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Reportaje:

Monjes Shaolin. El alma del kung-fu.

Los gallos todavía duermen. La niebla de la madrugada apenas permite adivinar los rostros de los aprendices de shaolin, que se van alineando según la altura, a tientas, mientras terminan de acomodarse las túnicas de color naranja. Sonámbulos, guiados por el instinto o la rutina, trazan círculos invisibles con las muñecas; luego, con los tobillos, el cuello y los hombros. Algunos abren los ojos y tratan de enfocar las pupilas dilatadas por la falta de luz. En sus oídos, como un grito de guerra, retumba la palabra que es saludo y bendición al mismo tiempo:

-"Amithaba".

Es la voz del maestro Shi Miao Hai, de 25 años, quien más tarde, por la noche, reventará un saco de arena mientras juega a dar patadas bajo la parpadeante luz de un fluorescente.

Salen todos a paso ligero. Un Aprendiz de Shaolin nunca mira atrás. Tampoco hace preguntas. Solo acata órdenes
Dicen que bodhidarma meditó durante nueve años en la montaña, hasta dejar impresa su sombra en una cueva
Es el sonido del esfuerzo y la excelencia. Hay ligereza, flexibilidad y fuerza en cada pequeña acción
Los discípulos extranjeros van entendiendo que kung-fu significa trabajo continuo. Es darlo todo
Nada parece alterar a los monjes. ¿En algún momento se irritan, se frustran, sienten tristeza o melancolía?

"Lao tsi hao" (buenos días, maestro), repiten los cerca de setenta alumnos, entre europeos y chinos, cuyas edades oscilan entre los 6 y los 40 años.

Salen todos a paso ligero, una nube naranja golpeando el asfalto. Yi, er, san. Un, dos, tres, y sin mirar atrás. Un aprendiz de shaolin nunca mira atrás, tampoco hace preguntas, solo acata órdenes. La vida privada, en estos momentos, es un lugar remoto. Aquí duermen 16 personas en cada habitación, y 70 comparten dos duchas. Todos forman parte del mismo ejército.

Lección número uno: sin sufrimiento no hay aprendizaje.

El recorrido es variable, un día será solo hasta la primera curva pronunciada a un kilómetro del templo, al día siguiente podrá ser hasta la rotonda (2 kilómetros) o, si la suerte no acompaña, la vuelta completa, que implica correr primero sobre una pendiente de asfalto, luego a través del campo y, para finalizar, un sprint frente a 350 peldaños de una escalera. Si en los caminos de la vida siempre hay piedras, en este recorrido hay el doble, y no es metáfora. Algunos aprendices se quedan sin aliento e intentan buscar un atajo, y a la mayoría le empieza a pasar factura el calzado.

Las zapatillas que usan los monjes shaolin y la gran mayoría de practicantes de artes marciales en China son marca Feiyue, que, literalmente, significa "avanzar a saltos". Cuestan 10 yuanes (1,50 euros) y las venden en todas las esquinas del país. Flexibles y ligeras, son lo más parecido a caminar directamente con el pie en el suelo. Hace unos años, un francés que paseaba por Shanghái vio en ellas un filón comercial y empezó a importarlas. Orlando Bloom fue pillado en un parque por un paparazi. Llevaba unas Feiyue. Hoy, en París y Nueva York se venden por 50 euros.

En la distancia, mientras los alumnos lamentan no tener una plantilla de silicona, las nubes se descorren y dejan ver un escenario de postal: Songshan, una de las cinco montañas sagradas de China. Declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1999, Songshan es un entramado montañoso de densa vegetación que abarca 60 kilómetros de extensión y esconde caminos hacia templos taoístas y budistas, pagodas y un monte muy especial para la historia de las artes marciales: Shaoshi, donde nació el kung-fu shaolin hace más de 1.500 años, cuando el emperador Xiaowen de Wei del Norte cedió unas tierras para la construcción del templo Shaolin, literalmente, "bosque joven".

Al principio, los monjes del templo Shaolin solo meditaban. Hasta que apareció Bodhidarma, llamado Da Mó en China, un hombre de abundantes cejas y barba, cargado de leyenda y misterio, de quien se dice que fue capaz de atravesar un lago sobre un junco, ayudado solo por la brisa. Da Mó llegó al templo Shaolin desde la India, dispuesto a difundir el budismo chan (zen). Meditó durante nueve años en la montaña, y lo hizo hasta dejar impresa su sombra en una cueva, hasta tener que arrancarse los párpados para no quedarse dormido. Estuvo más de tres mil días aislado. En el silencio, además de cultivar su espíritu y concentrarse en lo fundamental, observó con ojo clínico a los animales.

Después de los estiramientos, los aprendices de shaolin continúan con distintos tipos de ejercicios para expandir sus pulmones y endurecer sus músculos: carretillas, saltos, fondos, flexiones, hidráulicas, abdominales. Algunos meniscos empiezan a pedir auxilio justo antes del momento del chi pen kung, una rutina que aspira a la perfección técnica. La idea es que, gracias a las repeticiones, cada movimiento fluya de manera natural.

Shi Miao Hai hace una demostración y se transforma en esa grulla, serpiente, tigre o mono que observó Da Mó en las montañas y que inspiraron el tratado sobre músculos y tendones al que llamó Yi Jin Jing, origen del llamado Chikung. Estas técnicas sirvieron para desentumecer a los monjes, agarrotados de tanto meditar y con un notable sobrepeso debido a la inactividad. A los ejercicios de Da Mó se les sumaron las enseñanzas de los guerreros que llegaban al templo para descansar o huir de las batallas. Los monjes shaolin se nutrieron de todo ello y fue así como se desarrolló el gong-fu, que al entrar en contacto con los occidentales pasó a llamarse kung-fu.

El maestro de sonrisa en la mirada anima a los alumnos a emitir un grito, que también es gruñido, para fortalecer el qi (pronúnciese chi), ese flujo de energía que en instancias superiores hace que los maestros rompan lanzas con la cabeza, soporten patadas en los testículos o partan ladrillos con los dedos. Ese grito seco y profundo expresa la esencia del maestro, es el sonido del esfuerzo y la excelencia. Hay ligereza, flexibilidad y fuerza en cada pequeña acción. Los alumnos lo contemplan en picado, como cuando se tiene un rascacielos delante. Su cuello bovino parece invencible. Aun así, el batallón de hormigas intenta imitar al tigre con entusiasmo.

7.30. Suena la campana que marca el ritmo biológico en el templo. Hora del desayuno. Arroz, verduras, un poco de tofu, un plátano por persona.

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El apacible entorno en este templo budista perdido en las montañas se quiebra con el estallido de la pirotecnia. Suena como una ráfaga de metralleta. Los alumnos extranjeros (o laowais), que apenas tienen fuerzas para espantar a las moscas, dirigen sus miradas hacia las escaleras de piedra, pero las agujetas diluyen cualquier intento de subir a explorar. Sin embargo, allá arriba hay una pequeña ciudad por descubrir.

El templo cuyo nombre no se puede pronunciar se ubica a pocos kilómetros del templo Shaolin, es el hermano discreto, el que no quiere aparecer en las guías, ni formar parte de un circuito turístico. Existe un acuerdo tácito entre los laowais y los maestros para preservar el anonimato. Existe el deseo de que este templo secreto y perdido mantenga sus raíces mientras pueda, que la apertura al mundo sea paulatina y no de golpe y sin aviso como en el resto de China. Shi Miao Hai opina que, como en todas las cosas de la vida, siempre hay riesgos, pero transmitir las enseñanzas del kung-fu es necesario, y para ello se debe confiar en el buen corazón de las personas.

Este es el segundo templo budista más antiguo de China y el lugar donde residen, entrenan y enseñan grandes maestros del kung-fu de espaldas a los campeonatos, la publicidad y las medallas. No quieren vender kung-fu a cualquier precio y tampoco convertirse en el parque temático que es el vecino templo Shaolin, que recibe hordas de turistas. Hay que hacer cola para rezarle al Buda, para ver la sombra en piedra de Da Mó, o los agujeros en un árbol, perforado por la fuerza de los golpes de los monjes guerreros. En "Shaolinland" hay demostraciones de kung-fu programadas tres veces al día, en las que los niños, vestidos con túnicas brillantes, realizan saltos y acrobacias circenses ante audiencias de mil personas cada vez.

En cambio, el templo discreto apenas recibe visitas.

En la planta inferior residen los monjes guerreros y Lao Tses, o viejos maestros, y sus aprendices destacados, o Jiaolian. La dinámica diaria es parecida a la de un colegio. Hay alumnos que viven aquí todo el año y otros que vienen de distintas ciudades de China, sobre todo de la vecina Dengfeng, a realizar cursos de verano. Algunos son huérfanos y han sido adoptados por el dashifu, que viene a ser como el director del colegio. Todos estos niños y adolescentes reciben una educación física e intelectual, pues combinan los estudios de filosofía, caligrafía, historia y matemáticas con la práctica del kung-fu. En el futuro, haber recibido una educación marcial les dará una ventaja comparativa frente a otros ciudadanos chinos que aspiren al mismo puesto. Cuando no entrenan, la vida de los alumnos locales se reduce a comer chuches y helados, por las noches, ver alguna película de Jet Li o los X-Men y cazar chicharras para luego atarles la patita a una cuerda y hacerlas volar como cometas.

La pirotecnia que se escucha allá arriba sirve para espantar a los malos espíritus, dice el shifu (maestro), pero hay algunos que ya ni oyen y solo buscan una piedra donde reposar su anatomía y escribir en sus diarios el alcance semántico de la palabra agujeta. Shifu Carlos Álvarez, que ha venido con alumnos de su escuela en Madrid, los anima a seguir y recuerda sus días de entrenamiento para convertirse en maestro, cuando tenía que golpear agua para fortalecer, incluso, las yemas de sus dedos. "Yo fui uno de los primeros occidentales en venir al templo y también el primer maestro que consiguió convencer a los monjes para que aceptaran mujeres en los entrenamientos. Antes de venir por primera vez, en 1988, pensaba que los monjes eran leyendas o que existían solo en las películas, pero eran de verdad. Los entrenamientos eran brutales, pero desde entonces solo vivo y respiro kung-fu".

Es sábado en el templo secreto y los visitantes budistas venidos de pueblos cercanos queman las pertenencias de sus muertos en los hornos donde antiguamente se cremaba a los maestros. Prenden inciensos al Buda de la prosperidad, mientras una abadesa, la única mujer residente en el templo, selecciona hojas de un arbusto con paciencia quirúrgica. El personaje central del templo, el fan dang, aparece escoltado por dos monjes. A uno de ellos le dicen Terminator. No se puede mirar al fan dang a la cara, sería una falta de respeto buscarle los ojos. Dentro del templo, el fan dang es conocido como el Oráculo, por tener el poder de adivinar el futuro, además de ser la máxima autoridad, una especie de sumo sacerdote. El guardaespaldas que lo acompaña, Terminator, no parece esculpido en piedra. Es de piedra, como casi todos los monjes guerreros que habitan en este templo, a diferencia de los monjes religiosos: flacos y desgarbados, vegetarianos y célibes, que se dedican a rezar y difundir el budismo.

El entrenamiento de hoy es en una de las terrazas superiores. Para llegar hasta allí hay que atravesar el taller del calígrafo, del profesor de budismo, del pintor y de los pequeños altares dedicados a distintas divinidades o héroes, como Wenshu Budishattva o Dazu Huike, el discípulo de Da Mó que se cortó una mano para convencerlo de que abandonara la montaña y se convirtiera en su maestro. Así, también, nació el kung-fu, y en honor a su sacrificio, los monjes shaolin son los únicos budistas que utilizan solo una mano para saludar o hacer una reverencia.

A la sombra de dos árboles sembrados hace más de 2.000 años, cuando el templo secreto fue fundado, se inicia la segunda tanda de ejercicios del día. El reloj marca las ocho de la mañana y esta vez los alumnos tienen que practicar formas o tao lu, coreografías que involucran una larga cadena de movimientos, algunas veces suaves y estilizados, y otras, fuertes, con mucho chi. Entrenar junto a los alumnos locales tiene la ventaja de mirarse en el espejo de la perfección. Ellos parecen estar genéticamente predispuestos a los saltos y las coreografías. Los discípulos extranjeros se esfuerzan y, poco a poco, van entendiendo que kung-fu, cuyo significado literal es "trabajo continuo", es darlo todo y hacerlo bien. Cuando se entrena y cuando no.

Para Shi Miao Hai, entrenar a alumnos occidentales es un acto de desprendimiento que considera necesario en los tiempos que corren. "Nuestra sociedad se abre cada vez más, nuestra cultura está abierta al mundo y no se puede vivir encerrado. Tenemos que expandirlo a través de personas de buen corazón que quieran entregarse. Al principio, los alumnos solo quieren pegar y pelear, pero cuando llegas a un nivel más alto ves que no es solo eso. Es algo interno. El kung-fu es vida cotidiana, es felicidad y vida". Acto seguido da la orden, "Amithaba", y tiene a un ejército de buenos corazones a sus pies, haciendo 20 flexiones para calentar los tríceps.

El tiempo en el templo está dividido en desayuno, almuerzo y cena (no hay que ser oráculo para adivinar el menú: siempre arroz, verduras picantes, y pollo o paloma) y entrenamientos intercalados. El resto del tiempo se puede intentar una conversación, con un diccionario a mano o alguna aplicación para móviles, con los monjes. Todos llevan móviles de última tecnología, de donde se desprenden baladas románticas, en el caso de Shi Miao Hai, o Rihanna, en el caso del monje guerrero Shi Miao Du. Nada parece alterarlos. ¿En algún momento se irritan, se frustran, sienten tristeza o melancolía? "Todo es pensamiento y corazón. Todos los días, uno tiene problemas que solucionar, y lo importante es ver la manera de hacerlo. Si te complicas la vida no serás feliz".

Dengfeng, la ciudad que Lonely Planet describe como "sórdida y vieja", es caótica, los semáforos cumplen una función decorativa y las motos son un verdadero enjambre de avispas que llevan tres y hasta cuatro pasajeros sin casco. Los pequeños comercios se mezclan con edificios enormes, casi siempre ocupados por sedes de grandes bancos, anchas avenidas donde es frecuente ver a las personas en cuclillas viendo la vida pasar con un cigarrillo en la boca.

A pesar del caos y de la basura acumulada, la ciudad mantiene cierto orden. Las calles se organizan en función del servicio que ofrecen: peluquerías, juegos clandestinos, prostitutas, tiendas de verduras y frutas, puestos de comida, pompas fúnebres, centros de masajes y, por supuesto, tiendas de armas donde comprar las espadas, lanzas, varas, escudos y látigos que se emplean en las artes marciales. De pronto, uno repara en el sonido que hace un látigo al golpear el asfalto. También en que, por lo menos, de cada diez peatones, cinco llevan unas Feiyue.

El motivo de que tantas personas lleven un chándal, zapatillas y una camiseta con figuras marciales está relacionado con el número de escuelas de kung-fu en la ciudad. Desde el taxi que conduce por la avenida de Beihuan se pueden ver por lo menos 50 y de enormes proporciones. Estas escuelas parecen ministerios, tienen más de 10 plantas y la mayoría cuentan con más 5.000 alumnos. Algunas escuelas ofrecen certificados de maestros e, incluso, pueden bautizar con un nombre budista a los interesados. Si bien durante la revolución cultural los monjes shaolin fueron perseguidos y sus templos clausurados, cuando no incendiados, en los años ochenta reabrieron sus puertas y empezaron a cobrar fuerza. Bruce Lee, Jet Li y David Carradine, verdaderos embajadores de las artes marciales chinas en el mundo, contribuyeron a que su influencia se expandiera.

Las escuelas de esta ciudad, de 630.000 habitantes, ofrecen una formación física y espiritual a por lo menos 70.000 personas. Algunas de ellas han sido fundadas por monjes guerreros shaolin que han optado por rentabilizar sus conocimientos. Epo Wushu College es una de las preferidas de los extranjeros. Por 700 euros al mes, uno puede practicar kung-fu dos veces al día (el primer entrenamiento es a las nueve de la mañana, y el segundo, a las cinco de la tarde) en unas instalaciones de lujo con tatami, sauna, ducha, Internet, masajes, aire acondicionado, bar, y restaurante a la carta. Un hotel cinco estrellas en toda regla, con la diferencia de que cuenta con más de 400 profesores de artes marciales.

Mientras que en la provincia de Henan y en el resto de China todo florece y crece de manera geométrica, un grupo de monjes guerreros se mueve lejos de los focos del protagonismo de un país en apogeo. Mantienen la mística milenaria y resisten, pero con mano blanda. Si bien en el templo secreto la brisa de la montaña sagrada parece haber detenido el tiempo, el vecino Dengfeng, con sus cabinas de Internet, sus accesorios para móviles, sus restaurantes fast food y su creciente demanda de escuelas de kung-fu, es una ventana al mundo difícil de mantener cerrada por mucho tiempo.

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