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Columna
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Un milagro español

Andrés Ortega

Uno de los grandes milagros de España en estos años es que al ritmo que ha crecido, la inmigración no haya provocado el surgimiento de una extrema derecha significativa. Casi ninguno de los países de nuestro entorno que ha pasado por experiencias intensivas como éstas, sea Italia, Austria tras la caída del Muro, Suiza o Dinamarca entre otros (además de Francia o Alemania, con ritmos distintos) se ha librado de este mal. La gran excepción es quizás el Reino Unido, protegido por su pasado colonial multicultural y por un sistema electoral que favorece el bipartidismo. En España, es cuestión de tiempo. ¿O no?

En la España de 1980, la inmigración neta era un 0,3% de la población. En 2004, según los últimos datos de Eurostat, es de 610.000, la segunda mayor del mundo en términos absolutos después de Estados Unidos, y un 1,62% de nuestra población. Es el tercer país con mayor crecimiento relativo de inmigración de la UE por detrás de, con otros patrones, Chipre e Irlanda. La tendencia al alza fue constante en los 80, pero el despegue de este fenómeno en España tuvo lugar en 2000 y 2001, a pesar de las leyes restrictivas del Gobierno del PP. A finales de 2004, según la Secretaría de Estado de Inmigración y Emigración, había casi dos millones de extranjeros en España (20% más que el año anterior) o 4,58% de la población, lo que puede llegar a un 7% si se añaden los ilegales estimados. También se ha producido un cambio en su composición. La mayoría ya no son comunitarios jubilados. América Latina como origen ha superado a la UE, y la nacionalidad más representada es la marroquí.

En muchos países de nuestro entorno, un crecimiento anual de la inmigración superior a un 1% de la población, y la presencia de más de un 10% de extranjeros ha generado fenómenos de extrema derecha en pocos años, desde Haider a Pym Fortuyn u otros. Es difícil saber el umbral de tolerancia de esta sociedad a la inmigración. Las lecciones suizas u austriacas indican que lo alimenta no la lucha por el empleo, sino la percepción de cambio cultural y diferencia.

¿Por qué no en España? El gran aumento de la inmigración ha coincidido con una época de bonanza económica y de necesidad de cubrir puestos de trabajo que los españoles no querían, junto a la percepción de que la inmigración es necesaria para preservar el modelo socio-económico. El esfuerzo en educación de los hijos de inmigrantes (los nacimientos de madre extranjera ya suponen un 13,7% del total en 2004) y en protección sanitaria pesa. Todo ello contribuye a mejorar la integración de los nuevos españoles -muchos de los cuales vienen de países de habla hispana y cultura cristiana, lo que facilita su integración-, pero los antiguos empiezan a percibir que se ven afectados en servicios y prestaciones. Y aunque la inmigración se sitúa en los primeros lugares de las preocupaciones en las encuestas, el español medio la ve, pero no la vive ¿aún? como problema. Esta sociedad de la "España plural" es también una de las más posmodernas de Europa, lo que facilita la mirada hacia lo diferente y diverso. ¿Hasta cuándo? Lo ocurrido en las vallas de Ceuta y Melilla pone de relieve que o se hace algo -y hay que hacerlo desde la dimensión europea, aunque no haya un modelo europeo para la inmigración-, o se llegará a un desastre. Los disturbios en la baja banlieu de París son otro aviso.

La ausencia en España de una extrema derecha separada -aparte de la que acudirá en este 30º aniversario de la muerte de Franco al ignominioso Valle de los Caídos- tiene una parte de explicación en el éxito de Aznar al aunar en el PP a la derecha que iba del extremo al centro. Uno de los grandes temores del actual PP es, justamente, que por ésta y otras razones, le surja un partido por su derecha que se pudiera llevar a un trozo significativo del electorado. La tentación de los socialistas de propiciar tal movimiento (como en su día Mitterrand ayudó a Le Pen a ganar vuelo) existe. Sería un grave error histórico. Pues el fin del milagro podría acabar contaminándolo todo. aortega@elpais.es

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