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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Washington sin monumentos

Diego A. Manrique

Aviso: conviene armarse de valor para entrar en la sección de novela negra de una gran librería española. De valor y de ropa de abrigo: la mitad de las estanterías tienen carámbanos; los originales acaban de aterrizar desde países nórdicos y todavía están semicongelados.

Asusta también la abundancia de tomos sobre asesinos en serie. Si el planeta está repleto de serial killers aburridos, como aseguran tantos charcuteros literarios, cabría imaginar que algunos acudirán a los supermercados culturales en busca de inspiración para complicar aún más sus retorcidos modus operandi.

Por el contrario, si uno quiere simplemente un libro reciente de los maestros realistas, los expertos en acción imprevisible y diálogos certeros, lo tiene mal. Frustración: solo encuentro un título por cabeza de Elmore Leonard y George P. Pelecanos. Perverso boom de la novela negra: inútil buscar a los colosos ni, por supuesto, sus títulos esenciales. Por el contrario, las estanterías están repletas de mediocridades, reiteraciones, exotismos varios y mucha serie Z.

George Pelecanos es el gran moralista de la novela negra actual

Se intuye el próximo crash: ediciones desordenadas, portadas equívocas, traducciones sospechosas, saturación de basura. Pero esas especulaciones sectoriales pertenecen a otro departamento. Lo que yo deseaba era alentar a la lectura de George Pelecanos, cuyos libros ostentan ya el reclamo obligado: "Por el guionista y productor de la aclamada serie dramática The wire".

Todo vale para vender, supongo, aunque extraña que no mencionen que Pelecanos es igualmente el autor de un par de capítulos de Treme. Tuvo suerte William Faulkner de no vivir estos tiempos de sinergias publicitarias: le hubieran anunciado como "el guionista de El sueño eterno y Tener y no tener". Con foto de Humphrey Bogart.

Como Faulkner, también Pelecanos posee un territorio propio: el Washington urbano. No confundir con el Washington de las noticias, la capital federal de El ala oeste de la Casa Blanca: en sus libros no aparecen políticos, altos funcionarios o grupos de presión. Esos llegan y se van; Pelecanos prefiere los nacidos y residentes en el distrito de Columbia, generalmente de clase trabajadora.

Al igual que Nueva Orleans, Washington es una chocolate city: la mayoría de sus habitantes son negros y pobres. En realidad, el tema central de Pelecanos sería la posibilidad de convivencia entre negros y blancos, personificados en lo que allí llaman una "minoría étnica", los descendientes de griegos duros (como el propio autor), inmigrantes con una sólida ética del trabajo.

Los protagonistas de Pelecanos se desenvuelven por cafés, tiendas de discos o electrónica; en otros libros, han sido policías o funcionan como investigadores privados. Inevitablemente, se encuentran con el Mal: delincuentes despiadados, traficantes implacables y psicópatas, tanto negros como paletos blancos venidos de Estados sureños donde las armas circulan sin restricciones. Y deben salir del aprieto sin recurrir a las fuerzas de la ley, agrupados por imperativos de familia, amistades lejanas, favores prestados, experiencias compartidas. A pesar del decorado metropolitano, estos ciudadanos comparten la ética del western: el sentido de justicia y la necesidad de seguridad les llevan a un enfrentamiento frontal con los malvados.

En el universo de Pelecanos, nadie parece depositar esperanzas en programas sociales. Solo sirven las decisiones individuales, la mano tendida en un momento de apuro, la fuerza de la familia, la lejana posibilidad de colocarse en el mercado laboral gracias a la educación. En el último libro traducido, Sin retorno, incluso se sugiere la salida de alistarse en el Ejército. Ni siquiera los criminales se hacen ilusiones: asumen que, más pronto que tarde, les espera la penitenciaría o la tumba.

Frente a tan sombrío panorama, la cultura popular aporta aliento, iluminación, identidad. Blancos y negros coinciden en canchas de baloncesto, en campos de béisbol. Los protagonistas discuten si hay que colocar a Jimi Hendrix en las estanterías de "rock" o "soul", se preocupan por conseguir vinilos de grupos añejos, hablan sobre la sexualidad de Prince, se inquietan por alguna letra premonitoria de Blue Oyster Cult.

Pocos autores del género noir conceden tanto espacio natural a la música. Aunque eso resulte peligrosamente maniqueo: las preferencias sonoras de los personajes anticipan su catadura moral y su destino final. Los "buenos" son paladeadores del soul dorado, el rock clásico o el primer indie; los "malos" se inclinan por el hip-hop o por esa variedad local del funk denominada go-go. Discrepo, George: el mundo es más complicado que todo eso. Algunos de los individuos más decepcionantes que he conocido, profesionales del prometo-y-no-cumplo, exhibían exquisitos gustos musicales.

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