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Tribuna
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Escrache de ida y vuelta

La palabra viene a designar un hecho nuevo, que no disponía de vocablo específico

Álex Grijelmo

Miles de palabras del castellano viajaron hacia América en distintas oleadas, pero otras muchas llegaron a España desde allá. Los españoles decimos “tiza”, y esa voz recorrió su largo camino hacia Europa desde el náhuatl, lengua precolombina mexicana en la cual a la tiza se le dice “tizatl”. Por su parte, los mexicanos a la tiza le llaman “gis”, vocablo que recorrió el trayecto inverso partiendo del griego (gýpsos, yeso) y pasando por el latín (gypsum) y luego por el catalán (probablemente también por el aragonés) y el francés, según el diccionario etimológico de Joan Corominas.

Tiza en España, gis en México.

No parece raro, por tanto, que un término como “escrache” nos haya llegado ahora de regreso a Europa después de dar unas cuantas vueltas por el mundo.

La palabra “escrache” lo tiene todo para triunfar entre nosotros.

En primer lugar, porque su formación no repele a la morfología y la fonología del español.

En segundo término, porque su connotación sonora evoca algo que sucede con estrépito (y tiene así un valor onomatopéyico).

En tercera instancia, porque la palabra viene a designar un hecho nuevo, que no disponía de vocablo específico: las manifestaciones ruidosas ante las casas de políticos o personajes de transcendencia pública; el acoso domiciliario en grupo.

Y finalmente, porque está de moda y ha salido con fuerza en todas las direcciones.

El Diccionario de la Real Academia recoge desde 2001 el verbo “escrachar”, pero no sus derivados americanos “escrache” y “escracho”. Y lo define según el uso coloquial propio del español rioplatense (Argentina y Uruguay), con dos acepciones: “1. Romper, destruir, aplastar. 2. Fotografiar a una persona”.

El ‘Diccionario de americanismos’ habla de  “situación desairada en que se deja a alguien”

Así que, por ahora, la Academia no da ninguna pista que relacione ese verbo con el uso reciente de “escrache” en los medios de comunicación españoles.

¿De dónde ha salido entonces esta palabra?

Podemos establecer algunas conclusiones a partir del cruce de datos al que nos dan pie el Diccionario de americanismos (elaborado en 2010 por las Academias de la lengua hispanoamericanas), el Diccionario de argentinismos (editado en 2008 por la Academia Argentina de Letras; es decir, la Academia argentina) y el Diccionario etimológico del lunfardo, del argentino Óscar Conde (Taurus, 2011).

“Escrachar” tiene dos líneas de significados: una de ellas parte del inglés scrach (rasguño, arañazo) y la otra del lunfardo escrache (poner en evidencia o delatar públicamente a alguien).

Los significados por la rama de rasguño se reparten entre los dos sustantivos (escrache y escracho): en el español de Estados Unidos, escrache significa “arañazo”. Y en Argentina y Uruguay, escracho tiene estas acepciones: “Cara o rostro, especialmente si es feo o desagradable”, “fotografía de una persona, generalmente de mala calidad” y “cosa mal hecha”. La vinculación entre esos significados y el rasguño original la encontramos a partir de los usos jergales del mundo delictivo argentino, donde —con alguna influencia del italiano scaracio, billete— se llamaba “escracho” a un boleto de lotería engañoso, que seguramente precisaba de alguna raspadura para alterar el número; o a un pasaporte falsificado de igual forma (lo que explica también la relación con la fotografía y la mala cara que solemos lucir en ese tipo de documentos).

Pero la línea de “escrache” que nos concierne en la actualidad tiene que ver con otro origen, cuyas definiciones en el Diccionario de americanismos hablan de la “situación desairada en que se deja a alguien” y —en la entrada “escrachar”— de “dejar en evidencia” a una persona, así como “golpear duramente a alguien, especialmente en la cara” y “romperse o estropearse algo”.

Julio Cortázar empleó ese verbo en Rayuela (1963) con este último sentido, y con evidente evocación sonora: un paquete “se escracha en la calle”; y un imaginario piloto de avión “ya te lo está escrachando en la confitería del Águila a la hora del té”. Para un español no resultará difícil relacionar esas formas verbales con el “escachar” del castellano (y del gallego) que significa “cascar, aplastar, despachurrar; hacer cachos, romper”; que se basa a su vez en el verbo “cachar”, asimismo registrado por la Academia: “Hacer cachos o pedazos algo”.

Los dos referidos diccionarios del español del otro lado ofrecen finalmente el sentido que buscamos, con definiciones casi idénticas (reproducimos la del diccionario de la Academia de Letras argentina): “Escrache: Denuncia popular en contra de personas acusadas de violaciones a los derechos humanos o de corrupción, que se realiza mediante actos tales como sentadas, cánticos o pintadas, frente a su domicilio particular o en lugares públicos”. Y documenta ese uso en un texto de la revista cultural La Maga publicado en agosto de 1998.

La expresión se extendió en 2000 en Argentina, en la época del corralito

Tal sonoridad de la palabra encuentra su correspondencia con lo ruidoso de las protestas: tambores, música, gritos. Los escraches son “lúdicos” y “carnavalescos”, como recoge la obra Pensar y habitar la ciudad, de los mexicanos Patricia Ramírez Kuri y Miguel Á. Aguilar Díaz (Anthropos, 2006). Y lo corrobora Paula Mónaco Felipe en un capítulo del libro Justicia Penal Internacional, coordinado por Santiago Corcuera y José Antonio Guevara (Universidad Iberoamericana, México, 2001): “Cada vez que vamos a<TH>denunciar a un genocida es una fiesta en la que gritamos a los cuatro vientos quién es esa persona”.

Es decir, para dejarla en evidencia.

A este lado del Atlántico, el banco de datos de la Real Academia (que contiene más de 410 millones de registros) recoge cuatro ejemplos del sustantivo “escrache”, todos ellos tomados del diario argentino Clarín en 2001 y con el significado de protesta callejera (en dos de esas ocasiones, ante el domicilio de un ministro). Esto no quiere decir, por supuesto, que únicamente se haya usado cuatro veces el sustantivo, pues el banco de datos académico constituye solo una muestra del uso del español (aunque ciertamente una muestra descomunal).

En otro archivo de textos, el de la agencia Efe (Efedata), aparece documentada esta palabra por vez primera en julio de 1998, puesta en boca de una conferenciante argentina en Gijón. En EL PAÍS se estrenó en septiembre de ese mismo año, en una crónica desde Buenos Aires.

El escrache se extenderá en Argentina sobre todo a partir del año 2000, cuando los ciudadanos toman la calle para generalizar su protesta contra los políticos, según recoge Óscar Lamberto, exsecretario de Hacienda, en su libro Los cien peores días: el fin de la convertibilidad (editorial Biblos. Buenos Aires, 2003). En aquellas épocas, Argentina vivió el corralito, con los depósitos de los ahorradores inmovilizados en los bancos.

Pero estábamos hablando de una palabra viajera, porque nuestro ruidoso “escrache” ha llegado ahora desde Argentina a España; y antes lo hizo desde Europa a América. Concretamente desde Italia. De ahí pasó al lunfardo, la jerga de las clases bajas bonaerenses; y del lunfardo, al español general de Argentina.

El referido Diccionario etimológico del lunfardo, del argentino Óscar Conde, apunta como origen de este segundo “escrachar” (el equivalente de “delatar”) un posible cruce entre el genovés scraccâ (expectorar, escupir; parecido al francés cracher, con el mismo significado), y el italiano schiacciare (romper, destrozar). Las protestas, pues, arrojan sus gritos a la cara de los interpelados, para delatarlos, y lo hacen irrumpiendo en su espacio más personal. Y con el ruido de la propia expresión “escrache” envolviendo el paquete.

Vemos así que las palabras se entrelazan, se enriquecen, cambian de país. Analizar sus cromosomas tiene algo que ver con conocer la historia de las personas y el lugar de sus conflictos. Siempre hay una palabra sacando su billete en una estación.

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Sobre la firma

Álex Grijelmo
Doctor en Periodismo, y PADE (dirección de empresas) por el IESE. Estuvo vinculado a los equipos directivos de EL PAÍS y Prisa desde 1983 hasta 2022, excepto cuando presidió Efe (2004-2012), etapa en la que creó la Fundéu. Ha publicado una docena de libros sobre lenguaje y comunicación. En 2019 recibió el premio Castilla y León de Humanidades

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