El capitalismo funeral
Imagino perfectamente a Jordi Socías, el señor de la foto, despertándose una mañana con la sorpresa de estar vivo. Estoy vivo, coño, estoy aquí. Podré seguir comiendo y bebiendo con la gente (o solo, que tampoco está mal), podré pasear por las ciudades y sentarme en la terraza de las cafeterías y disfrutar de los rostros y de los cuerpos de los transeúntes. Qué variedad de narices, de orejas, de posturas, de expresiones, de miradas. Estoy vivo. Viajaré, me asombraré de nuevo, dormiré en hoteles con bares secretos. Observaré cómo se mueven los políticos, los artistas, los inmigrantes, los fruteros, los adolescentes Hablaré por teléfono, pondré correos electrónicos, enviaré mensajes de móvil, conversaré con otros o conmigo mismo (que tampoco está mal).
El señor de la foto había vuelto del hospital, donde le habían manipulado, suponemos, del corazón. Pero despertó de la anestesia, y fue dado de alta, y llegó a su casa y, todavía malito, se metió en la cama. Pero hete aquí que al día siguiente se descubrió, vivo y desgreñado, en el espejo del cuarto de baño, de modo que tomó una cámara pequeña, como el que coge un Bic naranja punta fina, y escribió la obra maestra que ustedes aprecian. Es ver esta foto y sentir la tentación de llamarle para hacerle saber que se trata del desnudo más potente que uno ha contemplado en su vida. Observen el conato de sonrisa del que apenas puede contener la alegría de continuar aquí. Pero no se pierdan, sobre todo, la elegancia de esos cuatro dedos que ha colocado sobre la máquina de fotografiar para escribir este epitafio inverso.
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