_
_
_
_

La gran orgía del 'disco'

Un género desinhibido y sofisticado inundó las pistas de baile de sexo y hedonismo a finales de los setenta. Fue la banda sonora ideal para una época de desenfreno. Se cumplen treinta años del nacimiento de la 'era disco', la cultura de club y la fiebre del sábado noche

Diego A. Manrique

En España, prácticamente ni nos enteramos. Vivíamos tiempos convulsos y sangrientos, mientras el resto de Occidente gozaba de la mayor orgía de la historia. La segunda mitad de los años setenta registró un frenesí de promiscuidad e intoxicación. De fondo, como afrodisiaco, una música entre salvaje y sofisticada cuya consigna era "que no pare la fiesta".

Nueva York impuso el modelo. Desde el Studio 54 llegaban las imágenes: la aristocracia de la política, el dinero, los medios y las artes adoptaba el carpe diem de la subcultura homosexual. Los gays, se creía, disfrutaban más y sin complejos. Se trataba de una minoría que había salido de una oscuridad secular y rechazaba el control social, los cajones de la psiquiatría, la represión. La rebelión gay saltó en junio de 1969, cuando la policía efectuó una redada ordinaria en el Stonewall Inn, un antro de la parte baja de Manhattan. Clientes y simpatizantes se resistieron, y los hombres de azul descubrieron, pasmados, que el espíritu de insurgencia de la época había prendido en la abundante población homo de la zona.

Más información
La Feria del Disco ofrece la posibilidad de adquirir vinilos desaparecidos

No hay constancia de la música que sonaba en el Stonewall Inn aquella noche. Acababa de morir la actriz Judy Garland y cabe imaginar que se recordaban sus grabaciones. En los años siguientes, con la policía en retirada, los locales gays -The Sanctuary, Tenth Floor, The Loft, The Saint- crecieron en tamaño y se hicieron más exuberantes. Y más envidiables: tenían incluso una música propia, que partía de audaces discos lanzados por sellos soul como Motown y Philadelphia International. Hasta entonces se bailaba con funk, rock o cualquier ritmo efectivo: entre los primeros favoritos estaba un grupo español, Barrabás, gracias a delirios tropicales como Wild safari o Woman; un saxofonista camerunés, Manu Dibango, incendiaba las pistas cuando su Soul makossa ni tenía distribución en Estados Unidos.

Era una propuesta irresistible para los neoyorquinos, que sufrían una sucesión de años horribles: el Ayuntamiento estaba en la ruina (sobrevivió despidiendo a 65.000 empleados municipales), la policía alcanzaba grados insólitos de corrupción, se había roto la alianza étnica entre judíos y afroamericanos, la clase media huía rumbo a suburbios tranquilos, la psicosis de inseguridad crecía con las hazañas de un asesino en serie conocido como Hijo de Sam, se cerraban las pequeñas fábricas que constituían el tejido industrial de la ciudad…

Esa desaparición de la base industrial resultó beneficiosa para el arte y el ocio. Los artistas podían instalar residencia y lugar de trabajo en lofts y las discotecas colonizaban inmensos espacios abandonados, donde ambientadores de interiores y técnicos de sonido construían poderosas experiencias audiovisuales.

En las grandes discotecas neoyorquinas se desarrolló todo un experimento social. La puerta del Studio 54 dependía del capricho de cancerberos que abrían paso a los habituales -Andy Warhol y Liza Minelli, Bianca Jagger y Ahmet Ertegun-, pero que humillaban a otros famosos y ricos, obligados a hacer cola entre la masa de peticionarios insistentes: alguien descaradamente guapo o que llevara unas pintas espectaculares tenía más posibilidades que un tiburón de Wall Street. El secreto, sabían los propietarios, estaba en la mezcla: la combinación adecuada de millonarios, celebridades, hedonistas inveterados y, bueno, gente normal; unos venían para contemplar a los otros. Los porteros tenían órdenes de dejar entrar a criaturas llamativas si acudían famosos; se asumía que éstos tenían derecho a ser entretenidos por la fauna de la noche.

Una vez conseguida la admisión, las discotecas lucían como paradigmas de democracia y tolerancia. Todas las tendencias sexuales eran celebradas. En lo racial, no existían barreras aparentes: la música disco era generada habitualmente por negros y latinos, pero los pinchadiscos tendían a ser ítaloamericanos. Todos consumían drogas: algunas pistas olían a popper, el nitrato para inhalar, popular en el mundillo gay; el decorado del Studio 54 hacía guiños a los consumidores de cocaína; los camellos gozaban de acceso libre a cualquier local…

Con o sin discreción, se podía fornicar en un rincón, aunque la discoteca prometía simplemente el preludio para el sexo. Para los campeones de la promiscuidad existían lugares especializados, donde se alentaba el cambio de pareja y el sexo en público: The Anvil y Mineshaft atendían a los homosexuales más ávidos, Plato's Retreat recibía a sus equivalentes heterosexuales (había sido anteriormente un paraíso gay, The Continental Baths, donde despuntó la vocalista retro Bette Middler). Sodoma y Gomorra al lado del río Hudson.

El ideal polisexual del amor libre se había materializado cuando los hippies eran un movimiento residual. De hecho, algunos discotequeros eran antiguos hippies que se permitían todo tipo de indulgencias tras los años brutales de la guerra de Vietnam. En la pista hallaban un nuevo sentido de comunidad, gracias a una música que aunaba lo orgiástico con destellos de espiritualidad: en sus mejores momentos, sobre ritmos implacables cabalgaban voces gospel con ecos de iglesia del gueto.

Con la era disco se consolidó la figura del disc jockey. Los platos a velocidad variable facilitaban las mezclas, y la amplificación convertía la sesión en una experiencia corporal; manejaba maxis, vinilos con una canción por cada cara, temas elásticos concebidos -en sonido y estructura- para sostener o desencadenar el frenesí.

La música disco ha sido víctima de los prejuicios: todavía hoy es considerada banal, repetitiva, fabricada en serie. Por el contrario, se puede demostrar que era rica en tendencias y en contenidos. Se nutría de los ritmos imperiosos de James Brown, Hamilton Bohannon, The Meters y otros funkateros. Podía ser compleja o elemental (sonido Miami). Extendía los hallazgos orquestales de veteranos como Norman Whitfield, Kenny Gamble, Leon Huff o Van McCoy. Se recuperaba el esplendor del swing con Tuxedo Junction y la sublime Dr. Buzzard's Original Savannah Band (reconvertida luego en Kid Creole and the Coconuts). Con el sello Salsoul, se llevaba la música latina a cumbres de opulencia. Permitía crear a músicos ambiciosos como Nile Rodgers y Bernard Edwards, que, rechazados por el color de su piel en el circuito del rock, se reinventaron como Chic.

Si la disco era un virus, pocos dejaron de ser infectados. Rockeros como los Rolling Stones, Kiss o Rod Stewart elaboraron llenapistas. Frank Sinatra entró en el juego con una versión de Night and day editada en 1977. Rebrotaron divas añejas tipo Ethel Merman o Eartha Kitt. No había partitura que se resistiera al tratamiento: hasta Beethoven y Mozart fueron discoficados.

La 'disco' era internacionalista, y posiblemente su mala reputación tiene su origen en Europa. Aquí se explotaron las posibilidades del sintetizador y las máquinas de ritmo, ya sugeridas en San Francisco por Patrick Cowley y sus producciones para Sylvester. El francés Cerrone y los alemanes Peter Bellotte y Giorgio Moroder protagonizaron una revolución estética tan decisiva como la de los robotizados Kraftwerk. Aunque Moroder puso en solfa las contradicciones de la disco music al elevar al estrellato a Donna Summer, que justificaba sus orgasmos en I feel love como exigencias del guión; cuando soltó la lengua, su conservadurismo moral le hizo quedarse sin base en el público gay.

Eran excepciones: la música disco europea se convertiría, por lo menos hasta la aparición del spaghetti disco, en sinónimo de asepsia, vulgaridad, superficialidad. Se montaban grupos basados en el proceso de selección de cantantes-contorsionistas, caso de Boney M, o estereotipos estadounidenses, caso de Village People. El fraude de Milli Vanilli era, debe saberse, la norma en estos territorios.

Había otras muchas fantasías en la disco music, fenómeno universalizado en el año 1977 con Saturday night fever, la película que disparó la carrera de John Travolta y proporcionó una segunda vida a los Bee Gees. El guión retrataba el impacto de la disco en un ámbito proletario y atacaba los prejuicios de barrio.

Pero se basaba en una mentira: el escritor irlandés Nik Cohn, recién llegado a Nueva York, había vendido un reportaje, Ritos tribales de la nueva noche del sábado, que era pura ficción: se trasladaban hasta Brooklyn aspectos de la subcultura británica del northern soul; en Tony Manero se reencarnaba un mod londinense.

Paradójicamente, el boom de Fiebre del sábado noche aceleraría el final. Identificados los elementos básicos, se inventaron modas como la roller disco (bailar sobre patines), que deserotizaba las pistas, pero que inspiró varias películas. Se publicaron grabaciones disco para niños y para la tercera edad. Empresas como Casablanca Records engordaron a base de producir: inundaban las tiendas con sus novedades, confiados en que el público compraría automáticamente.

Ignoraban o despreciaban el dato de que un sector considerable odiaba la música disco. Bastantes jóvenes se sentían intimidados por el culto al cuerpo, el refinamiento indumentario, la carga sexual. Reaccionaron reivindicando el rock visceral y difundiendo el lema Disco sucks (La música 'disco' apesta). Muchos conversos se fueron desencantando: sentían que las bacanales no estaban a su alcance, que la verdadera acción ocurría en zonas VIP a las que no tenían acceso. Para los plebeyos, el estilo de vida suponía un desgaste físico y un derroche económico que no podían mantener.

Además, el clima político se había agriado. El primer florecimiento de la música disco ansiaba el hedonismo, tras los años de incertidumbre de Richard Nixon, alias El Tramposo Dick. Pero el buenismo del presidente Jimmy Carter se interpretaba como debilidad y, tras la toma de rehenes en Teherán, como impotencia. Eran percepciones alentadas por la América conservadora: recuperada del huracán de los sesenta, se presentaba como la mayoría moral, batallando en puntos sensibles como los derechos de los homosexuales, la discriminación positiva o el feminismo. Conscientemente, se apuntaba a los grupos claves de la disco: gays, negros y mujeres liberadas.

Por su parte, las autoridades enfilaron a los magnates de la noche, que acumulaban ganancias (del 40% al 80% de la caja) en dinero negro. Se aplicó el método Capone: por evasión de impuestos fueron encarcelados Larry Levenson, del lúbrico Plato's Retreat, y la pareja Ian Schrader-Steve Rubell, del Studio 54. Rubell se creía invulnerable: le pedían que testificara contra una figura menor de la Mafia y él respondió amenazando con desvelar el consumo de cocaína de Hamilton Jordan, ayudante de Jimmy Carter, y otras figuras públicas. No coló.

La ola conservadora terminaría instalando a Ronald Reagan en la Casa Blanca. Para entonces se habían celebrado ceremonias multitudinarias donde se destrozaban montañas de vinilos de música disco. Más insidiosamente, el sida ya hacía estragos: aun sin estar identificado, los enterados susurraban que el cáncer gay afectaba a noctámbulos de gran voracidad sexual y farmacológica. Las discotecas más libidinosas languidecieron o fueron clausuradas.

Los anuncios de la muerte de la música disco resultaron, ahora lo sabemos, exagerados. En Europa continuó prosperando, y demostraría su capacidad para aglutinar masas con la eclosión del house. Y las discotecas siguieron lanzando artistas. Madonna, la diosa de los ochenta y los noventa, encarnaba los valores de la era disco, y, de hecho, se dio a conocer en un local abierto en 1979, el Funhouse, donde pinchaba uno de sus futuros novios, John Jellybean Benítez. Simultáneamente, Neil Tennant, un periodista musical británico, viajaba a Nueva York y aprovechaba para conectar con Bobby Orlando, un homófobo que triunfaba en las pistas gays: sería el primer productor de los Pet Shop Boys. La rueda volvía a girar.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_