_
_
_
_
_
UNIVERSOS PARALELOS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El periodista y la masacre

Diego A. Manrique

Se nos fue Tom Wicker, leyenda del New York Times y del periodismo en general. Su viuda, al ser preguntada por la causa de su muerte, respondió elegantemente: "Estaba enfermo de las cosas que se tienen a los 85 años".

Los obituarios mencionan las circunstancias en que escribió su crónica más celebrada: el asesinato de Kennedy. El 22 de noviembre de 1963, Wicker iba en la caravana de vehículos que circulaban por Dallas y ni siquiera llevaba una libreta: un viaje rutinario, creía. Cuando ocurrió el atentado, comenzó a tomar notas en el dorso de los folios que detallaban el itinerario presidencial. Escribió los acontecimientos según ocurrían y localizó una cabina telefónica para dictar lo que resultó un relato coherente y angustiado: "Los disparos que sonaron en la plaza de Dealey suponen el principio del fin de la inocencia".

Como suele ocurrir con los buenos reporteros, su hazaña de Dallas le supuso un ascenso que le encerró en un despacho. En 1964, era jefe de la delegación del NYT en Washington. En 1971, escribía In the nation, columna política que publicaba tres veces por semana.

Wicker pertenecía a una especie peleona: los sureños de ideología liberal ("izquierdista", convendría traducir). Venía de Hamlet, Carolina del Norte, donde también nació el saxofonista John Coltrane: le encantaba comentar que ambos eran hijos de trabajadores del ferrocarril.

Su sensibilidad hacia las cuestiones raciales le empujó a su máxima obra periodística. A pesar de su (relativa) radicalidad, estaba integrado en el establishment de Washington. El 10 de septiembre comía rodeado de gourmets -diplomáticos, altos funcionarios, eruditos- cuando le avisaron de la Redacción. Debía viajar a Attica, en Nueva York. El día anterior, centenares de prisioneros de la Attica Correctional Facility se habían hecho con 39 rehenes. Los rebeldes le requerían para un comité de observadores, que inevitablemente terminaron como mediadores.

Lo que allí vivió generó un libro clásico del "nuevo periodismo" con dimensión moral: Asalto mortal (Grijalbo, 1977). Wicker, obligado a convertirse en personaje, utilizó la técnica de Norman Mailer en Los ejércitos de la noche: hablar de sí mismo en tercera persona.

En realidad, el desenlace era tan brutalmente previsible que el principal valor de Asalto mortal reside en el constante, despiadado ejercicio de reflexión de Wicker. Simpatiza con los revoltosos, pero también los teme (y todavía ignora que algunos han usado el motín para violar y matar a otros penados). Se plantea los límites de su activismo y tiene palabras amargas sobre la coartada estadounidense ante la violencia:

"Es la antigua noción puritana de que nosotros no cometemos crímenes, solo ellos lo hacen. Desde que quitaron por la fuerza el continente a los indios, los norteamericanos blancos solo habían visto al enemigo como violento y a sí mismos como gente pacífica, obediente a la ley, solo deseosos de que los dejasen solos para crear su civilización sin obstáculos".

No logra convencer a los amotinados de que se conformen con 28 concesiones menores. Es incapaz de transmitirles que no hay posibilidad de una amnistía; tampoco se les permitirá exiliarse al Tercer Mundo. Son delincuentes comunes pero, signo de los tiempos, adoptan fantasías revolucionarias. Todos alucinan: una dirigente de los Panteras Negras, Afeni Shakur (madre del rapero Tupac), asegura que países como Corea del Norte desearían acogerles.

Hombre ponderado, reconoce la decencia esencial de algunas autoridades penitenciarias o del gobernador Rockefeller. Le atormenta más el odio de los vecinos, incluyendo a parientes de los rehenes, que exigen una respuesta inmediata y letal.

Se hace su deseo. Las fuerzas del orden entran a sangre y fuego. Fallecen 29 presos y 10 rehenes; inicialmente, se difunde que estos han sido ejecutados por sus captores; un forense incorruptible revelará luego que, aunque algunos tenían heridas de arma blanca, murieron finalmente por la lluvia de plomo desencadenada por los uniformados.

La matanza de Attica inspiró potentes temas de Archie Shep y Charles Mingus. Hasta John Lennon, en su época de agit-prop, compuso Attica State. Lennon, recuerden, era defensor de los derechos de los prisioneros: financió a un dudoso activista negro, Michael X, incluso cuando estaba condenado a muerte por asesinato. Attica sigue funcionando como cárcel de alta seguridad. Su inquilino más famoso es precisamente Mark Chapman, el verdugo de Lennon.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_