La vida de estrella importa
Soy esa mujer que, arrastrando una de esas pequeñas maletas que no se facturan, entra en el hotel Cumberland y se queda un momento parada y confusa. Tiene ante sí uno de los lobbies más grandes que haya visto, con varias esculturas realistas y no desdeñables de un ejecutivo en diversas posturas, flotando horizontalmente, andando con su cartera en la mano, como si fuera cualquiera de nosotros, de los que hemos venido aquí, a este hotel funcional, con un propósito de trabajo. Por mucho que se viaje, la llegada a un hotel gusta y asusta en igual medida, y eso me pasa a mí con este lobby, que parece más un museo de arte contemporáneo por sus dimensiones que un hotelito inglés de aquellos que regentaban esas ancianas agathachristies de amabilidad inquietante. Ahora me explico por qué hay tantos viajeros andando de un lado a otro del recibidor arrastrando, como yo, la maleta: la recepción está en una esquina; la conserjería, en otra; la sala de Internet o la cafetería, más allá, y todo tan absurdamente lejos que acabas impaciente y agotada, cruzándote con clientes a los que mandan de un mostrador a otro, haciéndonos probar en nuestras carnes la posmodernidad decorativa. Pero no importa, no me importa; a esa mujer de la maleta que soy yo, nada la desalienta, nada, porque ha venido a conocer a esa chica de Alcobendas que a sus 34 años ha experimentado uno de esos viajes que dan para una historia de ficción o un libro de memorias: el que va de las peliculitas caseras que hacía su padre con una Betacam a las películas que acaparan una atención universal y graban el rostro de la joven en millones de mentes de todo el mundo.
Tampoco la deprime, a la mujer que alberga el propósito de conocer a la estrella cinematográfica de moda, la desproporción que hay entre semejante lobby y el tamaño de la habitación, que resulta ser de una estrechez japonesa. Al contrario, esta dimensión liliputiense le hace pensar que al fin ha ingresado en el mundo moderno. Tumbada en la cama (porque no hay otra posibilidad), recibe mensajitos de amigos que le auguran una gran velada. Ellos ven este viaje como ella misma lo quiere ver: rápido pero intenso, chic, rico en curiosidades sobre la actriz, porque lo que las estrellas del cine parecen no saber es que sus vidas, tan ajenas a las nuestras, no sólo interesan a los que no tienen más que la aventura triste de ver un programa del corazón un viernes por la noche, sino que provocan una curiosidad lógica en cualquiera, hasta en ese Phillip Roth que quiso conocer a la belleza española que iba a interpretar Consuela, el personaje de El animal moribundo, tal vez con la esperanza secreta de volver a experimentar lo que fue, al parecer, un capítulo real de su vida: el intelectual viejo, cínico, cascado que revive gracias a una ardiente relación con una joven cubana. El encuentro entre el escritor y la actriz no se materializó, hablaron por teléfono. De cualquier forma, en la vida real todos somos más feos, el cine siempre idealiza a los personajes. Ni Phillip era Ben Kingsley, ni la Consuela real sería Penélope Cruz.
La vida de las estrellas importa, claro que importa. Pienso eso sentada en el taburete de una cadena de bocadillos, porque en este Cumberland Place en el que me encuentro no hay más que cadenas: cadenas de espaguetis, de burritos, de alitas de pollo..., variedad dentro de la cutrez. Pero aquella mujer de la maleta (yo, para entendernos) mantiene su optimismo a pesar del infecto y picante "Jalapeño Chicken" que le habrá de repetir durante toda la tarde. Un amigo actor me escribe diciéndome que ya casi me imagina tomándome un cóctel con Pe en un bar a nuestra altura. Yo también. Yo sé que esto del "Jalapeño Chicken" es un trámite, y que lo bueno, el cóctel, la buena charla, vendrán luego. Hemos quedado a las nueve de la noche en el bar de su hotel. O sea, a cenar, ¿no? O a beber, ¿no? Dos personas no pueden tener una cita a esa hora sin beberse una mala copa.
Así, con ese ánimo, es con el que me monto en el taxi a las ocho y media. Recibo una última indicación: no desvelar el nombre del hotel en el que me cita y vive la actriz. Imagino que tratan de evitar el que se le apalanque noche y día en la puerta la nubecilla de fotógrafos. Mientras el taxista da vueltas y más vueltas (perdido, dice, porque parece ser que aquel tiempo en que los taxistas ingleses tenían el callejero en su cabeza pasó) voy pensando en la excusa que ha propiciado esta entrevista, la película de Woody Allen, de extraño nombre Vicky Cristina Barcelona. Todas las entrevistas tienen su excusa, su percha, como se dice en el lenguaje periodístico de andar por casa; pero el entrevistador o el retratista aspira a algo más que a esa voz parlante en que suelen convertirse los actores en temporada de promoción -"este director ha sabido sacar lo mejor de mí, dándome al mismo tiempo una gran libertad; no éramos un equipo, sino una familia..."- y ese blablablá que los espectadores aguantamos estoicamente porque, aunque lo disimulemos, nos gustan el cine, la ficción, los actores.
Me han dicho que a Penélope no le gustan las entrevistas, o que no se siente cómoda en ellas; he leído también estos días, en alguna entrevista en la prensa americana, que enseguida se pone en guardia. Pero yo voy con una irracional confianza en mí misma, tal vez pensando en que al cabo de diez minutos la guardia habrá bajado y todos tendremos, usted y yo, la oportunidad de conocer, con naturalidad, cómo vive una mujer a la que The New York Times describía como esa actriz vivísima que ha inyectado vitalidad a un Woody Allen cada vez menos inspirado para la comedia.
Se rendirá, me digo.
Pero la que me voy a rendir soy yo, porque el taxi me ha dejado en mitad de una calle solitaria donde no hay visos ni del bar ni de cómo acceder a este hotel misterioso cuyo jardincillo está vallado y cerrado al paseante. Al fin, en la oscuridad, pasa alguien, me ve, le explico, van a hablar con el portero, me abren. Todo difícil. El portero me lo comunica, el bar no existe, la señorita Penélope saldrá a buscarme. Y sale al fin. Seria, en una ropa gimnástica gris que marca su figura.
-Creí que había bar, pero no hay...
La sigo hasta un apartamento, no el suyo, que era lo que yo esperaba; dar una nota de color con esos zapatos que se dejan medio tirados, ese libro en la mesilla, el iPod, en fin. Pero no. Nos dejan un apartamento vacío. Con esto quiero decir gélido. Una mesa de cristal, unas sillas y dos botellas de plástico con agua. El silencio, sepulcral. El ambiente, propicio para el perfecto anticlimax. A ella le quedan rastros de haberse pintado la raya negra de los ojos hace muchas, muchas horas, tal vez por la mañana; su cara refleja el cansancio.
-Llevo doce horas trabajando.
Lleva un mes y lo que le queda ensayando el musical Nine, donde se va a medir con actores como Daniel Day Lewis o Sofia Loren, a la que acaba de conocer esta misma tarde -"es tan especial"- y con la que se la ha comparado más de una vez desde su papel en Volver, tal vez porque el mismo Almodóvar contó que le hacía ver películas de Loren y Magnani para que se hiciera a la idea del tipo de mujer que él necesitaba tras la cámara.
-En esta película seré una italiana que habla en inglés, así que paso dos horas entrenando con el dialect-couch, otras dos en la sala de danza, otras dos en canto; vamos rotando de un cuarto a otro, es divertidísimo.
-O sea, que estás molida.
-Pero es un cansancio del bueno -me dice, como corrigiéndome, como si yo estuviera a punto de apreciarle una debilidad.
El cansancio, ese que se aprecia en el rostro de cualquiera que ha trabajado todo el día, no le resta belleza. Veo esos ojos, que ahora se inclinan hacia abajo; esa boca, cuyo labio superior ya marcó su impronta en Jamón, jamón, y aprecio no la belleza de los estrenos o de esos carteles de Mango que adornan ciudades de medio mundo, sino la belleza de cualquier chica trabajadora que vuelve a casa, a la que seguramente le duele el cuerpo y experimenta la fragilidad anímica de tantas horas en pie.
-Sé que no te gustan mucho las entrevistas -le digo, como disculpándome, aunque no sea responsabilidad mía este ambiente tan poco propicio.
-No, no, yo nunca he dicho eso, todo depende de cómo sea la persona de respetuosa. Cuando es un acuerdo mutuo como éste, que quedamos para hablar de una película, perfecto.
La firmeza de la contestación me hace pensar: ¿debo preguntar sólo de la película? Pero yo sigo a lo mío, para qué prejuzgar.
-Pero, ¿has tenido malas experiencias?
-Cualquiera que se dedique a esto las tiene. Pero no es para echar más leña al fuego. Con el tiempo, uno desarrolla un piloto automático; no es estar a la defensiva, pero sí más alerta; quiero decir que no puedes estar relajado en una entrevista porque es una situación antinatural el estar relajado con alguien que acabas de conocer. Vale, tienes que ser tú mismo, pero estás aquí para hablar de tu trabajo.
-Ya... Bueno, hablemos de trabajo. Estos días, leyendo lo que en la prensa americana se ha escrito sobre ti, se advierte un cambio total... [la pregunta está hecha en sentido positivo; me reservo el recordar tantas veces cómo se señalaron las dificultades de la actriz con el inglés, el poco interés de las películas o el cómo se incidía constantemente en sus amoríos], se te tiene ahora en gran consideración.
-Son procesos naturales. Necesitas trabajar en un sitio, conocer el idioma. Pero yo no me arrepiento de todas aquellas películas. Salieran bien o no, todo cuenta para uno. Les dedicas mucho tiempo de tu vida. Todo tiene un valor más allá del resultado. Por otra parte, yo nunca me fui a Estados Unidos, nunca dejé mi carrera en Europa. Recibí un guión de Stephen Frears, que era un director con el que yo estaba obsesionada desde Los timadores; hice una prueba de vídeo, él quiso verme, me ofreció la película Hi-Lo Country, y así empezó todo. Yo iba y volvía a Madrid. No sabía si haría allí otra. Bueno, igual que en mi país, cuando trabajas en esto no sabes, siempre dependes de otras personas, sobre todo al principio. Así fue, o sea, que nunca abandoné mi país ni dejé nada por trabajar allí. Lo que pasó es que esas experiencias se fueron acumulando y he ido haciéndome poco a poco una carrera en América. Es verdad que los personajes que me ofrecieron al principio tenían un nivel de exigencia menor que los que me ofrecen ahora, pero no por eso son menos para mí. He tenido la oportunidad de trabajar con gente de mucho talento, Stephen Frears, Cameron Crowe, con los que estaba deseando trabajar. Para nada quiero hacer de menos todo eso, ¿sabes?
-Yo te hablaba, sobre todo, de la opinión ajena, del hecho de que ahora se te considere una actriz.
-Pero es que es mucho más sano no pensar en eso, en cómo se te ve desde fuera. Eso es una trampa para la creatividad, para la libertad mental de la persona, y tanto cuando las cosas van bien como cuando no, las reacciones suelen ser muy extremas, casi siempre desproporcionadas. No me gusta pensar en eso.
-Pero habrás leído esas críticas que hablan ahora de tu vitalidad, tu temperamento...
-Sí, me hacen ilusión, como a cualquiera; pero no quiero poner la atención ahí, igual que cuando no eran cosas tan agradables de leer.
-Ya no les importa que tengas acento español.
-Los americanos se han ido acostumbrando a que actores que no tienen el inglés como primera lengua puedan ser protagonistas de una película, a que hagan todo tipo de personajes; ya no tienes que ser la que entra gritando o la que limpia, esos estereotipos han cambiado de manera radical en los últimos quince años, y yo he vivido ese cambio muy de cerca porque formo parte de un grupo al que se le ha dado la oportunidad de poder trabajar teniendo un acento. Es verdad que al principio, cuando yo empecé a trabajar, hablaba muy poco inglés, por no decir nada. En la primera y segunda películas dedicaba la mayor parte del tiempo a repasar con el dialect-couch, pero para entender el texto que tenía porque había veces que no comprendía lo que estaba pasando en el set. Es muy interesante pasar por eso porque aprendes rápido, por necesidad, y al final te acabas desenvolviendo.
-Fue para ti un cambio de vida demasiado grande: el extranjero, la juventud, la soledad en los hoteles...
-Bueno, yo ya había vivido parte de ese shock en España. Yo descubrí que quería ser esto, me obsesioné con este trabajo, quería aprender. Y ahora me pasa igual; nunca estás seguro, eso tiene que ver con el amor a la interpretación, la inseguridad viene de ese amor, porque el porcentaje que puedes controlar es muy pequeño. Esa vocación, que me enganchó tanto desde el principio, es lo que sigue intacto en mí. Luego, esas otras cosas que rodean esto..., bueno, es más difícil lidiar con ellas, pero mi interés está siempre en las cosas positivas.
-Desde luego, estás rodeada de cosas positivas, de Woody Allen a Pedro Almodóvar...
-Es un privilegio. Los dos me hacen sentir cosas con su talento. Cuando vuelvo a ver las películas que admiré de ellos cuando yo era sólo parte del público, me doy cuenta de que esas historias te vuelven a llevar al momento en que las viste por primera vez, y a cómo te acompañaron en periodos de cambio para ti. Eso me pasó mucho con Pedro, aparte de la relación de amistad que tenemos ahora. Con Woody también; a lo mejor no veía sus películas de niña, pero desde los 14 años forman parte de mi vida, y ahora puedo observar de cerca cómo es el proceso de creación. Yo me puedo pasar horas en el rodaje, mirándolos. Y veo a ese equipo, no sólo los actores, que están ahí, dando el cien por cien. Ahora, en la película que acabo de hacer con Pedro, observaba que en los pasillos no se hablaba de otra cosa salvo del mismo trabajo. Nunca he visto un equipo tan volcado. No se hablaba de otra cosa salvo de las pequeñas sorpresas que cada día Pedro iba imaginando, improvisando, y mira que es difícil sorprender a un equipo que lleva tanto tiempo trabajando con un mismo director, pero estábamos todos como sin palabras por las cosas que se le ocurrían. Él tiene la película entera en la cabeza. Los dos, Woody y Pedro, son personas muy especiales. Es una suerte pasar tiempo con ellos.
-¿Y cómo consigues llevarte bien con todos los directores, con personas tan temperamentales, tan singulares? Dicen que tienes una cualidad para llevarte bien.
-¿Ah, sí? No sé... -duda, no sé si calibra que no es del todo positiva la cualidad que se le atribuye-. Bueno, no hace falta dejar de ser tú mismo, renunciar a tus valores o traicionarte... Es bueno no juzgar, sobre todo cuando trabajas con gente con personalidades tan fuertes. Cada vez que me enfrento a una persona, a un trabajo, procuro apartar todo aquello que me hayan contado. Imagínate con Woody la cantidad de versiones e historias sobre su personalidad que te meten en la cabeza. A mí no me gusta oír nada, a no ser que sea una información de alguien de quien me fío. Me gusta llegar fresca y luego sacar mis propias conclusiones. La relación que tengo con Pedro ha sido así desde el principio. Siempre me ha dicho la verdad, y yo valoro mucho eso, como amigo y como director.
Él nunca me va a decir que algo está bien si no lo está. Sabe decirlo y es honesto conmigo. Pero vaya, creo que es importante no juzgar a priori. Todo es fácil mientras haya respeto y tú puedas ser tú. Tampoco es que me haya llevado bien con todo el mundo, eso es imposible.
-¿Cómo te eligió Woody Allen para su película?
-Le conocí en Nueva York, en una reunión que duró menos de un minuto. Me dijo que había visto Volver, que estaba escribiendo una historia y que creía que yo podía encajarle para uno de los personajes. Le dije que me encantaría. Al cabo de un tiempo me llegó el guión. Tuve el guión bastantes meses antes del rodaje, y eso que me habían dicho que él no daba los guiones. Cuando lo leí, me encantó, me hizo reír; luego, en el rodaje, me olvidé de que estábamos haciendo una comedia, porque mi personaje sufre mucho, tiene problemas emocionales, es una mujer autodestructiva; le dijeron de niña que era un genio y piensa que debe seguir siendo una artista torturada para mantener su esencia. Woody nos hizo olvidarnos de que estábamos representando una comedia, y sólo hasta que volví a ver la película con público me acordé de lo que me había reído en la primera lectura del guión. Pero yo debía interpretar el personaje con respeto, no riéndome de su dolor.
-¿Cómo consigue esa naturalidad en los actores?
-Es un misterio; con él no se ensaya, se marcan un poco las posiciones y a lo mejor pasas la escena una vez. Él chequea cámara después de dos tomas, a veces de una. Yo estoy acostumbrada a ensayar más tiempo, a hablar de las cosas antes, pero si él lo hace así es porque sabe que eso provoca un ambiente que afecta a los actores de la manera que él desea. Siempre me había parecido que los personajes de Woody actuaban como si tuvieran mucha prisa [se ríe], y yo creo que ya sé de dónde viene esa prisa: de la prisa real que se respira en el set. Él dedica a las cosas el tiempo que cree que necesitan, no más. No te queda más remedio que estar alerta, que estar en el tiempo presente, porque, si no, no funciona. Hasta los castings los hace rápido. Conmigo estuvo un minuto, a otros actores les hace solamente una polaroid. Pero luego es un tío encantador, simpático, gracioso. Pasa de ser el tío más tímido a, de repente, abrir la boca y soltar cuatro salvajadas. Nos moríamos de risa. Es muy respetuoso con todo el mundo, así que misteriosamente no echas de menos que te dedique más tiempo.
-¿Habéis hecho una amistad?
-Bueno, es alguien a quien siempre me gusta volver a encontrar, una persona con la que siempre me apetece estar. Es un poco tímido al principio, pero cuando se relaja es muy gracioso, nunca sabes por dónde te va a salir.
-Decías que te eligió por Volver, la única película que había visto tuya. De alguna manera, ¿Almodóvar te dio tu sitio en el mundo?
-Bueno, que te ofrezcan esa maravilla de personaje, que la dirija alguien que sabes que te va a cuidar, dentro de una historia que es redonda y que se va a ver en todo el mundo... Es una suma de factores. Pedro es uno de los mejores guionistas que hay, su ojo siempre es atractivo, pero al mismo tiempo su cine tiene mucho corazón; es la mezcla de todo eso la que distingue a un director único.
-Ahora mismo se te han juntado casi dos promociones, la de la película de Coixet [Elegy] y la de Allen. ¿No te cansa esa disciplina de los actores de tener que hablar siempre maravillas de los proyectos en los que trabajan?
-Bueno, en estos dos casos he tenido la suerte de no haber tenido que mentir. Las dos películas son maravillosas y han obtenido buenas críticas. Isabel Coixet era la directora perfecta para la novela de Phillip Roth, y, por lo que sé, si no me han mentido, a él la película le gustó.
-Es difícil llevar a Roth al cine...
-Claro, él es un escritor tan adorado en Estados Unidos...
-Bueno, a ratos admirado y a veces detestado también. Ha pasado sus épocas, como todos los personajes públicos.
-El caso es que el trabajo de Isabel en la película es maravilloso, y yo pasé años peleándome por el personaje de Consuela y porque saliera el proyecto adelante.
-Y ahora qué, ¿qué esperas?
-Bueno, lo primero ver la película de Pedro, que creo que es un peliculón.
-¿Y la vida? ¿Puedes tener una vida normal? En Madrid, por ejemplo, ¿te paseas normalmente?
-Yo... salgo y entro. Yo sigo haciendo mis cosas. No quiero dejar de hacer mis cosas.
-Y si miras hacia atrás, ¿cómo te ves?
-Veo cómo descubrí el cine, y cómo vivía obsesionada con poder vivir de esto. Eso me daba mucha felicidad. Luego, la relación con la fama, ese tipo de atención, que empezó ahí, cuando yo era muy joven..., me producía curiosidad. Me daba un poco de respeto también, me producía inseguridad el ver cómo se mezclan las cosas, lo personal y lo público, en esta profesión. Es algo que hay que mantener muy a raya. La mejor lección que me he llevado hasta ahora es saber, de primera mano, que la fama no da ninguna felicidad real. Es una lección que te enseña a que dejes de alimentar lo que tiene que ver con el ego y pongas tu atención en lugares más correctos; en el trabajo, por ejemplo. Eso te produce una cierta decepción, pero es bueno saber que la fama no te da un gramo extra de felicidad. Es normal que a los 16 años flipara con esas cosas, porque no estaba acostumbrada a recibir ese tipo de atención; pero con el tiempo aprendes a lidiar con los inconvenientes, que no voy a enumerar para no aburrir.
-Esta misma mañana leía una entrevista con Helen Mirren en la que decía que de joven había sido aficionada a la coca, hablaba de algunas relaciones traumáticas..., en fin, contaba cosas importantes e interesantes de su vida. ¿No crees que la presión de algunos medios de comunicación, de un tipo de periodismo más invasivo, está teniendo como consecuencia el que los actores se muestren de manera tan cauta, que a veces incluso parece puritana?
Hemos entrado en un terreno espinoso, y se nota. Yo no acabo de entender por qué el asunto en sí es molesto y la miro a los ojos esperando una respuesta.
-Bueno... -respira- , la cosa ha cambiado desde que existe Internet. No me apetece estar dando titulares cada media hora de mi vida. Hay un control mucho más grande que antes, así que tú te adaptas a los cambios, te proteges. Y lo que vale es lo que es natural para cada uno. Si yo me reúno con alguien para hablar de trabajo, eso es lo natural.
-Pero todos los trabajos creativos tienen algo de confesional, vida y obra se mezclan cuando le haces una entrevista a un escritor, a un director de cine o incluso a un farero.
-Para mí lo normal es hacer aquello en lo que uno se sienta cómodo. Lo natural es hablar contigo de mi trabajo.
-No quiero indagar sobre tu vida, pero puedo preguntar cómo te sientes si te preguntan por Javier Bardem; si te sientes mal, acosada...
-Pero, ¿qué es lo que me estás preguntando?
Nos quedamos mirando, sin hablar, en un silencio que visto desde fuera, desde el ojo de Woody o de Pedro, sería cómico, pero que en este presente es ridículamente tenso. Y debo reconocer que la mirada de la Penélope gatuna, de gestos perezosos, que ha pasado la entrevista con los pies desnudos sobre la silla, se vuelve dura y desafiante, como si no supiera o no quisiera distinguir a quién está de su parte.
-Es que no te voy a contestar -repite, cortante.
-Sólo preguntaba por el nuevo miedo a mostrar un poco de la vida privada, que es la misma que tenemos todos.
-Es que el cambio viene de Internet, esa especie de monstruo, donde todo vale. Pero, vaya, no quiero hablar ni de eso, es como alimentar el monstruo. A mí sólo me interesa de esto la interpretación y seguir creciendo.
-Y si vinieran mal dadas... ¿no es necesaria la fama para un actor?
-Bueno, yo ya he vivido muchas épocas, buenas y no tan buenas. Pero todas las experiencias cuentan positivamente.
Hay un silencio, el silencio que viene después de un momento de tensión, que ella rompe diciendo: "¡Claro!, si es que no has visto la película, y si no has visto la película, ¿cómo vamos a hablar de ella?". Y yo me excuso, como niña pillada en falta, como una becaria, "bueno, es que no me la han puesto todavía, ha sido imposible", a pesar de que sé que, aun habiéndola visto, cualquier entrevista, en mi caso, acabaría deslizándose hacia lo personal, y preguntaría, por ejemplo: esa desquiciada María Elena de Vicky Cristina Barcelona (que vi dos días más tarde), ese personaje sufriente pero finalmente cómico, que ha provocado en Estados Unidos y provocará aquí las mejores risas de la película, ¿qué tiene de ti?, ¿se puede tener todo bajo control en una vida tan nómada, a veces tan solitaria aunque rodeada de gente, y tan llena de vaivenes sentimentales como es la de una estrella internacional?
El tiempo se ha acabado. O lo acabo yo, viendo que las dos botellas de agua, esos dos cócteles de salud, se han terminado. Nos levantamos. Hay una cierta molestia, que creo que las dos quisiéramos arreglar de alguna manera. Pero no hay nada más complicado que remontar una primera impresión. La bella Penélope me acompaña hasta la puerta. Me siento como esa visita inoportuna que se presenta a horas intempestivas. Nos despedimos educadamente. Me voy andando por el jardincillo, un buen lugar para un asesinato de Ruth Rendell. Demasiado silencio para ser feliz. Presiento lo que me espera: el restaurante cerrado en el hotel, la tumba japonesa, el rumiar cómo se escribe esta entrevista (ésta particularmente). Siempre me quedará otro "Chicken Jalapeño". Esto es lo que tiene ser viajante. Tus amigos te imaginan tomando cócteles con estrellas internacionales, tu marido espera que le cuentes con detalle, tu jefe quiere que vuelvas con algo hermoso. Y lo que tú sientes ahora, intentando encontrar la maldita puerta del jardín, es un enorme vacío. De pronto, oigo mi nombre. Es ella, Penélope.
-Nada, que... cuando veas la película, si tienes alguna pregunta que hacerme, puedes llamarme.
Es un detalle tozudo y afable a la vez.
Me voy pensando: ay, a quien me hubiera gustado conocer habría sido a ti.
Sí, yo también soy tozuda.
Penélope Cruz es una de las protagonistas de 'Vicky Cristina Barcelona', de Woody Allen, que se acaba de estrenar en España.
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