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Palos de ciego
Columna
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La verdad de las máscaras

Javier Cercas
Gabi Beltrán

He aquí un libro delicioso e insólito: insólito, porque no es habitual que se publique la correspondencia cruzada entre dos escritores vivos; delicioso, porque los corresponsales son J. M. Coetzee y Paul Auster, dos narradores que en apariencia poco tienen que ver, salvo su común filiación beckettiana y su condición de grandes escritores. El libro se titula Aquí y ahora, las cartas cubren el periodo que va de 2008 a 2011 y en ellas se habla de todo o de casi todo; también, como es lógico, de literatura. En una carta fechada el 29 de julio de 2010, Coetzee le cuenta a su corresponsal norteamericano que acaba de leer una novela de Philip Roth titulada Sale el espectro en la que, por boca de uno de sus personajes, E. I. Lonoff, Roth ataca esa tendencia del periodismo cultural y la crítica literaria consistente en “tratar la narrativa como una forma de camuflaje del yo que practican los escritores: la tarea del crítico es deshacer ese camuflaje y revelar ‘la verdad’ que hay detrás”, la realidad biográfica o factual que el escritor trataría de ocultar con su ficción. Como Roth (o como el personaje de Roth), Coetzee abomina de ello, igual que a vuelta de correo lo hace Auster, quien, por su parte, lamenta que muchos lectores estén perdiendo el contacto con la esencia de la ficción, la capacidad, dice, de comprender la imaginación, “y por tanto encuentran difícil que un novelista pueda ‘inventarse cosas”. “Toda novela” concluye Auster “se convierte en una autobiografía encubierta, en un roman à clé”.

A mi juicio, llevan razón Coetzee y Roth (o el personaje de Roth, que también es novelista), pero no Auster, o no al menos en su manera de formular el problema. Porque lo cierto es que en el fondo todas las novelas son autobiográficas; no, por supuesto, porque el escritor cuente en ellas su vida, sino porque en todas, por alejadas que se hallen en apariencia de la vida del autor, éste reelabora literariamente su experiencia personal – lo que ha vivido, pero también o sobre todo lo que no ha vivido: sus sueños, sus lecturas, sus obsesiones– para intentar dotarla de una significación que ya no sea solo personal. La ficción pura no existe, y si existiera, no tendría el menor interés; la ficción siempre está contaminada –felizmente contaminada– por la realidad, que es su carburante; se inventa a partir de lo que existe, no de lo que no existe, y por eso la etiqueta que anuncia que un libro o una película están “basados en hechos reales” es ridícula y redundante: todos los libros y las películas están basados en hechos reales. ¿En qué, si no, estarían basados? De modo que, al menos en este sentido, y contra lo que piensa Auster, sí: toda novela es una autobiografía enmascarada o un roman à clé; o simplemente, como dice Vargas Llosa, un striptease invertido: “Escribir novelas sería equivalente”, escribe el novelista peruano, “a lo que hace la profesional que ante un auditorio se despoja de sus ropas y muestra su cuerpo desnudo. El novelista ejecutaría la operación en sentido contrario. En la elaboración de la novela iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación, aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo”.

Pero, naturalmente, en el espec­tácu­lo de la literatura lo que cuenta no es el punto de partida, sino el de llegada; no la simple desnudez inicial, sino el elaborado ropaje final; no el fondo, sino la forma. Por eso tienen razón Coetzee y Roth o el novelista de Roth o de Sale el espectro: quien escribe una novela no pretende esconder o camuflar ninguna verdad íntima o secreta, sino usarla de tal forma que deje de ser íntima y se convierta en universal; no es que esa verdad que hay detrás, personal, biográfica o factual, no exista: es que carece de interés o solo posee un interés muy secundario, meramente chismográfico o erudito, y además es tan difícil de establecer que ni siquiera el propio escritor es siempre consciente de ella, o, si lo es, a menudo la olvida después de haberla enterrado a fondo entre los ropajes de la ficción. Esto es lo que cuenta: no la desnudez, sino el ropaje; no la cara, sino la máscara; no el fondo, sino la forma, porque en literatura la forma es el fondo. En esa paradoja se basan las novelas. Esa es la verdad de las ficciones.

En una novela, la imaginación viste la desnudez inicial, punto de partida del espectáculo”

elpaissemanal@elpais.es

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