_
_
_
_
_
PERSONAJE

La soledad desnuda de Israel Galván

Quino Petit

El bailaor está solo. Viste de negro. Pantalón ajustado. Culo prieto. Cabello humedecido con laca. Encima de su extraño semblante, ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco, ni joven ni viejo, la bóveda del pórtico columnario del sevillano Casino de la Exposición de 1929. Y sobre ella, retumbando como un tiroteo, el "taca-tacatá" del trepidante zapateao.

Israel Galván dibuja perfiles con enjundia. Congela las manos en el aire. Sus pulgares levantados equilibran la pose. Nijinski aflamencao. Belmonte trágico. Triste y oscuro. Ni vivo ni muerto. Empapado de insomnio. Su sola presencia pone el corazón en un puño. Le rodea una cohorte de artistas, comisarios y demás invitados por Rafael Ortiz a finales de 2009 para celebrar el 25º aniversario de su galería de arte en Sevilla. El afortunado centenar de espectadores contempla en absoluto silencio el Solo de Galván. Cuarenta minutos de pura performance siempre representada al margen de teatros y escenarios al uso. Monólogo de danza sin música a ras del suelo. En la más desnuda soledad. "Mi Solo es un zoológico de animales; están todos mis espectáculos metíos. Es una banda sonora de zapateao y de cuerpo que interpreto en lugares que tienen algo especial. El instrumento soy yo. Bailar en silencio me ha llevado a intentar que suene cada rincón de mi cuerpo".

"Para mí ha sido fácil meter el clima del Apocalipsis en el flamenco. Desde pequeño he visto imágenes apocalípticas"
"Yo no quería ser el mejor bailaor, sino contar cosas. La libertad que no podía tener en la vida la encontré en el escenario"
Más información
"Parece que aquí te miran con ojos más inteligentes"

hablar con Israel Galván (Sevilla, 1973), premio Nacional de Danza 2005 y uno de los bailaores más singulares de la escena flamenca, merece tomarse un tiempo. No hace falta resaltar aquí su verbo entrecortado, tartamudeo que bebe de la timidez y viceversa. Lo importante es dejarle respirar para que discurra la lucidez. Conversamos en el salón de su casa, en el sevillano barrio de La Macarena, horas antes de interpretar el Solo bajo la bóveda del Casino de la Exposición. Nos separan dos platos de pasta con brócoli y setas preparados por su esposa, Zenaida, de 34 años. Galván viste con aire entre sport y descuidado. Pelo revuelto, barba de varios días y un rostro que derrocha agotamiento. "Desde hace años, el insomnio me persigue en las noches antes de bailar. Se convirtió en una fobia. He empezado a visitar a una psicoanalista. Todavía no estoy curado".

La casa de Israel Galván parece de otra persona. De hecho, su padre es el dueño. Y aunque no vive aquí, ejerce como tal. Suya es la elección del mobiliario clásico. Y suya es también la idea de colgar en las paredes del pasillo que conduce a un patio interior carteles de actuaciones de su hijo en España y el extranjero; en Francia, sobre todo, donde público y crítica le veneran. Estas ilustraciones de aire vanguardista contrastan con la estética cañí de unas fotos en blanco y negro de los padres de Israel, los bailaores José Galván y Eugenia de los Reyes, enmarcadas al otro lado del pasillo junto a una mesa y unas sillas de caseta de feria. "Zenaida y yo tenemos nuestra casa a las afueras de Sevilla", explica Israel. "Pero seguimos aquí por nuestros hijos, Jacob y Milena. Su cole está muy cerca. Van niños de padres muy hippies, con muy buen ambiente". Al final del patio interior de la vivienda, junto a la escalera de subida a las plantas superiores, una puerta abierta invita a asomarse a una sala forrada de espejos en los que se reflejan varios ataúdes.

Estas cajas hexagonales de madera de pino sin barnizar que presiden el estudio de Israel Galván forman parte del atrezo de su último espectáculo: El final de este estado de cosas, redux. "Un día, mientras yo ensayaba, mi hijo se quedó dormío en uno de esos ataúdes. De repente me di la vuelta y lo vi ahí dentro, con los ojos cerrados… La preparación de este montaje ha sido un exorcismo de fantasmas…, una sensación de yuyu quitao…, una terapia de tumbas".

Porque El final de este estado de cosas, redux habla de muerte, de guerra, de desolación. Bebe del Apocalipsis, con guiños que van desde el cine de Coppola hasta la danza japonesa butoh o la tarantella italiana, pasando por la siguiriya, el villancico jerezano o incluso el heavy metal del grupo Orthodox. Concebida inicialmente como una obra de tres horas y reducida a la mitad de tiempo, lleva un año y medio cosechando éxitos en España y Francia desde su estreno en la Bienal de Flamenco de Sevilla de 2008. "Para mí ha sido muy fácil meter el clima del Apocalipsis en el flamenco", asegura Galván. "Es un sentimiento que he tenido siempre, de alegría y miedo a la vez. Recibí una crianza en la religión y el miedo, una enseñanza perfecta del terror que puede ocurrir el día de la furia de Dios. Desde pequeño he visto muchas imágenes apocalípticas. Mis padres me llevaban con ellos a los tablaos y me sacaban a bailar. '¡Que salga el niño!', gritaba la gente. Y me tiraban billetes. Vivía el flamenco de los camerinos. Las bailaoras me pedían que les subiera las faldas, veía a transformistas, jugaba a las máquinas tragaperras…, y por la mañana estudiaba la Biblia. Imagínate, por las noches, los cantaores chillando: ¡Aaaaay! Y al día siguiente, el Apocalipsis, primer lamento. Ahí estaba tó. Si no hubiera tenido tan asimilado el Apocalipsis, me habría salido un espectáculo más efectista, con caballos, luces y cosas así".

-Aquellas enseñanzas de la Biblia empezó a recibirlas en casa de sus padres, que son testigos de Jehová. ¿Qué papel juega hoy la religión en su vida?

-Importante. Me he criado en ella, pero no me bauticé en la fe de los Testigos de Jehová al llegar a la mayoría de edad. No me veía con fuerzas para ser un buen representante. La religión es una conciencia que estará ahí siempre. No me considero, por tanto, una persona libre.

-¿Le obsesiona la muerte?

-Digamos que no soy maduro en este aspecto. Puede que bailar sobre una tumba en el escenario sea un psicoanálisis perfecto para no tener miedo a estar dentro.

el mejor aperitivo antes de una jugosa conversación con Israel Galván es un encuentro con Pedro G. Romero (Aracena, Huelva, 1964). Creador multidisciplinar e iconoclasta, es el responsable de la dirección artística en los espectáculos del bailaor. Su compadre y fuente de muchas inspiraciones. La cita es en una abacería de la plaza del Pumarejo, cerca del domicilio de Galván. Aquí no llega el tranvía. Ni el metro. Ni las peatonalizaciones que han modernizado el perfil de las principales arterias del centro de la capital andaluza. Al Pumarejo no ha llegado nada de todo eso. Entre sus moradores se encuentran los mismos yonquis y extraviados ociosos de siempre. La vida sabe aquí a litrona y huele a polen de Ketama. Al otro extremo de la plaza, un guardia de seguridad flanquea la entrada al centro de salud. En el número 3 permanece alzado el palacio del siglo XVIII convertido en emblema de la lucha vecinal sevillana. Curiosamente, un cartel junto a la entrada al Centro Vecinal Pumarejo anuncia para esta noche de invierno la proyección de Roma, città aperta. Neorrealismo puro; no televisivo, que diría cualquier iluminado contemporáneo.

pedro g. romero hace acto de presencia en la abacería de la esquina del Pumarejo pasada la una de la tarde. Grandullón y ojeroso, alterna sorbos de Cruzcampo con el recuerdo de vivencias junto a su amigo y compañero de batallas escénicas. "La primera vez que vi bailar a Israel fue en 1996. Le daba la espalda al público. Había despuntado en la compañía de Mario Maya y ya tenía una manera distinta de estar en el escenario. Mi cuñada, la directora de escena Pepa Gamboa, nos puso en contacto. Y empezamos a desarrollar un laboratorio de ideas que arrancó con ¡Mira! Los zapatos rojos, una versión del cuento de Andersen. En aquella época triunfaban Joaquín Cortés, Sara Baras… Nosotros quisimos partir desde cero, trabajar la modernidad en el propio flamenco".

Y se armó la marimorena. El primer espectáculo de Israel Galván se estrena en la Bienal de Flamenco de Sevilla de 1998. En mitad de la representación, el bailaor se queda literalmente paralizado. Manuel Soler, encarnado en el mismo demonio para darle réplica en el escenario, se ve obligado a empujarle hasta que arranca a zapatear. Sin parar. Como un loco. Exactamente como ese Félix El Loco de principios del siglo XX a cuyos legendarios arrebatos danzantes homenajeaba aquella ópera prima con la que arrancó la división de opiniones entre el respetable. La ortodoxia más recalcitrante empuñó el hacha de guerra. "Tu hijo se está perdiendo", advertían los más críticos al padre de Israel. "Es que yo gustaba a la gente cuando estaba con Mario Maya y ganaba concursos", recuerda el aludido. "En la Bienal de 1998 todos esperaban ver de lo que era capaz en mi primer espectáculo solo. Había sentido una especie de unión personal y artística con Pedro G. Romero. Con Mario Maya ya vi mucho Lorca; con Pedro lo conocí todo. Buñuel, Duchamp… Todo. Se convirtió en mi universidad intensiva. Me di cuenta de que yo no quería ser el mejor bailaor. Quería contar cosas, apartarme del resto".

Le costó caro. Desde las tablas presenció en varias ocasiones cómo algunos espectadores de ¡Mira! Los zapatos rojos abandonaban sus localidades al grito de: "¡Mamarracho!". "Todo eso me llevó a hacer la adaptación de La metamorfosis, de Kafka, en 2000. Me sentía un bicho raro, reflejado en Gregor Samsa. Decidí imitar a los artistas más personales: Enrique El Cojo, que estaba jorobao, o Vicente Escudero. Mi propia familia empezó a decirme: '¿Qué estás haciendo?'. Aquello me hirió. Con mis padres hubo distanciamiento. Él tenía un estilo de Farruco y yo quería partirlo. La única manera de hacerlo era ser yo mismo. La libertad que no podía tener en la vida la encontré en el escenario".

Galván recuerda que cuando era pequeño la libertad consistía en algo muy sencillo: "Yo quería ser un niño normal". Pero la academia de baile de su padre ejerció desde muy temprano un irresistible poder disuasorio. "Él me obligó a ir a su academia. Hice unas pruebas en el Betis, pero no me dejó seguir con el fútbol. No llegué a terminar la EGB. Repetí el último curso y me llevaron a Japón, a Nimes… Ya estaba bailando. Además, mis padres no querían que fuera con otras compañías que no compartieran sus creencias. Eso me creó un conflicto mental. Tenía 17 o 18 años, sin la fluidez ni la libertad para salir con una niña o ir a la discoteca. Así que me encerré en el baile. Empecé a ensayar como un loco, y mi padre me llevó con la compañía de Mario Maya. Aquel trabajo sádico dio sus frutos".

para pedro g. romero, la técnica de Israel Galván hoy es "enorme"; "pero lo que a él más le interesa es la propuesta. Hay un largo proceso de rastreo arqueológico del flamenco. Hemos recuperado fotos antiguas de bailaores para explorar en ellos. Galván tiene una modernidad asumida. Ha visto a Pasolini en clave coreográfica, sin saber quizá que Pasolini pretendía recuperar la coreografía de Giotto o Piero della Francesca". Como argumenta el filósofo francés Georges Didi-Huberman en un ensayo sobre Galván titulado El bailaor de soledades (Pre-textos): "Es un bailaor anacrónico: un bailaor de gestos demasiado antiguos para ser reconocibles, un bailaor de gestos olvidados, o sea, de gestos nuevos, un bailaor en la edad del cinematógrafo…".

Ha exudado sus obsesiones durante el último decenio en exitosos y no menos polémicos espectáculos como Galvánicas (2002), Arena (2004), La edad de oro (2005), Tábula rasa (2006) y su Solo estrenado en 2007 en la Cinémathèque de la Danse de París. Con todos sigue viajando por el mundo. Pero reconoce que no fue hasta el estreno de El final de este estado de cosas, redux, que en mayo representará en el Théâtre de la Ville parisiense, cuando comenzó a sentir una conexión más plena de la grada con su inclasificable universo creativo. "Creo que hoy la gente ya sabe lo que viene a ver. Y mi relación con el público también ha cambiado. Ya no le veo como a un enemigo, quizá por eso al principio le daba la espalda. Haber tocado el Apocalipsis y comprobar su aceptación ha sido definitivo".

entre la ecléctica nómina de intérpretes con los que Galván ha colaborado a lo largo de estos años está el cantaor jerezano Diego Carrasco, para quien "Israel dejará constancia de algo... Y eso ya es importante. Me encanta su libertad. El flamenco no sólo es la soleá o la bulería; el flamenco es el mundo". Otros, como Kiko Veneno, en cuyo nuevo disco, Dice la gente, ha participado el bailaor, piensan que "su investigación le aleja del flamenco, pero le acerca a un arte más universal". A Veneno le interesa mucho "su sentido del ritmo: Israel para el tiempo… llevándolo".

Así es la paradoja estética de Israel Galván. Guarda silencio ante los que dicen que su arte no es puro. "Porque yo no soy farruquero, ni de Manolete, ni de Gades. Yo soy mío".

-Al fin y al cabo, ¿qué es la pureza?

-El individuo que cree en sí mismo. Y en su manera de expresarse. Todo el que se atreva a hacer una impureza es puro.

-¿Y qué es el silencio, Israel?

-Cuando bailo, el silencio es mi momento. Mi refugio. Al estar solo, en el alambre del silencio, es cuando me siento más fuerte de espíritu.

El bailaor Israel Galván
El bailaor Israel GalvánISABEL MUÑOZ

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Quino Petit
Es redactor jefe de Comunicación y Medios en EL PAÍS. Antes fue redactor jefe de España y de 'El País Semanal', donde ejerció como reportero y publicó crónicas y reportajes sobre realidades de distintas partes del planeta, así como perfiles y entrevistas a grandes personajes de la política, las finanzas, las artes y el deporte

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_