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Columna
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Extraño matrimonio

Es evidente que, como reza el viejo dicho anglosajón, "la política hace extraños compañeros de cama". Y así lo demuestra una vez más la extraña pareja formada por el conservador David Cameron y el liberal-demócrata Nick Clegg que lideran el primer Gobierno de coalición británico desde 1940. Claro que en 1940 existían pocas alternativas para gobernar al país que no pasaran por una coalición de conservadores y laboristas, -los dos partidos que entonces congregaban el 95% del voto popular-, con Winston Churchill de primer ministro y Clement Atlee de segundo y la adición al gabinete de un ministro liberal. Existía el pequeño detalle de que Reino Unido estaba en guerra con la Alemania nazi. Ahora, los británicos se enfrentan a la mayor crisis económica que ha padecido el país desde la Gran Depresión y que, paradójicamente, condujo en 1931 a la creación de un Gobierno de unidad nacional, encabezado por el laborista Ramsay MacDonald. Un Gobierno que terminó como el rosario de la aurora con el Labour Party expulsando de su seno a los miembros del partido que habían apoyado su constitución. Y el pueblo británico pedía a gritos en la calle y en los medios lo que no había dado a ningún partido en las urnas: un gobierno fuerte, estable y de larga duración para hacer frente a esa precaria situación económica con especial atención a una reducción sustancial de un déficit del 11,6% del PIB.

No hubiera sido fácil vender a la opinión pública una alianza entre dos perdedores
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¿Constituyen Romeo Cameron y Julieta Clegg una extraña pareja? Juzguen ustedes por dos pequeños detalles. En los debates en la Cámara de los Comunes los abucheos de Cameron por los liberales y de Clegg por los conservadores formaban parte del menú habitual. El amor parlamentario entre las dos formaciones de derecha y centro-izquierda era inexistente. Y para arreglar las desavenencias programáticas preguntado Cameron por un periodista en plena campaña electoral "cuál era su chiste favorito", no se le ocurrió otra respuesta que decir escuetamente: "Nick Clegg". Por eso me refería al principio a los extraños compañeros de cama.

En realidad, la conclusión es que la democracia británica, basada en una Constitución no escrita y en los hábitos de siglos de parlamentarismo, ha vuelto a funcionar al servicio del país. La posibilidad apuntada el lunes de un posible pacto entre laboristas y liberal-demócratas, reedición del apoyo parlamentario que permitió gobernar a los laboristas de Harold Wilson y James Callaghan con la anuencia de los liberales entre 1974 y 1979, nunca fue tomada en serio, a pesar de la renuncia de Gordon Brown en un intento de bloquear el acceso al poder de los conservadores. No sólo hubiera sido difícil de vender a la opinión pública una alianza entre dos perdedores -ambos partidos perdieron escaños y los laboristas dos millones de votantes-, sin una mayoría en el Parlamento, sino que, además, la química entre Brown y Clegg era inexistente. Clegg nunca perdonó el tono paternalista con el que el ya ex primer ministro se refería siempre a él en la Cámara. Y para acabar de darle la puntilla, las figuras señeras del laborismo encabezadas por el ex ministro del Interior de Tony Blair, David Blunkett, se opusieron al pacto calificando la decisión de Clegg de iniciar conversaciones simultáneas con los dos grandes partidos de conducta digna de "una meretriz". Y un comentarista del diario de centro-izquierda The Guardian comparó a Clegg con "un bígamo". Palabras mayores en un país donde la costumbre impide utilizar insultos en el lenguaje político y donde, en el Parlamento, en lugar de acusar a un diputado de mentir el adversario dice que "el Muy Honorable caballero utiliza una lexicografía equivocada".

Clegg ha conseguido concesiones importantes de los conservadores en materia fiscal, en educación y, sobre todo, un referéndum sobre la reforma electoral que no es el sistema proporcional que deseaban, pero es más justo que el actual. Cameron ha cedido mucho y algunos diputados conservadores probablemente le pasarán factura. Pero Cameron ha conseguido lo que desea todo político: el poder para él y los puestos clave del Gabinete, Asuntos Exteriores y Hacienda, para su partido, Hace falta ver qué funciones exactas se asignan a Clegg como viceprimer ministro. Si va a ser una figura ceremonial para sustituir al líder en sus ausencias al exterior tipo vicepresidente de EE UU o si, por el contrario, va a tener mando real. En todo caso, Europa gana con Clegg. Su influencia en el gabinete puede servir de contrapeso al euroescepticismo tory, representado principalmente por el nuevo secretario del Foreign Office. William Hague. Un último apunte. Ambos líderes se han comprometido a mantener la coalición durante cinco años, el periodo parlamentario máximo establecido en Reino Unido. Es la estabilidad que prometen para hacer frente a las reformas que necesita el país. La pregunta es que, si triunfan en sus proyectos, ¿para qué quieren los británicos dos partidos que van a mantener en las elecciones sus distintos programas si se pueden apañar con uno?

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