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Reportaje:

Jueces en el banquillo

María Mariscal de Gante es la secretaria judicial del Juzgado Central de Instrucción número 3 de la Audiencia Nacional. Parece encantada de que El País Semanal haga una aproximación al trabajo de los jueces y de los juzgados, y busca con presteza los datos que le pide el magistrado Fernando Grande-Marlaska. Ella es la autoridad más importante de este juzgado después de Grande-Marlaska. Estamos en el despacho del juez, una estancia amplia y antigua a la que se accede por pasillos repletos de armarios metálicos que guardan cientos y cientos de carpetas. En los estrechos distribuidores, la gente aguarda para prestar declaración o reunirse con el titular del juzgado.

Los tribunales son la institución del Estado peor valorada por los ciudadanos españoles, y los jueces son su cara más visible. El 18,2% de los ciudadanos, según una encuesta oficial, no tiene confianza alguna en ellos. Antes de posar pacientemente para la fotógrafa, Grande-Marlaska reflexiona en voz alta: "Tenemos que aprender de esa desconfianza justamente nosotros, los jueces, que nos quejamos de la justicia como uno de los actores que somos. Los ciudadanos ven fallos y claras injusticias, y hay una falta de respuesta en tiempo. Hemos tenido un déficit de comunicación sobre qué hacemos, cómo lo hacemos y con qué medios".

Lo que irrita es la comparación entre la modernidad del país y el atraso de los juzgados

El edificio que aloja el Ayuntamiento de Navalcarnero es propio de la octava economía del mundo. La fachada está acristalada y se accede al interior desde una plaza remodelada decorada con escultura y una magnífica escalinata de piedra. A sólo 500 metros de este lugar están los juzgados del pueblo. Entrar en ellos es regresar al pasado. No hay sala de espera. Abogados, testigos, guardias civiles, denunciantes e imputados se apiñan en los distribuidores y pasillos, sin luz, sin ventilación alguna, para hacer esperas interminables propias de otras latitudes. Algunos de los que esperan han conseguido ocupar las pocas sillas disponibles que hay claveteadas al suelo. Una máquina expendedora de bebidas les ofrece algo fresco. Les han citado a las 9.30, a las 10.00, a las 10.20, pero son las 12.00 y siguen esperando. Un abogado de oficio, indignado, amenaza con marcharse y pide explicaciones a una funcionaria de vaqueros, camiseta de tirantes y lomo tatuado que sortea a los grupos como puede llevando y trayendo carpetas repletas de papel.

Sólo su aspecto y sus coloridos tatuajes y algunos ordenadores en las mesas de trabajo dan un toque de modernidad a este lugar, en el que el parqué está erosionado por el tiempo y las paredes son de amarillo pálido al gotelé. Las estanterías con papeles reducen los espacios, y los cables recorren desordenadamente suelos y paredes. Las mesas y las sillas parecen haber sido rescatadas de los contenedores de basura. El Gobierno de Esperanza Aguirre, responsable de las instalaciones y el material de este lugar, no parece haber puesto mucho empeño en adecentarlo y modernizarlo.

En su despacho, la juez Ana Rosa Bernal, junto a la fiscal, se pelea con el ordenador y la impresora, que no funcionan bien. A lo largo de la mañana deben celebrar ocho juicios rápidos y un juicio por un hurto cometido en el centro comercial próximo de Xanadú. Es lunes. La fiscal va de despacho en despacho buscando un ordenador en el que redactar sus escritos de acusación, aunque trae la mitad del trabajo preparado. ¡Menos mal! Finalmente, logran iniciar el juicio por el hurto al mediodía en la sala de vistas. Después, en el despacho, y ya sin togas, celebrarán uno tras otro los juicios rápidos.

Juez y fiscal usan indistintamente el ordenador, pero su lenguaje es alambicado y solemne cuando imputados y abogados participan. "Con la venia, señoría", contesta la fiscal cuando la juez le da la palabra para interrogar al imputado, "consideramos suficientes las diligencias practicadas". Sin embargo, la puesta en escena es sencilla: la juez, en su mesa; la fiscal, en una silla, en un lateral, y la funcionaria que toma nota, junto a ella. Al otro lado de la mesa, el imputado y su abogado.

Ana Rosa Bernal lleva ya tres años en este juzgado y, aunque no pertenece a ninguna asociación, apoya la huelga de los jueces porque cree que llevan demasiado tiempo reclamando solución a sus problemas, y éstos, en lugar de arreglarse, empeoran. Hoy ha llegado al juzgado a las 8.45, después de una guardia de siete días que obliga a estar localizable día y noche. No saldrá a tomar café. No se tomará un respiro hasta pasadas las cuatro de la tarde. Los juicios rápidos son un pequeño avance. Apenas duran 15 o 20 minutos y, además, enjuician delitos cometidos el día anterior o dos o tres días antes. Pero también es cierto que se aplican a nuevos delitos como los de conducir bebido o romper la orden de alejamiento en caso de una mujer maltratada.

Hay avances. Por ejemplo, muchos juicios se graban en vídeo, lo que permite agilizar las declaraciones y revisarlas después. Un fiscal, dada su carga de trabajo, incluso puede participar por videoconferencia. Eso ocurre en Torrelaguna (Madrid). Pero, en general, y a pesar de tales avances, los profesionales y los ciudadanos afectados por la justicia están obligados a viajar por el túnel del tiempo. La escasa informatización del sistema ralentiza y encarece todos los procedimientos hasta límites exasperantes para los ciudadanos, pero también para abogados, funcionarios, fiscales y jueces. "Lo que irrita es la comparación entre la modernidad del país y el atraso de los juzgados", admite Julio Pérez, abogado y secretario de Estado de Justicia (el segundo de a bordo del Ministerio) hasta hace dos semanas.

En un país en el que la Administración de Hacienda elabora automáticamente la declaración de la renta de millones de ciudadanos, los 3.178 juzgados son islas desconectadas entre sí. Así que es más que probable que sea más fácil burlar a la justicia que al erario público. Aquí, los ejemplos son numerosos. "Si un juez de Bilbao ha requerido a una persona por algún motivo y a ésta la detienen en Córdoba, a los funcionarios andaluces no se les alertará de que en el País Vasco lo están buscando. Es una herramienta con la que cuentan las Fuerzas de Seguridad del Estado. Deberíamos tenerla nosotros", explica el juez decano de Bilbao, Alfonso González-Guija.

Dos días antes de la huelga de los jueces, el Ministerio de Justicia presentó el registro de medidas cautelares, sentencias no firmes y requisitorias que terminará definitivamente con esta tremenda laguna en la jurisdicción penal. Pero dos semanas después, Grande-Marlaska aún no dispone del nuevo registro, y en los juzgados de primera instancia, de momento, ha multiplicado el trabajo: los funcionarios están metiendo los datos.

La juez de vigilancia penitenciaria de Málaga con competencias en la cárcel de Alhaurín de la Torre, María Teresa Guerrero, tiene actualmente a 32 presos con orden de busca y captura. Si alguno de ellos se entrega en una cárcel diferente, lo que no es raro, ella no se enterará de forma automática. Así que entra dentro de lo posible, y así ha ocurrido, que el preso cumpla su condena y que, cuando salga en libertad, la policía le detenga de nuevo porque la orden de busca y captura sigue vigente. "Para evitarlo, estamos continuamente oficiando para saber si han reingresado o no. Oficiamos con la policía y la Guardia Civil y comparo con lo que tengo", explica Guerrero en el taxi que la lleva a la cárcel cada semana.

El Estado de las autonomías ha generado situaciones fuera de toda lógica, que los programas informáticos no sean compatibles entre sí. Desde el Gobierno central se está ampliando el sistema Lexnet, que es como un correo electrónico mucho más seguro para que los juzgados puedan reducir papel y hacer, como ya hacen algunos, muchas notificaciones vía Internet. Casi 10.000 abogados, procuradores y funcionarios lo están utilizando ya. Pero Franz Kafka seguiría encontrando en nuestro sistema judicial una inagotable fuente de inspiración. Porque al tiempo que se instalan herramientas informáticas para conectar a juzgados de Bilbao con los de Córdoba, resulta que juzgados separados por una sola pared viven tan desconectados como si la distancia entre ellos fuera sideral. "Nosotros metemos en nuestro sistema informático un nombre de alguien que está en búsqueda y sólo encontramos lo que tenemos en el juzgado, no lo que haya en los otros juzgados centrales (seis en total) de la Audiencia Nacional", explica Fernando Grande-Marlaska. La fiscal Gabriela Bravo, portavoz del máximo órgano de gobierno y control de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, asegura que con los 90 millones de euros que el Gobierno ha prometido, la justicia estará interconectada en 2010.

Esto demuestra que, mientras tanto, uno de los fallos achacables al caso de la niña Mari Luz sigue sin resolverse un año después de aquella tragedia. El juez de Sevilla Rafael Tirado condenó en 2002 a Santiago del Valle a dos años y nueve meses por haber abusado, presuntamente, de su hija. Dos años más tarde, otro juzgado de Sevilla condenó a Del Valle a dos años por abusos a otra menor. Tirado no tuvo por qué enterarse. De haberlo hecho, habría sido más consciente de la peligrosidad del imputado. Quizá se hubiera tomado más molestias por impedir que Del Valle siguiera en libertad cuando el 13 de enero de 2008 asesinó, presuntamente, a Mari Luz.

Hay más ejemplos kafkianos. María Teresa Guerrero acude cada semana a la cárcel con la secretaria judicial y un agente. Los tres van cargados de papeles. Reciben hasta a 60 reclusos en una mañana. Antes de salir del juzgado, un funcionario consulta los datos de cada uno y escribe un resumen a mano. Es un trabajo absurdo, habida cuenta de que la Junta de Andalucía le ha proporcionado a la juez un ordenador portátil en el que podría consultar esos datos directamente cuando tenga al recluso delante. ¿Cuál es el problema? "En el portátil no tenemos el programa Adriano con el que trabajamos en el juzgado. Lo hemos pedido, pero nos dicen en la Junta de Andalucía que no. Que no puede ser. Así que ahí está el portátil, en el despacho, obsoletándose", bromea Guerrero.

José María Fernández Seijo, juez mercantil de Barcelona, trabaja a veces en casa por las tardes, pero con su ordenador tropieza con un problema fundamental: el software de su juzgado no reconoce el programa Word. Tampoco puede escanear en sus documentos logos y marcas, asuntos sobre los que dirime cada día.

Nuestro sistema judicial demanda papel. Mucho papel. Lo exige incluso la ley, pues muchos de los documentos deben ser los originales y no estar manipulados. En la Audiencia Nacional, como explica Grande-Marlaska, hay causas que superan los 20 o 30 tomos que podrían entregar en un CD a las partes si dispusiera de los medios para digitalizarlos. "Estamos inundados de papeles. Manejamos expedientes de mil páginas", corrobora la abogada de Barcelona Carmen Fernández. Papel en los pasillos, en las mesas de los funcionarios, en las maletas con ruedas de los jueces, y hasta en los carros de la compra que circulan por nuestro sistema judicial. "La manera de gestionar papel aquí es del siglo XIX", asegura Fernández Seijo, y ello a pesar de que él es en cierta forma afortunado.

Le ha correspondido el concurso de acreedores (antes, suspensión de pagos) de la promotora inmobiliaria Habitat. En su despacho se acumulan ya 30 carpetas con documentos, pero la empresa le ha facilitado casi todo en un pendrive, lo que le simplifica el trabajo. El juicio del 11-M marcó un precedente. Ahí, el ministerio se volcó y digitalizó todos los documentos contenidos en los 2.000 archivadores del sumario. Así facilitó el trabajo de jueces, fiscales y letrados, y se redujo drásticamente el tiempo que habría durado la vista.

Hasta que tal sistema se generalice, la papirofilia de nuestro sistema seguirá alargando y encareciendo los procesos. "Los procuradores son mensajeros procesales. Se encargan de traer y llevar papeles, lo que nos encarece los trámites a nosotros y, por tanto, a los clientes", explica un abogado que prefiere mantener el anonimato.

Pero al margen del soporte en el que se consulten, los documentos hay que revisarlos, consultarlos y trabajarlos. Hay que escuchar a las partes y tomar decisiones cruciales para la vida de las personas. Y los jueces aseguran sentir el peso de la responsabilidad con el estrés añadido de no dar abasto. Juan Manuel Larios es un buen ejemplo de ello.

Larios es el único juez de Torrelaguna y alrededores. En total, 42 pueblos dispersos de la llamada sierra pobre de Madrid. La vocal del Consejo del Poder Judicial, Margarita Robles, nos ha recomendado visitarle para comprobar la casi insoportable carga de trabajo de este juzgado. Con sólo dos años y medio de experiencia, a Larios le toca dirimir todo tipo de demandas y delitos: desde violencia doméstica hasta una muerte en carretera, desde un conflicto en una comunidad de vecinos hasta problemas de lindes o de registro civil. Muchos días dice pasarse hasta dos horas seguidas firmando papeles.

Para este juzgado, el Poder Judicial estableció un máximo de 2.500 asuntos penales al año, pero tuvo que resolver 3.260. En procedimientos civiles, también está por encima de lo razonable. El trabajo aquí es trepidante y el lugar superaría a duras penas una inspección sanitaria. La crisis económica ha venido a empeorar las cosas. En el de Fernández Seijo está entrando en una semana lo que antes entraba en un mes.

¿Cómo controlar todo? ¿Cómo digerir tanto trabajo y tanto papel? Es una situación que los jueces aseguran que es general y que explica, en parte, el fallo del juez Tirado. Una vez que su sentencia contra Santiago del Valle fue firme, en 2005, Rafael Tirado dictó, en enero de 2006, providencia de ejecución de sentencia. Todo parece indicar que ni él ni su juzgado se ocuparon de que Del Valle ingresara en prisión.

"La sensación que hay entre la mayoría de los jueces es que lo de Tirado nos podía haber pasado a cualquiera. Es prácticamente imposible estar en todos los asuntos", dice desde su despacho de Bilbao González-Guija. "Nos podía haber pasado a cualquiera", confirman Guerrero, Larios y Bernal. Sólo Fernández Seijo se desmarca claramente: "Lo ocurrido es muy grave. No tiene excusa".

¿Pero por qué hay tanto trabajo en los juzgados? ¿Es verdad que todos están tan saturados? ¿Es cierto que se necesitan más jueces? En España hay 4.543 jueces. Cada año, la plantilla se está ampliando en unos 150. Pero las asociaciones más beligerantes a favor de la huelga del pasado 18 de febrero (la Francisco de Vitoria y el Foro Judicial Independiente) insisten en que no son suficientes y manejan un dato espectacular: en España hay sólo 10,1 jueces por 100.000 habitantes, frente a la media europea, que es de 19,8. En Alemania hay 24,5.

Esos jueces no comentan, sin embargo, que en Francia (11,9) e Italia (11), la proporción es muy similar a la española y olvidan comentar que el nivel de informatización del sistema judicial español es mayor que el alemán. No dicen tampoco que mientras aquí hay más jueces cada año, en Alemania ocurre justamente lo contrario.

Según ese mismo estudio del Consejo de Europa que ellos manejan (Sistemas judiciales europeos), los jueces españoles son los que cuentan con un mayor apoyo de personal. Sólo Malta nos supera. En España hay 9,1 trabajadores del sistema por cada juez en activo. En Alemania sólo hay 2,9, y en Francia, 2. Entonces, ¿cuál es el problema del atasco y la lentitud? "El modelo. El problema es el modelo", dice Julio Pérez todavía desde su amplio despacho del Ministerio de Justicia. "En las unidades judiciales se trabaja como se hacía antiguamente en las sucursales bancarias, donde una multitud de empleados atendían a los clientes. Hoy, una sucursal está totalmente digitalizada y no hace falta tanto personal. Hay gestiones que se pueden hacer más rápido a través del cajero automático o de Internet. El problema es que es más complicado cambiar el modelo en justicia que en un banco".

En ese nuevo modelo de modernización están trabajando el Ministerio de Justicia y el Poder Judicial, pero los jueces se han cerrado en banda en ocasiones a los cambios, como advierte Fernández Seijo, en nombre de la independencia judicial. El fiscal antiterrorista de la Audiencia Nacional Vicente González Mota es partidario de fomentar una revolución en toda regla antes de lanzarse a poner más dinero y nombrar más jueces. Se pregunta si es lógico que un simple tirón de bolso tenga que llegar hasta un fiscal y un juez, si no sería más lógico redefinir, racionalizar y optimizar todos los recursos.

Mientras llega esa revolución, algunos se preguntan por qué no se gestionan ya las cosas un poco mejor. "Reconozco la labor de los funcionarios. Trabajan mucho por sueldos pequeños y aprenden rápido", dice Grande-Marlaska, "pero se están marchando continuamente porque, por ejemplo, en los juzgados de Plaza de Castilla cobran más. Se van los que ya saben y vienen nuevos que desconocen el oficio, que jamás han trabajado en esto. Enseñarles es una carga complementaria", añade. "La primera vez no te importa. Pero llevo aquí cinco años. Es un problema endémico. El Ministerio de Justicia lo sabe. ¿Por qué no imparte cursos ya a los que van a venir?".

Ana Rosa Bernal dice que, dado el modelo actual, el trabajo sale adelante gracias al voluntarismo de los trabajadores de la justicia. Así parece ser en su juzgado de Navalcarnero, pero en otros, la calidad y la cantidad, a ojos de los que saben, deja mucho que desear. Hay juzgados que funcionan como un reloj y otros que están permanentemente colapsados, aunque la carga de trabajo, que se reparte desde los decanatos, sea la misma.

La impronta de un juez marca definitivamente el ritmo, la cantidad y la calidad del trabajo de un juzgado. Fernández Seijo estuvo en contra de la primera huelga de febrero, atiende muy personalmente y con presteza a abogados y procuradores, y utiliza su portátil privado en el despacho para aligerar su labor. Es un juez cercano y accesible, algo poco habitual. Su despacho, en un antiguo edificio de Barcelona, siempre tiene las puertas abiertas. Es luminoso y la música de su iPod genera un ambiente agradable. En su juzgado hay ahora 300 concursos de acreedores, aunque la cifra marcada como razonable es de entre 40 y 50. Sin embargo, asegura no estar agobiado y tener pendientes sólo siete sentencias cuando se reúne con El País Semanal. "Hay días que trabajo 13 o 14 horas, pero otros puedo cumplir haciendo sólo 2 o 3", dice. A Larios, en cambio, casi le cuesta trabajo respirar y, sentado en su diminuto y atiborrado despacho, confiesa tomarse dos pastillas para la tensión con sólo 36 años.

Los jueces son, por otra parte, los que dan la cara. A veces, casi en exclusiva. Tanto Alfonso González-Guija como Fernando Grande-Marlaska están obligados a vivir con escolta. En una operación antiterrorista, Marlaska será probablemente el único que aparezca a cara descubierta. Es una faceta que les confiere un carácter especial.

Pero los jueces tienen mala fama. Una razón de ello puede residir en el hecho de que, si son vagos, incompetentes e injustos, difícilmente serán sancionados por ello, salvo que medie una denuncia expresa. El control sobre la intensidad y la calidad de su trabajo es muy difuso. Ellos mismos tumbaron en el Constitucional los módulos establecidos por el Poder Judicial para establecer un baremo objetivo sobre su carga de trabajo.

Ninguna institución estatal, salvo el Consejo del Poder Judicial, tiene potestad para sancionarles o expulsarles de la carrera; lo que es muy excepcional: 30 sanciones en 2008. Multas casi siempre de escasa cuantía, como la impuesta al juez Tirado (1.500 euros), especialmente llamativa si se tiene en cuenta que por los mismos hechos el ministerio ha suspendido de empleo y sueldo durante dos años a la secretaria judicial que trabaja con él.

No dar cuentas a casi nadie es parte de nuestro Estado de Derecho, y también de su cultura personal y profesional. Por supuesto, nadie controla sus horarios, aunque, por otra parte, la totalidad del sistema casi se detiene por las tardes. A partir de la hora de comer, los juzgados quedan semivacíos. Sólo unos pocos funcionarios, con prolongación de jornada, trabajan hasta las cinco. Los siete jueces entrevistados aseguran que, dado el ritmo de las mañanas, las tardes son para reflexionar y dictar autos y sentencias, casi siempre en casa, aunque el acarreo de papeles les cueste un dolor de espalda.

Los jueces son inamovibles por ley para defender la independencia judicial. Sólo están obligados a trasladarse cuando ascienden, algo de lo que ahora quieren liberarse. Su autoridad en el trabajo es, además, indiscutible, y está por encima de la policía, del fiscal y, por supuesto, de los abogados. Un juez bisoño recién salido de las oposiciones y la escuela judicial puede llegar a su trabajo y mandar callar o incluso echar de la sala a un abogado experimentado. "A mí me echó uno porque no le gustó la ironía que utilicé contra mi colega de la otra parte", explica el abogado de Madrid, que no da su nombre precisamente por no irritar a los jueces con los que luego tiene que vérselas. En la justicia no hay mecanismos engrasados para prescindir de los profesionales incompetentes; lo que sí existe en cualquier otro sector.

Cuando no hay abusos, las formalidades y la autoridad que imponen los jueces facilitan la buena marcha del sistema. "Si tratas con respeto, recibes respeto", dice Guerrero. Protegidos por la autoridad y el respeto, José María Fernández Seijo sienta a las partes en una pequeña sala de reuniones y logra que nadie interrumpa a nadie y que todos sean escuchados sobre asuntos mercantiles complejos.

Pero muchos ven en los jueces una arrogancia innecesaria e, incluso, improductiva. La abogada Carmen Fernández considera que si algunos abandonaran su pedestal y fomentaran una mayor comunicación, todo sería más sencillo y habría menos trámites. Celosos de su poder, los jueces rechazan la propuesta ministerial de que el secretario judicial fije las vistas, como si el cirujano, argumentan en el ministerio, fuera menos importante por dejar en manos de un gestor la fijación de una operación en la que deben coincidir varios profesionales. Con el sistema actual se suspenden cada año decenas de miles de actos judiciales.

María Teresa Guerrero accedió a participar en este reportaje para mostrar su trabajo, que le encanta. Todas las semanas acude a la cárcel, donde las corrientes de aire son heladoras. Recibe a cada preso en una pequeñísima habitación ocupada por una larga mesa. El interno se sienta frente a ella y le explica sus quejas o propuestas. "Aquí haces de juez, de psicólogo, de educador y de asistente social".

La arrogancia no parece ser la moneda corriente de Guerrero, que se queja de que los jueces son el centro de las iras cuando ellos o el sistema fallan. "Se resuelven muchos casos al año con solvencia, y eso no es noticia. El año pasado se concedieron 600 permisos penitenciarios a propuesta de la junta de tratamiento y no se reincorporaron sólo tres. Se nos juzga por menos del 1% de nuestro trabajo", dice. A pesar de su agobio, Larios es partidario de utilizar la huelga como último cartucho, y también se queja de la fama que persigue a los jueces.

Margarita Robles, que es magistrada de lo contencioso en el Tribunal Supremo, afirma rotundamente que una justicia no ágil no es justicia, pero ella sabe bien, como todos los jueces, que en lo contencioso, las demoras son históricas y endémicas. Los asuntos pueden tardar hasta cinco años en resolverse. "Eso es una barbaridad; eso ya no es justicia", sentencia González-Guija.

El nuevo Consejo General del Poder Judicial, que tomó posesión en septiembre pasado, se ha encontrado con un conflicto de jueces sin precedentes en España que ha generado incluso un terremoto político. Si bien es cierto que los males son endémicos, algunos de los jueces aquí entrevistados reconocen estar indignados con las injerencias gubernamentales y señalan las críticas vertidas por la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, a la escasa cuantía de la sanción impuesta a Tirado como una afrenta. "Hay que respetar la división de poderes", dice Guerrero.

Margarita Robles, que fue secretaria de Estado de Interior entre 1993 y 1996, asegura que para ningún Gobierno de España la justicia ha estado en sus prioridades. Ni siquiera durante su etapa política. Gabriela Bravo, por su parte, está esperanzada: "Éste tiene que ser el momento de la justicia".

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¿Por qué están tan enfadados los jueces? Tras la huelga del 18 de febrero, Fernando Grande Marlaska contesta en este vídeo y en EL PAÍS SEMANAL del domingo 15 de marzo.Vídeo: GABRIELA CAÑAS / PAULA CASADO / MIRIAM LAGOA

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