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Reportaje:

La consagración de Napoleón

Hace 200 años, un Napoleón en la cumbre de su gloria se coronó como emperador en una ceremonia deslumbrante y llena de 'grandeur'. Hoy, la República Francesa conmemora esa consagración con varias exposiciones que muestran las luces y las sombras de la etapa napoleónica.

La fascinación que Napoleón sigue ejerciendo sobre los franceses -y sobre buena parte del mundo; no en vano, ya en 1837 se publicaba en chino una biografía del personaje- es tan misteriosa como indudable. Para celebrar su autocoronación, que tuvo lugar el 2 de diciembre de 1804, los museos nacionales franceses han programado cinco grandes exposiciones y un festival de cine. Otras instituciones también se han sumado a la celebración con muestras sobre la intimidad de la corte imperial, pinturas y grabados centrados en gestos de clemencia del emperador, historia de las insurrecciones antinapoleónicas, el cómo la propaganda se transformó en leyenda, etcétera.

Tras su golpe de Estado del 18 brumario (9 de noviembre, según el calendario gregoriano) de 1799, Napoleón lanzó dos frases históricas, y en el mismo día: "Yo soy la Revolución" y "la Revolución ha terminado", afirmaciones sobre el papel contradictorias, pero que son de una perfecta coherencia y encierran todo el secreto del personaje. Napoleón es la Revolución porque su carrera militar sólo puede entenderse a partir de 1789, es decir, a partir de su decisión de poner en la picota los privilegios de la nobleza y el clero, hacer jurar la Constitución al rey, abolir la esclavitud y aprobar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Antes, en 1793, Napoleón inventó un nuevo calendario y el establecimiento del sistema métrico como medida de todas las cosas, y logró una sucesión de victorias contra los ejércitos europeos coligados contra la Revolución. En 1796 arrestó y ejecutó a Babeuf, líder de un comunismo primitivo (dos años antes, Danton y Robespierre habían corrido la misma suerte: ya se sabe, la Revolución devora a sus hijos), y lideró una expansión militar que llegó hasta Egipto y llenó el Museo del Louvre de tesoros robados en distintos países.

Entre 1789 y 1799, el joven y mediocre oficial -el número 42 de una promoción de 58- Napoleón Bonaparte se convirtió en una figura primero de la Revolución, luego de la consolidación del cambio y, por fin, de una suerte de restauración del orden. Su carrera se afianza con sus golpes de lealtad. En 1793, Napoleón recupera para el nuevo poder la ciudad portuaria de Tolón, que los partidarios de la monarquía habían entregado a los ingleses, y aunque en 1794 es encarcelado debido a sus simpatías por Robespierre, la necesidad de tener un militar competente en el ejército le salva y le pone al frente de las tropas que el 5 de octubre aplastan una conspiración monárquica.

En marzo de 1796, Napoleón es nombrado general, y el Directorio le confía el mando del ejército de Italia. Allí logra victoria tras victoria, hasta el punto de que su popularidad se convierte en amenaza para un poder político que ha ido quedándose sin base popular y que sólo se sostiene a base de conspiraciones. La buena fortuna le sigue acompañando en las batallas, a pesar de que la flota francesa es derrotada por Nelson en Abukir el 1 de agosto de 1798; acontecimiento determinante, pues si bien las tropas francesas tienen aún por delante casi 15 años de éxitos en Europa, su armada ya nunca podrá equipararse a la británica, tal y como confirmará Trafalgar en 1805. El Musée National de la Marine, de Francia, ha abordado la relación entre Napoleón et la mer en una gran exposición sobre el rêve d'empire (el sueño de imperio) que, falto de grandes victorias en el Mediterráneo o en el Atlántico, no se materializará o será efímero.

Pero Napoleón, que invadió países en nombre de la libertad y de la lucha contra los privilegios, salpicando el mapa de la futura Italia de repúblicas -la Partenopea, la Ligurina, la Cisalpina, la Helvética, la Romana…- que más tarde rebautizará y agrupará en reinos para poner al frente de ellos a sus familiares, no quería acabar en la guillotina como sus admirados líderes revolucionarios. La República le parecía frágil, sujeta a los vaivenes del azar, mientras que, en cambio, la monarquía aportaba la continuidad familiar. Si miraba hacia su propia familia, le bastaba con el ejemplo de su padre, Charles Marie, aristócrata y abogado que luchó por la independencia de Córcega bajo las órdenes de Pasquale Paoli hasta que comprendió que la monarquía borbónica iba a ganar la partida y se cambió de bando. Napoleón, uno de los 13 hijos de Charles Marie y Marie Leticia Ramolino, la futura madame Mère -un título honorífico tan bello como extravagantemente freudiano-, hizo una buena síntesis de lo vivido por su padre y los héroes de la Revolución: se puede ser aventurero si es en provecho propio y para edificar una dinastía.

La derrota en Waterloo (1815) parece acabar con la trayectoria de Napoleón, pero fue un espejismo, pues su sobrino Charles Louis será emperador de nuevo entre 1852 y 1870, y bajo la significativa denominación de Napoleón III. Los Bonaparte, que se enriquecieron a una velocidad vertiginosa, habían creado una dinastía o, cuando menos, un clan, y durante todo el siglo XIX los bonapartistas se enfrentan a los orleanistas o a los borbones para ponerse al frente del Estado, ya sea éste una monarquía o una república.

La gran exposición del Louvre gira en torno al enorme cuadro de David (9,79 metros de ancho por 6,21 de alto) que reproduce la autocoronación de 1804 en Notre-Dame de París. Es tan grande que, al verlo, Napoleón dijo: "¡Esto no es una pintura! ¡Se puede caminar por dentro!". Al margen de la calidad de la obra y del mérito artístico de los otros 40 objetos -grabados, joyas, dibujos, pinturas…- que acompañan y completan la tela de David, lo más apasionante es aprender a descifrar la información que aporta el cuadro sobre el proyecto napoleónico. El pintor, que desempeña un papel de notario ante la opinión pública, miente al reconstruir los hechos del 2 de diciembre de 1804, pues añade entre los 191 personajes por él pintados a la madre de Napoleón, que no acudió a la ceremonia para no dar su aval a la emperatriz Josefina, una viuda con dos hijos, nacida en la Martinica, antigua amante del vizconde de Barras. Y miente también al darle a un sacerdote el rostro de Julio César, o al pintar al papa bendiciendo la coronación de Josefina, pues el pontífice permaneció inmóvil durante toda la ceremonia, ya que Napoleón sólo lo quería como testigo religioso de un acto civil. Luego el emperador cambió de opinión y le pidió a David que cambiase la gestualidad del papa, pues "no lo he hecho venir de tan lejos para que se esté de brazos cruzados". El cardenal Caprara, indispuesto, tampoco asistió a la autocoronación, y en ningún caso lo hubiera hecho sin peluca, pero a David le iba bien una cabeza calva, blanquecina, que apoyaba sus equilibrios lumínicos. El pintor, que se autorretrató dibujando, se permite también alguna venganza personal, como el dejar fuera de cuadro a ciertos enemigos, como Vivant Denon, el gran reorganizador del Museo del Louvre y el personaje que da nombre a la sala del museo donde hoy, precisamente, se expone el cuadro de David.

Jacques-Louis David pintó primero un esbozo del cuadro con Napoleón autocoronándose, es decir, poniéndose en la cabeza una corona de laurel de oro, un gesto que realizaba con una mano mientras con la otra descubría la espada que llevaba ceñida a la cintura. La acción transcurría de espaldas al altar y a la representación eclesiástica, y su simbolismo era de fácil comprensión: el nuevo emperador se ganaba el título gracias a la fuerza de sus gestas militares y tomaba como testimonio al pueblo soberano, al que él decía representar. Josefina se inclina ante él, arrodillada. En la versión definitiva -el pentimento ha sido estudiado gracias a los rayos X, pero puede descubrirlo un ojo atento-, la posición de la esposa es menos de sumisión y respeto que la lógica de quien va a recibir una corona. "¡Me ha convertido en un caballero francés!", le dijo satisfecho Napoleón a su retratista.

Para reforzar la legitimidad imperial, Napoleón exigió que estuvieran presentes en la catedral de Notre-Dame los regalia, es decir, los objetos cuya posesión y presencia garantizan el carácter sagrado de una coronación. Se trataba de un cetro, una espada, una mano impartiendo justicia, dos coronas y unas espuelas que habían pertenecido, dicen, a Carlomagno. Vivant Denon descubrió que la Revolución había destruido estos símbolos y se apresuró a falsificarlos encargando al mejor joyero un supuesto trabajo de restauración.

A partir de 1799, Napoleón decreta la desaparición del Directorio, es decir, de un poder que se turna y está sujeto a un relativo control parlamentario. Impone, primero, que el poder político y militar recaiga en tres cónsules, y luego, que uno de esos tres tenga preeminencia sobre los otros dos. Obviamente, él es el cónsul que manda: de entrada, por un tiempo indeterminado; luego, por 10 años; finalmente, de por vida. Después, en diciembre de 1800, y con motivo de un atentado, ordena la represión inmediata de los grupos revolucionarios aún activos. En 1802, Napoleón restablece relaciones con el Vaticano y crea una nueva distinción honorífica que tendrá una larga trayectoria: la Legión de Honor.

Napoleón dicta una nueva Constitución, elimina las elecciones y las convierte en plebiscito en el que el voto no es secreto. Aprueba una nueva división territorial de Francia que favorece la centralización y acaba con cualquier flirteo federalista. Impuso además una reorganización judicial y administrativa, con la creación de la auténtica burocracia -la palabra nace en ese momento- que se convierte en sólido aparato de Estado, e instaura un estricto control de la opinión pública: si el 16 de enero de 1800 existían en Francia 72 periódicos, al día siguiente sólo quedaban 13.

Entre 1806 y 1808, como consecuencia lógica de la fórmula imperial, Napoleón restablece la nobleza abolida por la Revolución, aunque ahora el título no comporta privilegios fiscales o judiciales. La nueva estabilidad económica consagra la aparición de una nueva clase fundada en la compraventa de los bienes del Estado y de la Iglesia que han salido a subasta. Los trabajadores, que se quedan sin la protección de los gremios y no tienen aún sindicatos, figuran entre los grandes perdedores de la Revolución, mientras la burguesía liberal, los propietarios rurales, una nueva casta militar y una desorbitada Administración pública son los vencedores de un cambio que dejará al país un Código Civil que ha sobrevivido hasta ahora, o la creación de algunas grandes instituciones públicas, ya sean museos o centros de enseñanza superior de notable calidad. En su cuenta de resultados también hay que reconocer a Napoleón el dogma de la separación de los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial.

La aventura revolucionaria y napoleónica tiene su traducción en un estilo. La aristocracia (400.000 nobles que se quedan sin privilegios) se desvanece, y el nuevo poder busca sus referentes en la austeridad del pasado, en la Grecia antigua y en el Imperio Romano, a veces en los etruscos, en la simplicidad de la repetición de formas geométricas, en la liquidación de la omnipresencia de iconografía y símbolos ligados a la religión católica. La N del emperador y las águilas del imperio ocuparán un lugar importante, al tiempo que reaparecen formas clásicas de celebración de los éxitos militares, ya sean los arcos triunfales o las columnas u obeliscos. La moda cambia, y las mujeres del imperio utilizan vestidos ceñidos por debajo del busto, que luego caen como una túnica con muchos pliegues. La gama de colores y elementos decorativos se reduce al máximo. La moda masculina también es más seria, y las casacas se acortan al tiempo que la ropa toma formas más marcadas por su utilitarismo. Pintores como Fragonard o Watteau dejan paso a David, Ingres o Gericault. El escultor Canova se especializa en la familia imperial y ha dejado para la posteridad maravillosas figuras y estatuas de Paulina, la hermana libertina del emperador. La música no tiene momentos relevantes de gloria -Bonaparte prefería a Paisiello, Spontini o Paer, a Beethoven o Schubert-, aunque compositores como Boildieu, Grétry o Dalayrac esperan ser un día rescatados del olvido. La ciencia, en cambio, sí atraviesa durante el periodo napoleónico un gran momento, con descubrimientos importantes.

La multiplicación de exposiciones napoleónicas estas semanas en Francia permite explorar numerosos campos. En el castillo de Fontainebleau, el tema de la muestra es la estancia -primero, voluntaria; más tarde, casi como secuestrado- del papa Pío VII y la manera de abordar las conflictivas relaciones entre la Francia surgida de la Revolución y el Vaticano; en la Malmaison, a través de las joyas de dos imperios -los dos Napoleones- se analiza el tema de la moda, pero también de los nuevos valores sentimentales. En Ajaccio (Córcega) se puede visitar la casa natal de la familia Bonaparte, una mansión del siglo XVII que ha sido objeto de distintas reformas hasta lograr reflejar el momento que coincide con la gloria del más ilustre de sus hijos, Napoleón. El castillo de Compiègne, en el norte de París, abre sus puertas al visitante para descubrir el delirio arquitectónico de los dos emperadores que soñaron levantar allí su Versalles particular. Hasta el próximo día 7 de marzo de 2005, en Compiègne se analiza además el destino trágico de los hijos de los dos emperadores, ambos muertos en el exilio: el de Bonaparte, a la edad de 21 años; el de Napoleón III, a los 23 años. Precisamente en Versalles, a partir de diciembre, pueden descubrirse las nuevas salas restauradas dedicadas a Napoleón, con dispositivos lumínicos acoplados a la voz que permiten un viaje guiado por el interior de las enormes telas históricas de pintores como François Bouchot. En el espectacular castillo-palacio se puede asistir también a un ciclo cinematográfico acompañado de debates, organizado a partir de la proyección de 10 películas elegidas entre la inmensa filmografía que ha merecido Napoleón. Un museo parisiense, el Jacquemart-André, se interesa (hasta el 3 de abril de 2005 ) por "la intimidad de la corte imperial", lo que significa exhibir los servicios de porcelana destinados a grandes banquetes, pero también las vajillas de uso diario. Allí se pueden ver las maletas o el neceser de Josefina, la variedad monstruosa de los regalos diplomáticos, el mobiliario que rodeaba a los protagonistas de la historia o el material con que se acompañaban en sus salidas al campo o partidas de caza.

En la región francesa de la Vendée, católica y antirrevolucionaria como ninguna, las exposiciones en la sede de la prefectura o en el Museo de La Chabotterie giran sobre el enfrentamiento de la Vendée con el poder central. Otra exposición (hasta el 28 de febrero) en pleno centro de París, en el noble Hôtel de Rohan, tiene como lema De la propaganda a la leyenda, y demuestra que si bien Napoleón no inventó ni el culto a la personalidad ni las técnicas de propaganda, sí fue el primero en utilizarlas de forma sistemática y consciente. Otra exposición (hasta el 29 de enero) en la biblioteca Marmottan de París se centra precisamente en uno de los apartados de esa propaganda: la de las clemencias, es decir, los cuadros, grabados o tapices en los que el emperador victorioso aparece perdonando a quienes le han desafiado. Napoleón se transforma así en Augusto, un ejemplo de moderación y sabiduría.

Las conmemoraciones napoleónicas no olvidan los recuerdos. El decorador Jacques García y la Réunion des Musées Nationaux han puesto a la venta candelabros, peines, cuchillos, anillos o servicios de mesa que se inspiran o reproducen la estética imperio de la época napoleónica. Para contrarrestar tan enorme ingesta napoleónica, lo mejor es acabar leyendo las cartas de amor del emperador a su amada Josefina cuando la repudia para casarse con María Luisa de Austria. Napoleón se revela buen escritor -Stendhal ya lo decía-, un enamorado convincente y un divorciado tierno y con un extraño sentido del humor. En su última carta, escrita poco antes de empezar la desastrosa expedición rusa y tras el fiasco español, le escribe: "No quiero que tengas deudas. Tienes que ahorrar un millón cada año para dárselo a tus hijas cuando se casen. No dudes nunca de mi amistad y no te preocupes al respecto. Adiós, amiga mía, cuéntame cómo te encuentras. Me dicen que engordas como una campesina normanda". Y firma "Napoleón".

En el Museo del Louvre, en París, puede verse el gran cuadro de David 'Le sacré'. El bicentenario de la coronación, también en el Musée National de la Marine, en el castillo de Fontainebleau y en la Malmaison.

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