El testamento literario de Rafael Azcona
El escritor terminó de revisar 'Los ilusos' nueve días antes de morir
Los ilusos es la novela de la bohemia madrileña de Rafael Azcona; la publicó en 1958 Fernando Baeza (el amigo de todos ellos, de Azcona, de Aldecoa, de Josefina Aldecoa, de Sánchez Ferlosio) en su Ediciones Arión. Y ahí estaba, "muerta de risa", como decía Azcona.
Ya enfermo, Azcona revisó el texto entero y reflejó su estado de ánimo
El final de la novela es todo un alegato contra la fatuidad de los escritores
"A los dos nos hartaban los que se creían bohemios", recuerda Mingote
La primavera de 2007, el editor Eduardo Riestra, de Ediciones del Viento, le convenció para que la revisara, y el más célebre guionista del cine español se la envió totalmente revisada el 14 de marzo último, nueve días antes de morir. Azcona tenía 81 años. Este libro es ahora su obra póstuma. Dejó atrás más de un centenar de guiones y numerosas obras de ficción. Hasta mediados de los noventa se resistió a reeditar. Cuando lo hizo fue cuando decidió abandonar una vida que parecía la de un anacoreta.
Era, y esto lo recordaba ayer uno de sus primeros editores, Francisco Pérez González, un hombre cumplidor y escrupuloso; sus textos eran impolutos, trabajados, precisos. Cuando Riestra le pidió a Azcona que revisara Los ilusos, el escritor estaba saludable, feliz; el cáncer que luego le quitaría a veces el ánimo pero nunca las ganas de trabajar se le manifestó unos meses más tarde, en julio, y culminó su tarea devastadora y terrible aquel 23 de marzo reciente.
Pero Azcona, que nunca dejó una cita sin cumplir, después de una lucha en la que nunca se dio por vencido, le envió lo prometido, Los ilusos. En un tiempo récord ("se lo debo, es mi obligación, él estaba tan ilusionado con la idea de reeditar el libro"), el nuevo editor lo ha puesto en la calle. Y la gente se va a sorprender: Azcona lo revisó de arriba abajo, dejó que entrara en el texto su estado de ánimo y arregló las páginas como si estuviera trabajando (como hizo con numerosos guiones a partir de obras literarias) sobre un texto ajeno.
Su amigo José Luis García Sánchez supo qué estaba haciendo Azcona: "Estaba puliendo la novela para ponerle lo que hace 50 años, cuando salió por primera vez, tenía que quedarse en su cabeza. Las mujeres entonces no tenían tetas, por ejemplo, sino manos; pues él recuperó las tetas que tenían las mujeres". Y no sólo eso. Cuando le dio a las últimas letras de las últimas palabras de la última versión de Los ilusos, Azcona le dijo a Susi, su mujer: "No sé si me habré pasado". Se refería al lenguaje, mucho más aguerrido que en el libro original, y mucho más desgarrado.
La novela se lee hoy (quizá como entonces) como una autobiografía, en cierto modo. Un joven poeta viene a Madrid (pero no de Logroño, de donde vino Azcona, sino de Pamplona, que para el caso es igual) y aquí vive la bohemia, el hambre, la desocupación, y resiste haciendo trabajos inverosímiles, mezclado en una ciudad que le sorprende todo el rato. El final de la novela (reescrito, es prácticamente nuevo) es un alegato contra la fatuidad de los escritores y una burla de los poetas líricos que nunca escucharon cantar a un ruiseñor pero que los hacen cantar en sus versos... Se desarrolla sobre todo en el Café Varela, que él convirtió en legendario y que aquí es el centro neurálgico del que salen las aventuras desgraciadas del poeta que al final...
Manuel Vicent recuerda a Azcona, en los últimos tiempos, contándole una anécdota sobre los ruiseñores. Alguien le preguntó una vez: "¿Y usted, Azcona, por qué no cree en la poesía?". "Porque nunca escuché cantar a un ruiseñor". Esta nueva versión de Los ilusos, y sobre todo ese capítulo final, el XVII, responde a la pasión de Azcona: escuchar, escuchar en la calle. Él decía (recordaba García Sánchez en el homenaje que rindieron al guionista esta semana en el Festival de Málaga) que el cine italiano se había acabado cuando los guionistas dejaron de ir en autobús... Pues aquí están todos los tipos que Azcona vio en aquel café y en aquella vida.
La novela fue editada por Fernando Baeza en 1958, en su sello Ediciones Arión. Entonces tenía los dibujos que tiene ahora, los mismos, firmados por Antonio Mingote, su gran amigo. Vivían por Argüelles, se contaban historias, bebían, tenían ligues en los mismos bares y Azcona ("el mejor conversador que he conocido") le contaba historias sin parar. "A veces las oía helado de frío, pero es que no podía parar de escucharle". Y un día vino con Los ilusos, "hazme los dibujos. Y se los hice, cómo no se los iba a hacer. Azcona era grande, fue siempre grande". Riestra le pidió los dibujos, y ahí están. Mingote recuerda aquellos tiempos: "Estábamos hartos de los poetas, y de los que se creían bohemios; Azcona hizo la sátira, yo la dibujé".
Bernardo Sánchez, quizá el estudioso más profundo de Azcona y logroñés como él, sabía que Rafael tenía mucha ilusión por ver terminado su libro. Era una manera de volver a Logroño, de donde en definitiva viene el protagonista con "ilusión de hacerse poeta en Madrid". El final de la obra, el que ha reescrito Azcona, tiene en las dos ediciones la misma carga dramática: las ilusiones se acaban, "las tiraré por el primer retrete que me toque desatrancar".
La edición final tiene su ánimo: gallardo pero cabreado. Le quitó una frase del Eclesiastés sobre la alegría ("Por tanto alabé yo la alegría; que no tiene el hombre bien bajo el sol, sino que coma y beba, y se alegre...") y en algún momento describe (en la primera versión) al poeta: "Aprendió con una rapidez que le hizo feliz". Pero ahora, en la que dio por concluida nueve días antes de morir, escribió simplemente: "Aprendió con una rapidez que le hizo sentirse mejor".
Ya no era un hombre feliz él tampoco; se estaba despidiendo. Uno de sus últimos mensajes fue: "¡Qué impotencia!". Pero dejó éste; es una obra que a él le llenó la vida reescribirla.
Babelia
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