El rey de la carne
Aquí hubo muertos. Aquí, en estas calles de suburbio, a media hora del centro de la ciudad de Buenos Aires, hubo muertos. Las versiones son varias, pero muchas aseguran que la primera masacre fue el 15 de junio de 1536, cuando don Diego de Mendoza, español, hermano del primer fundador de la que con los siglos sería capital de la Argentina, batalló -él y sus hombres- contra los querandíes que poblaban estos páramos. Hay quienes dicen que aquel día murieron veintidós infantes y mil indios, y que las aguas del río que atraviesa se volvieron rojas. Sea como fuere, el sitio se llama La Matanza y se llama así porque hubo muertos. Y en este distrito de trescientos kilómetros cuadrados y dieciséis ciudades, donde vive un millón y medio de habitantes y que hasta 2002 tenía un 40% de desocupados, José Alberto Samid, uno de los principales empresarios ganaderos de la Argentina, montó su imperio: su reino de vacas y de carne.
La casa de José Alberto Samid está detrás de un muro, en una esquina de Ramos Mejía, partido de La Matanza. Tiene entrada principal sobre una avenida y puerta discreta sobre una calle secundaria. No se ven cámaras de vigilancia, ni autos caros, ni custodios. El barrio no parece el barrio en el que elegiría vivir un empresario de éxito. La casa no parece la casa de un hombre poderoso.
Y sin embargo.
Detrás del muro que protege hay un pequeño parque, un cobertizo con tres autos ?ninguno nuevo: un Mercedes, una camioneta 4×4 Mitsubishi burdeos, un Renault Siena?, una piscina modesta y la casa: dos pisos, nada excepcional. Junto a la piscina, una habitación con puertas de vidrio, sus paredes repletas de fotos: Perón y Evita, el ex presidente Carlos Menem, el actual presidente Néstor Kirchner, y retratos de un hombre macizo ?cano? que se pasea a caballo por el campo ?su campo? con orgullo: el orgullo del campo en la mirada.
-Andá a verlo y le decís que te mando yo. ¿Me entendiste? Que te mando yo.
En el parque, el hombre macizo -cano- habla por teléfono, mira sin ver los árboles y el cielo, tiene la voz aguda, firme -los modos de califa-, y extiende la mano con gesto duro, seco:
-Samid, encantado.
El orgullo del campo en la mirada.
El apetito es voraz. Cada mes, en la Argentina se sacrifican 1.200.000 vacas para saciar el hambre de cuarenta millones de habitantes. Cada uno de ellos consume 67 kilos de carne al año a razón de cuatro veces por semana. El negocio factura 6.500 millones de pesos anuales -1.370 millones de euros-, participa en un 18% del PIB agropecuario y en un 3% del PIB total: en la Argentina, tener la carne es tener poder. Alberto Samid tiene la carne. Pero no quiere decir cuánta.
Hermano de dos hermanos, hijo del inmigrante sirio Khalil Samid y de Nélida Alluch, es dueño de una indeterminada cantidad de cabezas de ganado, frigoríficos, carnicerías y fábricas de calzado. Es además ex diputado por la provincia de Buenos Aires, ex asesor personal del ex presidente Carlos Menem, ex acusado de evadir impuestos por 88 millones de dólares y actual candidato a intendente de La Matanza en las elecciones nacionales del próximo mes de octubre.
El día es un cielo azul, ninguna nube. Samid -cinto diez kilos, un metro setenta y cinco- se pasa la mano por el pelo blanco, monolítico.
-Tercera generación de matarifes somos. Mi abuelo, mi papá, yo. Siempre en La Matanza. Acá, yo soy Perón. Mire: en esa pared hay fotos de tres presidentes, y el que más me gusta es el que falta llegar: yo. Lo haría bien. Todo lo que toco lo transformo. Soy un hombre de suerte.
-Como el rey...
-Sí, Midas. Je.
Marisa Scarafía -Maru- usa el pelo rubio liso, es alta y es, desde hace 25 años, la mujer de Samid, madre de sus hijos: Sol, de 21, estudiante de historia del arte y coordinadora en una galería de arte contemporáneo; Belén, de 19, estudiante de comercio exterior; Júnior, de 16, y Luz, de 10.
-Yo tenía 16 años, y él, 32. Me dijo: "Vos sos la mujer que elegí para que sea la madre de mis hijos". Y me conquistó.
La casa de Samid: un baño de mármol marrón con grifería dorada, cocina de muebles rústicos, cortinas con volados, un living con televisor enorme, candelabros de color naranja.
-A mí me gusta que la mujer sea mujer, y el hombre, macho. No me gusta que el tipo se ponga a cocinar, a cambiar pañales. Alberto es un padre estupendo, los chicos lo adoran.
Cuando hace años, una de las hijas de Samid se quedó encerrada en el baño de esta casa, él llegó bramando y pidió un hacha, y destrozó la puerta para librar a su cachorro. Por cosas como ésas, Samid es el héroe de sus hijos.
Porque su padre y su madre le dijeron que el mejor Gobierno del mundo había sido el de Perón, Samid se hizo peronista. En los ochenta logró una banca como diputado, y en enero de 1990, un puesto como asesor ad honorem de la presidencia de Carlos Menem. En agosto de ese año, plena guerra del Golfo, la Argentina se plegó al embargo dictado por las Naciones Unidas a Irak. Y un mes más tarde, el 23 de septiembre, Samid envió a ese país -argumentando razón humanitaria- 140 toneladas de carne. Menem, entonces, dispuso el cese inmediato de sus funciones como asesor, pero Samid dijo qué me importa, viajó a Irak, volvió asegurando que se había reunido con Sadam -25 minutos: tenía las fotos- y vociferando que Menem era un traidor a la raza: su raza, la raza árabe.
Todo quedó en eso hasta que, tiempo después, Samid marchó al Obelisco, donde soltó un globo aerostático con la leyenda "Compre argentino", enfrentándose a la política de importaciones del Gobierno de -todavía- Carlos Menem. No podría decirse que fue una gran idea. En julio de 1996, el fisco lo acusó de asociación ilícita y evasión de impuestos por 88 millones de dólares, pero él aseguró que las denuncias eran falsas, y en 1998, el juez a cargo de la causa, Juan Carlos Liporace (procesado por presunto enriquecimiento ilícito en 2001), imputó el carácter de organizadores de la asociación al padre y al hermano de Samid, Khalil y Manuel: los dos estaban muertos.
Finalmente, cuando en 2006 el presidente Néstor Kirchner decidió regular el precio y restringir las exportaciones de carne para evitar la inflación, Samid fue el único ganadero del país -el único- en aplaudir la medida. Devino aliado del Gobierno, y sus colegas lo echaron a patadas -literales- del mercado de Liniers, el más importante de la Argentina.
-Ésa es la oligarquía vacuna. Quieren exportar porque les pagan más afuera, pero si seguimos vendiendo, nos vamos a quedar sin carne para nosotros. Y acá la carne no nos puede faltar.
-¿A usted le puede faltar?
-No creo. Yo tengo muchas vaquitas.
-Mi papá es bueno, bueno, bueno. Demasiado bueno.
Luz tiene 10 años, el pelo castaño, largo.
-Le decís 'Papi, ¿me das plata?', y te da.
Estudia -como todos sus hermanos estudiaron- en el Ward, un colegio muy privado, muy bilingüe, muy caro, y quiere ser alguna de todas estas cosas: escribana, arquitecta, actriz o artista de circo. Mientras habla, se para de manos, se arquea.
-Yo tengo un trato con papá: ahora peso 49 kilos, pero si bajo a 36, él me regala dos perros. A mí no me gusta que esté en política. Si fuera famoso por otra cosa, sí, pero así no me gusta.
-¿Y por qué te gustaría que lo fuera?
-Yo tengo una amiga que el papá es famoso porque juega al rugby. Eso sí es lindo.
-¡Norte! -grita Samid, en el parque de su casa.
Norte se llama Ángel. Desde 1983 es el encargado de ver todo lo que Samid no puede cuando está ocupado en otra cosa: hacer política, vender la carne.
-Norte, dale un libro. ¿Usted leyó mi libro?
Samid escribió dos: La historia de la carne y La historia de La Matanza. Imprimió 1.200.000 ejemplares, los pagó de su bolsillo, incluyó su propuesta política y ahora va con Norte por los barrios famélicos, los reparte: "Anda descalza, mientras su cuero sirve para que nosotros podamos calzarnos. (...) Por ello y mucho más, dedico este libro a la vaca, la mejor amiga del hombre", reza la dedicatoria de La historia de la carne.
-La vaca nos da la leche, terneros. La matamos y no dice nada. La vaca, comparada con cualquier otro animal, es una santa. ¿No quiere venir el domingo al campo a comer un asadito?
Es mediodía cuando Norte acompaña hasta la puerta, despide amable, dice:
-Yo soy la sombra. La sombra que lo cuida.
No se sabe si son más, pero Samid tiene, al menos, dos campos. Uno en la provincia de La Pampa, con vacas y avestruces, jabalíes y ciervos, algunos bautizados: el ciervo Saddam, el perro Bin Laden, el cerdo Bush. El otro es éste, y queda cerca de Cañuelas, una pequeña localidad a 60 kilómetros de Buenos Aires. Para llegar hay que pasar frente a dos frigoríficos de su propiedad ?Liwin, Cañuelas? y recorrer una huella apenas más ancha que un auto, repleta de pozos y de zanjas.
Es domingo, once de la mañana. La Mitsubishi burdeos está estacionada debajo de un árbol. La casa de campo es prolija, sin lujos. Samid come sentado a una mesa larga de madera.
-Ahora, todos se divorcian porque los roles están cambiados. Yo nunca hice tareas de mujer. Hacer la cama, lavar los platos. Donde el hombre empieza a hacer la cama, todo se va degenerando.
-¿Sus hijas qué le dicen acerca de eso?
-Están en contra. Con mis hijos pasa lo mismo que con la sociedad: los de arriba me miran mal, y los de abajo me miran bien. Pero yo leí la historia de Frank Sinatra, que se decía que lo había ayudado la Mafia, y que él después quería meterse en un nivel muy alto y no lo dejaban. Y vivió toda su vida amargado. Yo no voy a vivir amargado como Frank Sinatra. Yo hubiera querido estudiar abogacía, pero empecé a trabajar y no pude. Ahora tengo 10 abogados: todos son empleados míos, y todos quisieran estar en mi lugar. Así que no sé si elegí mal.
Esta tarde, Luz lleva minifalda animal print y un top que le deja la barriga al aire. Va descalza. Su hermano, Júnior, la mira y mira las vacas pastar. Cuando él nació, después de dos mujeres, Samid no cabía en sí de orgullo: salió de la clínica con el niño en brazos, vanagloriándose de haber tenido, al fin, su primer macho.
-Yo quiero seguir con el negocio. Las vacas, el campo. Y si a mi viejo le gusta hacer política, está bien. Yo lo admiro.
Luz corre, se cuelga de una rama. Alguien le ordena que se baje: que si se cae y se lastima, quién la va a ayudar. Pero ella sabe quién y sigue colgada, balanceando.
El final de la tarde de un domingo de sol.
El auto salta por la huella (la huella estrecha, donde apenas entra un auto solo) cuando, al final del camino, en dirección contraria, aparece la trompa. La trompa burdeos: la camioneta de Samid. Avanza feroz, envuelta en polvo, y queda claro que no va a detenerse.
El auto aprieta su desesperación contra el alambre, pero no hay espacio para dos: todo alrededor son zanjas tremebundas. Están por tocarse -los flancos, metal contra metal- cuando la camioneta se desvía y pasa rauda sobre cuatro zanjas, y entonces puede verse -la ventanilla baja, el viento- que Júnior va al volante. Y que se ríe. Se ríe a carcajadas.
Es viernes, y es de noche. Y hay asado.
Desde enero de 2006, para promover su candidatura, Samid organizó 246 asados entre los vecinos de La Matanza: 700 kilos de carne, 60 de chorizos, el baile y la bebida. Hoy es viernes, es de noche y hay asado en Villa Madero: lugar difícil. Llueve una lluvia miserable, las luces resbalan sobre el pavimento y la camioneta avanza dejando atrás semáforos en rojo. Samid, al volante, se perfuma: Carolina Herrera, edición limitada.
-Pa, tengo calor, prendé el aire -dice Luz.
-Hace frío, Luz -dice Marisa.
Suena el teléfono. Samid atiende.
-Hola. Sí. ¿Cuántos son? Que me esperen en la esquina -dice, y cuelga-. Nos están esperando los capos de Villa Madero. ¿Ve? Esto no es para maricones. Por eso acá nadie se anima. Esto es La Matanza.
-Yo, cuando sea grande -dice Luz-, me voy a ir a vivir a Puerto Madero.
Puerto Madero (Buenos Aires): un sitio donde nada se consigue por menos de 2.000 dólares el metro. Aquí, en La Matanza, hace tres años los pobres eran el 68% de todo lo que se ve.
El humo, la multitud, los autos, los carteles: "Bienvenido, Samid, a Villa Madero". Samid detiene la camioneta, baja sin dar explicaciones, desaparece. Norte deposita a Luz en manos de su madre, y corre tras los pasos: la sombra que lo cuida.
-Ellos ya vienen -dice Marisa-. Vamos adentro.
Adentro es un tinglado de metal, doscientas personas y una banda de cuatro -Los Latinos- que se afana en cumbias entusiastas. La parrilla está a un costado: siete metros de brasas, siete metros de carne y diez que cortan trozos sobre un tablón. Detrás de la parrilla están los árboles -un campo, la sombra de la noche-, y allí, en alguna parte, Samid y Norte: conversando. Pasan tres, cuatro, diez minutos. En la calle, de pronto, un tumulto, los gritos de la euforia. Un hombre se acerca al micrófono y dice:
-¡Bueno, bueno, parece que está llegando! ¡Atención, señores!
La banda arremete y -brazos en alto, repartiendo besos- entra Samid, que se calza un delantal y va por las mesas sirviendo carne, dejando libros, los llaveros. A las diez y media de la noche, la ovación será en bloque cuando hable:
-¡Gracias, compañeros de Villa Madero!
Dirá lo que se espera: que donde falten cloacas pondrá cloacas, que donde falte agua potable, agua, y que todo eso lo haremos para que cuando nos pregunten dónde vivimos, todos podamos decir con orgullo...
La pequeña Luz, sentada a una de las mesas, mira a su padre, mueve la boca como en sueños y susurra, sin entusiasmo, "yo-yo-vivo-en-La-Matanza", y un segundo después, su padre grita, brama, vocifera:
-¡Yo... yo vivo en La Matanza!
La multitud estalla, y Luz parece despertar y dice:
-En quince minutos se termina.
Y en quince minutos se termina.
-Vamos a comer algo -dice Samid.
Ordena.
Cabalgan.
Ángel y Luz. Marisa y Alberto.
La autopista se interna en los suburbios grises, desangelados, y ellos, ajenos, cabalgan en la camioneta burdeos.
-¿Dónde vamos, gordo? -pregunta Marisa.
-A La Cueva del Oso. Avísales a los demás, Norte.
Norte saca el teléfono y el mensaje se esparce. Sobre la autopista hay luces que saludan, manos que se elevan desde cabinas como ésta, una danza nocturna y luminosa: a La Cueva del Oso, ha dicho él, y todos obedecen.
La Cueva del Oso es un restaurante que no se llama así. El cartel reza El Regreso del Oso, y alrededor no hay gente, autos, otros comederos. El salón es enorme y, excepto diez personas, está vacío. Samid y los quince que lo acompañan se instalan en una de las mesas del fondo. Un hombre sonriente, anillo de oro en el meñique, se acerca, pregunta qué va a comer Alberto, y Alberto dice, y todos comen lo que Alberto quiere comer. Con el correr de las horas, alguien, de nombre Óscar, le pedirá a Samid un libro.
-Norte, dale un libro. Dedícaselo. Ponle: "Para Óscar, con todo mi cariño".
Norte escribirá, en la primera página de La historia de La Matanza, "Para Óscar, con todo mi cariño". Alberto le pondrá la firma al pie.
Cosas que no hace Samid: no lava platos, no juega por dinero, no fuma, no llora, no se angustia.
Cosas que no tiene Samid: autos último modelo, muebles caros, casa de 5.000 metros, asesor de imagen, manicura, trajes Armani, yate, gemelos de oro, mocasines de cuero italiano. Por cosas como éstas, podría pensarse que Samid es un hombre modesto.
Son las nueve y media de la noche. Samid espera a bordo de su camioneta, frente a un estudio de televisión, barrio de Palermo (Buenos Aires). En un rato interpretará su rol de buen entrevistado ?gritará, se peleará con todos?, pero ahora espera. Mira la noche, el barrio que rodea. La puerta del acompañante se abre y Norte sube: hay que esperar diez minutos para entrar.
-¿Sabés quién está, Alberto? Mauro Viale.
-¡No! No lo vi más después de aquello.
Aquello: en 2002, Samid estaba invitado a un programa sensacionalista llamado Impacto a las 12, conducido por Mauro Viale: el hombre que está acá. Se discutía acerca de la devaluación del peso, pero las cosas se fueron de cauce y el conductor lo acusó de haber apoyado la bomba que en 1994 mató a 85 personas y destruyó el edificio de la AMIA, la mutual judía en Buenos Aires. Lo que siguió fueron 130 kilos de músculos y carne, el golpe, el puño, el grito: "Judío hijo de puta, te voy a matar". Samid sin diluir, su versión pura.
-No le podía permitir que me acusara así. Pero la verdad es que él es judío y yo soy árabe, no nos aguantamos. Bueno, me voy a tomar un poco de aire.
Samid se baja, cruza la calle. Cinco minutos después, las puertas del canal se abren, y Mauro Viale, portafolio en mano, aparece. Y descubre que entre su auto y él está Samid.
-Buenas noches -dice uno.
-Buenas noches -dice otro.
Y nada pasa.
Un mes más tarde, Samid hará nuevas tarjetas personales. Dirán, debajo de su nombre: "Matancero, peronista, hincha de Gardel, hincha de Boca, hincha del Ford. Y le tengo bronca a Mauro Viale".
Semáforos en rojo. Las avenidas tristes.
Es martes. Es de noche. Todos los martes y de noche, Samid tiene un programa en la estación de radio AM 770. El programa se llama Samid te escucha, y la radio es un primer piso por escalera frente a una estación de servicio oscura, un estudio ínfimo donde Samid escucha a vecinos que llaman y dicen nombre y edad, el barrio y el problema. Pero ahora todo ha terminado y el estudio está desierto: igual que la calle donde la camioneta espera, sola. Samid abre la puerta, se sube, dice que en un país en el que no hay respeto es bueno que la gente lo respete a uno:
-... le tenga un poco de miedo. La gente cree que porque uno está en política tiene más poder del que tiene, y piensan: "Cuidado, con ése no te metás".
Samid acciona el encendido. La camioneta no se pone en marcha. No hay nada alrededor ?ni nadie?. Mira hacia un lado, mira hacia otro, y entonces, por la esquina, aparece un hombre: solo. Samid no duda. Abre la puerta, grita:
-¡Eh, flaco!
El hombre se detiene. Está fumando. Mira.
-Ayudame a empujar un poquito.
El hombre tira su cigarro, se acerca con cautela.
-Dale, flaco, ayudame.
El hombre saluda, buenas noches. Hay un segundo de zozobra. Después empuja: ayuda a empujar. La camioneta arranca.
Semáforos en rojo. Las avenidas tristes. La burbuja burdeos sobre las calles rígidas, heladas.
-¿Vio? Hay que animarse acá. Esto es La Matanza. No es para cualquiera.
Ser dueño del mundo.
Sentir que este rincón oscuro de la tierra es un rincón cualquiera de su casa.
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