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LA EUROPA DE LOS VEINTICINCO | Los temas pendientes
Columna
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Voto y memoria en Europa

Hay muchas formas de votar. Conviene recordarlo ahora que tantos millones de europeos a los que nos impidieron votar durante décadas, decidieron no votar por pereza, abulia o desinterés. Muchos votos en la vida de la Europa con sufragio han sido causa de vida o muerte. Piensen en quienes votaban cuando opciones políticas te aseguraban la llegada a Buchenwald, cerca de Weimar, un lugar desaconsejable. Nunca te aseguraban la salida. Y son muchos los rincones del mundo en los que el voto, la voluntad política, se pagan con prisión, represalia diversa o muerte segura.

Casos extremos son ahogarse, con padres, madres, hijos y nietos, para demostrar el desprecio hacia el infierno, fascista o comunista, del que se huye y en el ya toda vida parece haber dejado de ser medianamente compatible con la dignidad. Todos los comisarios y cómplices de Fidel Castro en Cuba -un gran abrazo a Raúl Rivero pese a todos ellos- pero también aquí en España donde gozan de tanta comprensión sus secuaces, abogan por entender el voto como acto de sumisión a las órdenes del comandante supremo, portador de esa verdad común que genera un estigma definitivo en quien disiente, siendo éste siempre un Rivero preso potencial. El obediente es siempre el correcto. Luego no serlo supone ser balsero incluso en países sin costa.

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Pero también puede votarse, cuando no es posible de otra manera, con los pies, sencillamente emigrando. Alemanes orientales y checos consiguieron hacer de tal manifestación un voto tan inmenso e intenso que acabó con el régimen del cual huían y cambiaron el mundo en aquel año milagroso de 1989 en el que quienes realmente querían votar nadaban o se ahogaban en las brutales corrientes del Danubio, entre riberas que son todas hoy nuestra Europa, la que debía haber votado masivamente en estas elecciones que acabamos de recontar. Es difícil ser más contundente y explícito en la desaprobación del poder que con la decisión de huir de casa y romper el propio pasado deseando su inexistencia y no ya por pobreza y hambre sino por pura náusea hacia el poder y los miserables que lo ostentan.

Curiosas paradojas las que nos llevan a matar y morir por votar y cuando podemos hacerlo nos parece una ridiculez salvable el acudir a optar -esa gran palabra que es optar- sobre soluciones de calidad de vida de hijos y nietos con aquellos ciudadanos que no han olvidado, en Praga o en Madrid, en Varsovia o Lisboa, las ganas de votar que tuvimos algún día en aquel pasado en el que creíamos en la política y en la emoción compartida como gran ceremonia para mejorar las cosas, la vida.

No dan pena quienes desprecian derecho y deber de apoyar o no a aquellos políticos que nos proponen reglas de vida común en el mayor proyecto social y político jamás habido, esta Unión Europea, ilustrada y compasiva, efectiva y próspera como ninguna organización supranacional desde que tenemos memoria. Dan más pena los honestos comerciantes de esta idea de construcción extraordinaria que no consiguen tener el menor eco entre sus conciudadanos y han de recurrir, en mediana vileza y siempre mecanismo calculador, a los recursos protonacionales en los que reafirmación prepotente y revancha chata suelen ser motores principales. Es un milagro que hayamos llegado tan lejos en nuestra civilización, única ella por su éxito rotundo y su belleza de propósitos. Y es increíble que tan pocos de los beneficiarios de esta gran historia de la generosidad y sabiduría que es Europa sean lo suficientemente benévolos ante la historia para entenderse a sí mismos.

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