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Reportaje:

La odisea de la foca monje

Es uno de los 10 mamíferos más amenazados del planeta. Sólo quedan 500. Y la principal colonia sobrevive entre Marruecos y Mauritania. Un grupo de biólogos españoles se ha convertido en protagonista de la salvación de la desdichada foca monje.

Los antepasados de Lacitos, Chupetón y Cacerolo fueron muy importantes y apreciados en el mundo mitológico de la Grecia clásica. En la Odisea, Menelao llevaba una piel de foca monje, animal considerado protector frente a los caprichos del destino. Y Poseidón tenía un rebaño de focas, cuyo pastor era Proteo, hijo de Thetys (diosa de la Tierra) y Oceanus (dios del Mar).

Hoy día, Lacitos, Chupetón y Cacerolo viven bajo una estricta vigilancia en un pequeño trozo de costa de la península de Cabo Blanco, a caballo entre Mauritania y Marruecos. Se criaron en unas cuevas inaccesibles desde tierra, con pequeñas playas interiores. Y lo que necesitan es tranquilidad. Mucha. Que nadie les moleste.

Lacitos, Chupetón y Cacerolo son tres de las aproximadamente 150 focas monje que forman esta comunidad del Atlántico, la población de mayor tamaño de esta especie que conserva la estructura de colonia en todo el mundo. Y necesitan sobre todo seguridad y tranquilidad para recuperar energías y expandirse hacia otras áreas en buenas condiciones del Atlántico. Ésa es ahora la máxima prioridad de los expertos.

La foca monje del Mediterráneo (Monachus monachus) se llama así porque los marineros decían que, al verla descansar en la playa, los pliegues de grasa de la cabeza le daban un aspecto similar al capuchón de un monje, y porque la especie fue descrita científicamente en el siglo XVIII (hasta 1779 se la confundía con la foca común) con un ejemplar del Mediterráneo, aunque habitaba con igual frecuencia en el Atlántico. Y puede dar fe de que desde que la abandonaron los dioses de la mitología griega no ha tenido una historia fácil. Pasó de codearse con Poseidón a convertirse en la Edad Media en un mero objeto que proporcionaba carne, piel y grasa; sobre todo grasa, pues de ella se obtenía el saín, un aceite muy apreciado para alumbrar, pues producía menos humo que la grasa de ballena. Perdió su carácter mítico, y el género humano se lanzó a cazarla. Y de ser muy abundante en el Mediterráneo y el Atlántico ha pasado a ser uno de los 10 mamíferos en mayor peligro de extinción en el mundo: sólo medio millar de ejemplares, agrupados en las islas del Egeo, entre Grecia y Turquía; posiblemente algún ejemplar disperso en las costas mediterráneas de Marruecos y Argelia; otras pocas en las Desertas, en Madeira (Portugal), y la colonia sahariana, nuestra protagonista. No existen poblaciones en cautividad. Las otras dos especies de foca monje tampoco han corrido mejor suerte que la del Mediterráneo: la del Caribe se extinguió hace medio siglo, y la de Hawai ha estado a punto de sumirse también en la oscuridad, aunque un plan de salvamento llevado a cabo por Estados Unidos ha resultado muy fructífero, y ya se cuentan unos 2.200 ejemplares.

Cuando perdieron su interés industrial, otra maldición cayó sobre ellas. En los años treinta y cuarenta del siglo XX, en España se las empezó a acusar de haber provocado la reducción de los recursos pesqueros costeros, desde pescado hasta crustáceos tan valiosos como la langosta. Les pasó lo mismo que a los lobos terrestres. Se les vio como depredadores competidores del hombre, y se dio la instrucción oficial de eliminarlos. De hecho, a la foca monje se le llama también lobo marino, denominación que explica mucho en sólo dos palabras. Se le declaró alimaña, y los antepasados de Lacitos y Chupetón fueron perseguidos hasta la extenuación. La Monachus monachus fue aniquilada de prácticamente todos los países ribereños del Mediterráneo, incluida España. En la primera mitad del siglo XX era abundante en las islas Baleares (todavía en los años sesenta se veía alguna por esta zona) y en las costas de Cataluña, Alicante, Murcia y Almería.

Décadas después, los pescadores recapacitaron: quizá fuera el propio hombre, y la sobreexplotación pesquera, la causa de la reducción de los bancos pesqueros, y no la foca. La protección oficial en aguas españolas le llegó en 1973. Demasiado tarde. Ya poco -o nada- había que proteger.

Quizá por esa responsabilidad histórica, y porque la colonia sahariana fue descubierta en 1945 por el naturalista español Eugenio Morales-Agacino, ahora España se está volcando en un proyecto de recuperación de la Monachus monachus. Si funciona el plan, la foca podría volver a ocupar de forma natural incluso las islas Canarias, otra de las áreas históricamente favoritas de estos animales. Precisamente la isla de Lobos, junto a Fuerteventura, se llama así porque era el hogar de una gran colonia de estos mamíferos marinos.

"Para recuperar su antiguo territorio en el Atlántico, la prioridad que tenemos en el plan es ver garantizadas unas condiciones favorables de hábitat y de tranquilidad que ahora le faltan", comenta Luis Mariano González, coordinador del Programa de Especies Amenazadas del Ministerio de Medio Ambiente y coordinador del Plan Internacional de la Foca Monje. El año pasado ya consiguieron que nacieran 30 crías en la colonia de Cabo Blanco.

En aguas españolas, los últimos ejemplares han nadado de forma esporádica en las militarizadas islas Chafarinas, cerca de Melilla, procedentes de la exigua población marroquí-argelina. Uno de ellos se hizo muy popular: Peluso, un macho de avanzada edad cuya fotografía saltó a los medios de comunicación en 1989. Peluso se convirtió en una estrella, pero de poco sirvió. A los dos años, tras una espectacular operación para liberarle de un aro de una red de pesca en que había quedado atrapado, se le perdió el rastro; dejó de retozar por las Chafarinas y la decadencia de la especie continuó preocupando sólo a unos pocos. Peluso sí influyó en incentivar el plan oficial de compromiso con la especie. Si España ya estaba trabajando en Chafarinas desde 1985, la fotogenia de Peluso permitió dar un salto ambicioso: en 1994 se pasó a Cabo Blanco. En esta zona ya había trabajado un equipo francés en los años ochenta, liderado por Didier Marchessaux, pero en 1988 la explosión de una mina antitanques acabó con ellos y truncó todo.

Ahora España lidera el proyecto internacional de recuperación de la foca monje en el Atlántico -dentro del Convenio de Bonn de animales migratorios-, en el que participan también las Administraciones de Portugal, Marruecos y Mauritania. La Fundación CBD-Hábitat se encarga de ejecutar sobre el terreno las pautas de conservación en la colonia sahariana, con fondos procedentes del Ministerio de Medio Ambiente y la Agencia Española de Cooperación Internacional (un millón de euros entre 2000 y 2004), y la colaboración de ONG como MAVA, Euronatur y Annajah.

A la Fundación CBD-Hábitat pertenece Pablo Fernández de Larrinoa, de 31 años, licenciado en ciencias del mar, que acaba de marcharse a Cabo Blanco para pasar un mes junto a Lacitos, Chupetón, Cacerolo, Concordia y Nike (bautizada así por marcas en su piel que recuerdan el logo deportivo). Su trabajo: afinar el censo, estructura y comportamiento de la colonia. Junto a los expertos españoles trabajan cinco mauritanos: tres guardas y los técnicos Hamdi M'Bareck y Moulaye Haya. Y tanto cuidado ponen en no molestar a las focas que hasta el seguimiento se realiza a distancia, a través de cámaras de vídeo colocadas en las cuevas donde crían. Aunque a veces las labores de campo se vuelven más artesanales y hay que colgarse por el acantilado de 15 metros donde viven para controlarlas e identificarlas.

Quien se cuelga suele ser el biólogo Miguel Ángel Cedenilla, de 39 años, que esta primavera viajará de nuevo al campamento base situado cerca de las focas. "Cuando estamos allí hay tan pocas opciones de entretenimiento -es desierto de piedras- que vivimos por y para las focas, totalmente volcados en ellas". Cedenilla aún recuerda el triste caso de Juanito. "Había un temporal muy fuerte y veíamos que no iba a sobrevivir. Decidimos rescatarla. Estaba muy débil. La tuvimos en cautividad, rehabilitándola, durante nueve meses; le construimos incluso una cueva artificial, y le enseñamos a pescar. Fue un gran trabajo. Pero después la soltamos y a los 10 días le perdimos la pista. Sospechamos que cayó en alguna de las redes de deriva caladas esos días por grandes barcos de pesca. Hemos visto que, en esas condiciones de desprotección, no compensaba ese trabajo. Lo que intentamos es poner los medios para que ellas se recuperen y expandan de forma natural".

No es de extrañar tanta prudencia. Ahora que ya están superprotegidas, las amenazas naturales les siguen haciendo la vida imposible, y más cuando están concentradas en un área tan pequeña, sometidas a fuertes temporales, derrumbamiento de cuevas y otros desastres. En 1997, una marea roja mató a unos 200 individuos de la colonia sahariana; estas mareas mortales se producen por la proliferación masiva de unas algas microscópicas productoras de toxinas, antes desconocidas en la zona, que contaminan la cadena alimentaria. Y las focas mueren envenenadas en cuestión de días, o incluso de horas. Por si fuera poco, las focas monje han tenido que modificar su hábitat natural, y eso les está costando muchas vidas. Su ambiente siempre fueron las soleadas playas abiertas, o sea, una de las zonas favoritas de los humanos para asentar sus residencias. Gustos tan parecidos las han ido arrinconando. O había urbanizaciones, o había focas -de hecho, la pérdida de su hábitat es uno de los máximos obstáculos para su recuperación en el Mediterráneo-. Estos mamíferos marinos tuvieron que cambiar sus costumbres y se refugiaron en cuevas escondidas. Pero es que los bebés de foca monje, al contrario que los de otras especies de focas, nacen con un pelaje (llamado lanugo) no apto para vivir en el agua, sino en la playa; con lo cual, ante temporales, cuando el oleaje se enfurece, muchos de estos pequeños sucumben en las cuevas, que se convierten en trampas mortales para ellos. Hasta que no tienen dos meses no cambian el pelo -a otro más corto y duro, menos de peluche-, para desenvolverse a gusto en el medio acuático. Luis Mariano González calcula que lo inhóspito de las cuevas de Cabo Blanco provoca cada año la muerte de aproximadamente la mitad de las crías que nacen.

Avalancha de infortunios. Muchas artes pesqueras resultan letales, además, para estas focas. Comen pescado y pulpo, como nosotros, y es probable que, si los marineros faenan en las aguas donde ellas viven, se enreden en determinadas artes no selectivas y mueran. Luis Mariano González explica que ahora uno de los objetivos fundamentales del proyecto es sensibilizar y hacer entender a los pescadores africanos que un trabajo sostenible y respetuoso, cuidando a las focas, su área y su comida, les beneficia. Se trata de que vean en estos monjes marinos un aliado; de contarles que, por mucho que les extrañe en sus economías de subsistencia, el mundo desarrollado ha decidido invertir en la conservación de este animal y su ambiente, y está dispuesto a dedicar grandes sumas de dinero a cambio de que hagan una pesca compatible con la supervivencia de las focas. Todo con el objetivo de que estos animales -inteligentes y sociables, que llegan a pesar 400 kilos, y que, frente a las otras focas, están adaptados a vivir en aguas cálidas- recuperen la confianza.

Colonia de focas en los acantilados de Cabo Blanco.
Colonia de focas en los acantilados de Cabo Blanco.FRANCISCO MÁRQUEZ

Ayudas al pescador africano Por Sofía Menéndez

Desde que en la Cumbre de la Tierra, en 1992, se abriera el debate sobre la obligación de conservar la biodiversidad en los países pobres -cuando los ricos casi han destruido la suya-, se han escrito ríos de tinta y firmado muchos convenios, pero se ha avanzado muy poco. En lugares como Mauritania, donde la mayor parte de la población vive en la miseria, donde la esclavitud se abolió casi ayer (en 1981), a los biólogos le resultaba muy difícil preocuparse por las focas. Por eso, la Fundación CBD-Hábitat decidió abrir una línea de trabajo de cooperación al desarrollo para mejorar el medio ambiente y beneficiar a la población local, en colaboración con la ONG Ipade. Este nuevo planteamiento intenta mejorar las precarias condiciones de vida y de trabajo de los pescadores de Cabo Blanco y convertir a la foca monje en un símbolo de su ecodesarrollo, cambiando la idea que tenían sobre ella como enemiga al competir por los mismos recursos. De hecho, el medio millar de pescadores que faenan en aguas de Cabo Blanco van comprobando poco a poco que apoyar la conservación de la foca monje se traduce en mejoras para ellos.

Los ministerios españoles de Medio Ambiente y Asuntos Exteriores (a través de la Agencia Española de Cooperación Internacional) han destinado un presupuesto significativo para desarrollar medidas que ayuden a los pescadores artesanales. En 2002 comenzó a funcionar el primer logro del proyecto: conseguir la protección de un tramo del litoral de seis kilómetros de longitud, donde se sitúan las dos principales cuevas de cría de las focas; en esa reserva está prohibida la pesca con redes y sí se permite la realizada con anzuelo.

Además es fundamental el apoyo que se dispensa a los pescadores para mejorar las condiciones de seguridad en su trabajo, mediante el reparto de chalecos salvavidas, luces de posición, bengalas, cursillos de seguridad… Con todo ello se evitan muchos accidentes y muertes, ya que la mayoría son inmigrantes del interior que carecen de una mínima cultura del mar. Otra de las actuaciones ha sido la construcción de una lonja de pescados en uno de los barrios más pobres de la ciudad mauritana de Nouadhibou, con más de 100.000 habitantes y un rápido crecimiento, que queda a unos 25 kilómetros de la colonia de focas. Y se prevé conseguir en el futuro el cambio de las redes actuales de nailon, muy dañinas para la pesca y las focas, por las antiguas -de cuerda e hilo-, menos agresivas con el medio y que además las focas pueden romper más fácilmente si se quedan enganchadas en ellas.

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