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Entrevista:DIEGO MATHEUZ | VERANO | SELECCIÓN SUB 35

"Yo veo la orquesta como una sociedad perfecta"

Jesús Ruiz Mantilla

Diego Matheuz confía en ciertas casualidades del destino. Aún es joven para que la vida le haga reflexionar en esos términos, pero no se le escapa que el nombre originario de su país, Venezuela, viene de Venecia. A lo mejor por eso, en los viajes de ida y vuelta que está obligada a hacer la humanidad en plena era global, quedaba escrito en algún lugar que un chaval de 26 años -nacido en Barquisimeto- estaba llamado a ser director musical de La Fenice, uno de los teatros con más solera e historia en el mundo de la ópera.

Allí Verdi estrenó algunas obras cumbres, entre ellas La traviata, un día en que salió abucheado. Matheuz la interpretará en 2012 con un montaje de Robert Carsen, aunque espera salir mejor parado que el compositor. No ha llegado tan alto por capricho. El nuevo fenómeno del sistema de orquestas infantiles y juveniles de Venezuela triunfó esta pasada temporada en el teatro que ahora es su casa con Rigoletto, otra pieza maestra verdiana que también fue estrenada allí en 1851.

"La música es alegría y tristeza al mismo nivel que el de una pareja"
"Claudio Abbado es un amigo, un abuelo, un padre. Me dio su confianza"

La maldición del jorobado fue su bendición. No les costó a los músicos ni a los responsables del lugar fijarse en la elegancia, el tino, la precisión, la inteligencia y el carisma de este músico. Lo mismo que vio en su día Claudio Abbado en él cuando apenas tenía 22 años quedaba confirmado a lo grande. No en vano, el maestro italiano lo ha pulido con mimo desde que Abreu le hiciera caer en su talento entre esa basta galería de vocaciones salidas muchas veces de los barrios más marginales y peligrosos de América. Ese ambiente ha forjado en Matheuz un fuerte compromiso social y un vínculo con su raíz del que será imposible arrancarle, como ocurre con Dudamel, por mucho que agentes, discográficas y expertos en marketing vendedores de humo intenten lo contrario.

Cuando Gustavo Dudamel, la gran estrella del sistema, ya es una realidad en el mundo sinfónico, donde dirige habitualmente a las mejores orquestas del planeta, Matheuz es otra nueva esperanza de regeneración salida del sistema que José Antonio Abreu comenzó a estructurar en su país hace 36 años. Los dos, Dudamel y Matheuz, habían probado suerte como futbolistas en el patio de la escuela de Barquisimeto donde ambos se formaron. Pero estaban llamados a marcar goles en los podios. Uno, el mayor, ahora con 30 años, es ya director titular de la Filarmónica de Los Ángeles y de la Sinfónica de Gotemburgo. Matheuz llega a Europa del Sur, a la ciudad que fue cuna de la ópera, para adentrarse en ese género mayúsculo.

No se lo cree todavía. Aunque la primera vez que pisó la ciudad que ahora va a acogerle sintiera algo extraño. Fue en 1998, cuando los niños y jóvenes de la Orquesta Simón Bolívar llegaron a la plaza de San Marcos para rendir homenaje a Giuseppe Sinopoli, el director italiano muerto en acto de servicio mientras dirigía un concierto y que tanto había creído en el sistema. No hay mejor manera que demostrarle la razón que tenía al apoyar aquella enorme cantera potencial de futuro y renovación de la música. Matheuz es hoy una realidad que haría a Sinopoli muy feliz.

¿Qué tiene el sistema para que un chamo de 26 años sea designado director musical de La Fenice, en Venecia?

Básicamente es el método de educación. Yo tuve el privilegio de nacer en Barquisimeto y allí el conservatorio es muy bueno: ha dado grandes maestros, entre ellos Gustavo Dudamel. Venezuela en eso es única. En cada ciudad tienes a mano una orquesta con la que poder practicar todos los días y así es como cuentas con un instrumento de esa dimensión cotidianamente. En Europa, un estudiante de dirección puede probar con una orquesta una vez al mes. Nosotros, todos los días.

Un derroche, en el buen sentido.

Desde luego. Después, si el maestro Abreu se ocupa de ti, ¿qué más puedes pedir? Él es un guía moral para la vida. Te llena de conocimientos, te inculca la misión social, te hace crecer en la necesidad de transformar las cosas con la herramienta de la música.

¿En el sistema no se confunde mucho el verdadero propósito de la música? Para ustedes, ¿qué es más? ¿Un medio o un fin?

La música es las dos cosas. Un instrumento para nuestro crecimiento como personas, pero en el momento del concierto se convierte en un fin en sí mismo. Cuando interpretamos en público logramos la verdadera realización como individuos y como grupo. Acuden nuestras familias, nuestro entorno, compartimos con el compañero, representa una motivación muy fuerte para nuestras vidas, así que es herramienta y fin en lo que el maestro llama un engranaje.

¿Y eso qué es?

Yo veo la orquesta ni más ni menos que como una sociedad perfecta: los violines se complementan con los vientos y la percusión, van dándose relevos, todo debe encajar como un reloj suizo, se logra la comunicación absoluta, la comunión, el diálogo ideal que debería regir nuestras vidas. La música es una especie de perfección infinita en movimiento constante. Siempre puedes esperar algo nuevo de ella.

¿Una especie de perfección a plazos? Hoy un poco, mañana más...

Cada día vas aprendiendo cosas de una obra, madurando, entendiéndola de una manera. La música cambia a medida que crecemos, nos transmite mensajes diferentes, emociones. Yo ahora apenas empiezo a comprender, a descifrar. Uno trata de buscar qué es lo correcto, pero nunca sabrá con certeza lo que los compositores quieren decir, y entonces todo se adentra en una especie de círculo donde va dando vueltas.

¿Así que es una perfección que produce mucha insatisfacción?

Claro. A veces entro a un concierto y quisiera no saber nada de música para disfrutarlo más. No me siento bien analizando los defectos. O veo un vídeo de una actuación mía yme llevo un disgusto. Pero también cuentas con la satisfacción de saber que tienes la capacidad de mejorar. No sé cuántas veces interpretaré la Séptima sinfonía de Beethoven, pero estoy seguro de que siempre resultará diferente, que si quedo plenamente satisfecho no tendrá sentido.

No nos ha quedado clara la idea de perfección por lo que veo.

Es una cosa loca lo que perseguimos, es una perfección imperfecta. Utilizamos un término así para entendernos, pero sabiendo que nunca vamos a alcanzarlo.

Quizá el camino de un director se base en el hecho de ir en su busca.

Mejorar y mejorar, ese es el sentido.

¿Cómo descubre Abreu a los directores?

No lo sé, él tiene un sexto sentido.

¿Es brujo?

Sí, algo así, inexplicable.

Y a usted, ¿cómo se lo notó?

Me lo preguntó un día. Me planteó qué me interesaba aparte del violín. Yo le contesté que la dirección, y me respondió: "Ven mañana y te doy tu primera clase".

¿Cómo fue?

Muy técnica, entramos de lleno en el asunto. Me enseñó cómo mover los brazos, lo gestual, y después entramos en el mundo de la interpretación. Insistió mucho en las bases como fundamento de la libertad.

¿Cómo busca cada director su propio gesto?

Eso es único, como la huella digital. Al principio resulta un tanto artificial, porque piensas en todo. Después llega la naturalidad, pero eso es cuando creas tus bases y las desarrollas. Tiene que ver con cómo sientes la música individualmente.

También puede uno renunciar al gesto, como usted ha hecho alguna vez.

Fue un momento preciso, especial, con la Orquesta de la Radio de Fráncfort, mientras interpretábamos la Cuarta sinfonía de Chaikovski. Lo puedes hacer cuando tienes plena confianza en los músicos. Les di solo una señal y paré; entonces se encendió una chispa y se creó una energía diferente. Pero ya digo, es cuestión de mucha confianza.

Hombre, si no se tiene eso con los músicos de Francfort... Pero a usted, con sus años, cuando le toca ponerse al frente de ciertas orquestas, ¿le tiemblan las piernas?

Al principio me pasaba, pero ahora, con la experiencia, voy más tranquilo. Más que miedo, lo que siento son nervios por la responsabilidad que me inspira la música, los intérpretes y yo mismo.

¿Experiencia, dice? Pero si es usted un chaval.

Ya le digo, los nervios están ahí. Antes de llegar me pregunto, sobre todo, cómo será el sonido, eso es lo bello, cada orquesta suena de forma distinta. El simple hecho de escuchar a los demás, incluso a los que tocan mal, te hace aprender cosas nuevas. Llegas con el ánimo de conquistar, como de seducir a una mujer, con la intención de gustarles, de ver qué puedes hacer. Yo lo equiparo mucho al sentimiento amoroso. Sí, la música es alegría y tristeza al mismo nivel que el que puedes experimentar en una pareja. Una orquesta es como una mujer, con la ventaja de que la puedes moldear a través de la música. Y que con esto no me venga una liga feminista a atacar... Pero debes rondarla con una foto, un poema. Mire Mahler al componer la Novena sinfonía...

Acotaba los márgenes con auténticas declaraciones desesperadas de amor por su esposa, Alma.

Él lo inunda de sentimiento amoroso. Y eso nos enseña a hacerlo todo parte de nosotros, de nuestro ser también. Al menos es mi búsqueda.

No me cabe duda de que estoy ante un romántico.

Completamente. Absolutamente romántico.

¿Para ser buen director es necesario entregarse así a la vida?

Todos tienen ese toque de locura y de conquistadores.

Veo que llegaremos entonces a Venecia como Casanova.

No tanto, afortunadamente tengo una pareja con la que me va muy bien.

Y a Claudio Abbado, ¿cómo lo sedujo?

Muy difícil, él también tiene un sexto sentido para adivinar el talento: quién puede llegar a ser grande y quién no. Le sucedió con Daniel Harding y con Dudamel. Él lo ve, no hace falta seducirlo.

¿Qué destaca de lo que le ha enseñado hasta el momento?

Lo principal: la humildad ante la gran música. La necesidad de estudiarla a fondo para reinventarla. La búsqueda de esa perfección imperfecta de la que hablábamos antes. Claudio es un amigo, un abuelo, un padre. Me ha dado su confianza hasta puntos inimaginables y yo trato solo de devolvérsela con resultados. Con él sé que en cualquier momento debo estar preparado para la batalla porque puede dejarme a cargo de un ensayo con la Orquesta de Lucerna, por ejemplo, formada por los mejores músicos elegidos por él entre las orquestas europeas más prestigiosas, imagínese.

Y ahora, Venecia. Una vez escuché a Simon Rattle decir que los músicos del sistema venezolano tocaban sin mala conciencia. Eso tenía que ver con que sienten poco el peso de la tradición, como en Europa, y les libera. Pero llega usted a La Fenice, el teatro donde Verdi estrenó 'La traviata'. No le digo más... Sienta la presión.

Parece mentira, ¿no? Pensar lo que aprecia hoy el mundo La traviata. Tener la oportunidad de hacer esas óperas y ahí, nunca lo pude imaginar. Solo me ocurren cosas buenas, espero formarme, aprender, atiborrarme a pasta, no veo el momento de que llegue.

También tiene sus cosas malas Venecia, no se haga ilusiones. Esos batallones de turistas. Esa alerta de inundación permanente. Cuidado, no se vaya usted a ahogar... No se fíe.

Uno llega con cierta autoridad, pero con respeto, consciente de lo que hace y abierto al aprendizaje mutuo. Yo sé que la idea de un muchacho que aterriza allí como director con 26 años es un poco descabellada.

Insisto. ¿No tiene miedo?

Sí, por supuesto, siento un ansia. Haré un primer concierto en septiembre con arias de ópera y la Quinta sinfonía de Chaikovski.

Marca de la casa.

No creo que haya en Caracas una orquesta que no pueda tocar la Cuarta y la Quinta sinfonía de Chaikovski de memoria.

¿Por qué cree que las orquestas europeas encuentran en el talento joven de América Latina o de Asia su salvación?

Bueno, eso es relativo. Hay aspectos que yo puedo aportar, quizá esa energía, frescura, pero aprenderé más yo de los músicos europeos que ellos de mí.

¿Le preocupa el sentido competitivo?

La competencia entre los músicos es más sana en Venezuela, de eso sí me he dado cuenta. En el sistema se remarca continuamente que nuestro trabajo busca un objetivo a alcanzar en conjunto. La educación desde la base se centra en eso. No se forman solistas, sino partes de una orquesta. El engranaje, que decía.

Si Gustavo Dudamel ha sido un referente sinfónico salido del Sistema Abreu, usted está llamado a serlo en el mundo de la ópera.

Se están firmando ahora acuerdos con teatros de Italia para fomentar nuestra vocación en la ópera. Yo sé que a partir de ahora el mundo operístico va a cambiar en Venezuela. Pero es un camino que apenas comienza.

Resulta un mundo demasiado complejo, variado y lleno de trampas.

Estoy inundándome de ópera, enamorado de Verdi, de esa música reflejo de las pasiones, altas y bajas, del ser humano. Para ir preparado.

¿La ópera a la música podría ser lo carnal y la sinfonía lo místico?

Es el estudio del género humano más complejo que existe dentro de la música. Lo que hay que buscar en todo momento es naturalidad, no solemnidad, para afrontarlo, al menos en el caso de Verdi, que es lo que me obsesiona ahora.

¿No le asusta su oscuridad?

En cierto modo, sobre todo en los énfasis de Rigoletto.

Guárdese de los directores de escena. Ya le habrá dicho Abbado que ha tenido sus más y sus menos con varios.

Hasta ahora no he tenido ninguna mala experiencia, pero sé de varias de esas historias que se cuentan.

Y los cantantes, el divismo, ¿no le dan respeto? Allí más que seducción va a tener que aplicar cierto dominio.

No creo. Veremos. Por ahora la ilusión puede al miedo.

Tras Miren Arzalluz y Jorge Ruiz (Maldita Nerea), tercera entrega de la serie de entrevistas con mujeres y hombres de la generación que nació con EL PAÍS hace 35 años. Personajes de futuro con un presente sólido.

JAVIER CSESC (ESTUDIO SISSO CHOUELA)

Venezolano de pura cepa

¿Un equipo de fútbol? La selección venezolana. ¿Dos libros para el verano? Gomorra, de Roberto Saviano, y Muerte en Venecia, de Thomas Mann. Tres directores históricos. Herbert von Karajan, Carlos Kleiber y Claudio Abbado. Tres compositores. Mahler, Beethoven y Chaikovski. ¿El defecto suyo que más esconde? La timidez. ¿La virtud con la que más engaña a la gente? La seguridad. Tres películas.

Cinema Paradiso, La vida es bella, Hermanos. ¿Su mayor placer? Estar en Venezuela con mi familia y amigos. ¿Su mayor tortura? Estar lejos de Venezuela. ¿Una banda de rock con la que le gustaría subirse al escenario? U2. ¿Algo con lo que disfruta comiendo? Vitelo tonato. ¿Las vacaciones ideales? En Venezuela. ¿Un vicio inconfesable? No lo puedo decir, je, je, je.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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