlgara”, es decir, un porcentaje de votos del 98% o así. Y todo empresario desalmado siente nostalgia de los días en que los empleados carecían de derechos y de protección, cuando podían contratar y despedir sin aviso ni indemnización alguna, cuando nada era “improcedente” en su ámbito y decidían a diario, caprichosamente, qué jornaleros trabajaban y cuáles no, tanto en las faenas del campo como en numerosas fábricas. Echan de menos ser temidos y también ser vistos como “dispensadores de favores”, como individuos magnánimos que podían espetarle a un desesperado: “Mira, te voy a hacer el inmenso favor de permitirte trabajar hoy para mí. Como el favor es inmenso, habrás de agradecerme que te pague una miseria y que disponga de todo tu tiempo a mi voluntad. No te quejarás de nada, faltaría más, ni pretenderás conseguir más de mí, ni por tu eficacia ni por tu antigüedad. Ten en cuenta que si te retiro el favor, tú y los tuyos no tendríais ni qué comer”. Expresado así, este discursillo suena a siglo XIX si no a medieval, pero si suavizan un poco los términos y se paran a pensar, verán que de hecho es a lo que se intenta volver, en gran parte del globo y desde luego en nuestro país.
Todo empresario desalmado siente nostalgia de los días en que los empleados carecían de derechos y de protección, cuando podían contratar y despedir sin aviso ni indemnización alguna
Y ya digo, uno lo entiende, que estas condiciones las quieran recuperar los políticos y empresarios sin escrúpulos. Lo que ya le cuesta más concebir es que, tras un larguísimo periodo en el que las relaciones laborales no han sido así, en el que la gente ha aprendido a luchar por sus derechos y a trabajar con dignidad, esos individuos sean tan tarados (lo utilizo como se hace en el lenguaje coloquial) que ni siquiera sepan disimular y llevar a cabo su retroceso con discreción. Creo que todos nos condenamos y perdemos mucho más por lo que decimos que por lo que hacemos, y que se tolera mejor el doblegamiento y la explotación que la chulería y el recochineo. Son estos últimos los que a veces llevan a la gente a saltar, a agarrar una tea e incendiar unas oficinas o un banco, o a agredir al cretino de turno que ofende además de pisotear. La CEOE –los empresarios españoles– parece estar en manos de completos idiotas desde hace mucho, ellos sabrán por qué los eligen, o quizá es que en sus filas no hay más. Fue Presidente suyo Díaz-Ferrán, que no se abstuvo de soltar vilezas antes de parar en la cárcel acusado de delitos de gravedad. Ahora la preside Juan Rosell, que recientemente ha hablado de los “privilegios” de los contratos indefinidos (se refería a derechos, pero para él es “privilegio” cuanto no sea sometimiento e indefensión del trabajador) y ha propuesto retirárselos para incrementárselos a los contratos temporales, como si eso fuera a ser verdad. Es tan falso como que la reducción de salarios redunde en mayor empleo: redunda tan sólo en el dinero que los empresarios se ahorran y guardan, y eso lo saben hasta las cabras, aunque no el FMI ni el comisario europeo Olli Rehn.
Rosell ha destacado que los temporales son el 90% de los contratos que se hacen, y ha añadido como un ceporro: “y gracias”. Esa chulería y ese recochineo encorajinan a la gente infinitamente más que las propias condiciones abusivas de la “reforma laboral” de este Gobierno. Como, más que ver emigrar a los vástagos porque no encuentran empleo aquí, a los padres los enfurece que Esperanza Aguirre afirmara: “Los jóvenes se van por espíritu aventurero”, o que Fátima Báñez, precisamente Ministra de Empleo, redujera el forzoso éxodo a mera “movilidad exterior”. O que el de Educación, Wert, sostuviera que si los chicos no estudian, no es por las caras tasas que ha impuesto, sino porque muchas familias “no quieren dedicar dinero a la educación de sus hijos”; cuando es sabido que es lo primero que los padres procuran desde tiempo inmemorial. Aún más que ver a sus niños malnutridos, a la gente le indigna que los tertulianos afines al PP critiquen que en Andalucía se les diera una modesta merienda a esos críos y la califiquen de abuso al contribuyente y clamen: “Ya, y qué más. Que les regalen también una bici, si te parece”.
He hablado otras veces de la conveniencia de la hipocresía. Cuando los empresarios y políticos son tan zotes que prescinden de ella y se dedican a chulearse, están tensando demasiado la cuerda, y ninguno queremos ver agresiones ni teas. Lo sabe cualquiera que haya leído dos libros de historia. Ya se ve que estos sujetos ni siquiera han leído uno en su vida. ¿Qué hacen ahí, tamaños lerdos?
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