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Crítica:DANZA | Festival de Otoño
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Enigmas y humores

Se hacen muchos chistes sobre belgas (incluso en Bélgica), tal será la fuerza del enigmático humor que generan. Pero también hay belgas sin humor, como en todas partes. El festival de otoño ha traído una de cal y una de arena. La cal viva es Anne Teresa y la arenilla en los ojos es Lauwers.

Rosas danst Rosas ha sido repuesta a 25 años de su estreno. Probablemente esta pieza, que ha envejecido lo normal, ni más ni menos, debió ser presentada en otro contexto. Digamos, por ejemplo, que en la temporada 1983-84 en que Keersmaeker debutaba, William Forsythe estrenaba Artifact en Frankfurt y Pina Bausch, unos meses antes, Walzer en Wuppertal, además de girar con sus piezas con sillas (muchas sillas), como Café Müller, entre otras. Hoy, lanzada a la escena actual, la pieza de la belga no resiste el tiempo, se la come la transparencia de su ingenuidad medular y estructural. El duro sometimiento a la consonancia (no exento de crueldad coreográfica y de cierto tufo gratuito) con 30 minutos de silencio seguidos de 20 de dura percusión electroacústica y otra vez silencio, es fórmula que se agota en sí misma, que trata de erigirse relectura en ensemble, prosecución de falso canon que retorna al unívoco, como término que calca significado en las cuatro actuantes. Es una experiencia fría, calculada en su dramatismo plúmbeo y de luz rasante que dejó huella entonces, pero como tantas otras cosas, hoy son archivo.

ROSAS DANST ROSAS

Coreografía: Anne Teresa de Keersmaeker. Música: Thierry De Mey y Peter Vermeersch. Teatros del Canal. 11 de noviembre.

ISABELLA'S ROOM

Dirección: Jan Lauwers (Needcompany). Música: Hans Peter Dahl y Maarten Seghers. Teatro Español, Madrid. 12 de noviembre.

Una de cal y una de arena: la cal es Anna Teresa y la arenilla en los ojos, Lauwers

Igual que hay una moda de no peinarse (y de que el pelo parezca mate y sin brillo) hay otra similar en el teatro contaminado de danza: que la escena parezca sucia, atestada de cacharros y si es posible, con una capa de churre. Ambas tendencias son en el arte cosa antigua, desde los mendigos de Murillo o los delicuentes de Caravaggio a los amontonamientos de ropa vieja de Pistoletto. ¡Cuánta razón arma el señor Lauwers al reconocer que no es coreógrafo! Diría que es más bien un mago, pero no de los que desaparecen cosas, sino de los que las hacen sólo aparecer. En Isabelle's room se venga de su padre, y su humor correoso poco a poco entretiene, libera el enigma, pero carece de todo significado artístico reseñable. Diez personas, incluido el autor, hacen el indio durante dos horas, hablan, algunos saltan a destiempo, y una buena actriz monologa sobre un personaje patético y enternecedor. Especie de vodevil anárquico en el marco enfermizo del coleccionismo y el miedo a la muerte, el resultado es tan desconcertante como que deja al descubierto los trucos del prestidigitador.

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