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Columna
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Cuestión de desconfianza

Andrés Ortega

Las causas del fracaso, más que los efectos, son lo más preocupante del Consejo Europeo de Bruselas. En cuanto a efectos -¿o son causas?-, los más antieuropeos de la Administración de Bush podrán estar satisfechos. El año empezó con la carta de los ocho patrocinada por Aznar dividiendo a Europa sobre la inminente, porque ya estaba decidida, invasión de Irak. Y termina con otro aliado favorito, Polonia, impidiendo (con Aznar en menor medida) lo que hubiera sido el feliz nacimiento de la primera Constitución (o al menos así se llamará) para Europa. El Consejo Europeo llegó precedido de un intento más de sembrar la cizaña entre los europeos, con la exclusión de los díscolos Francia y Alemania, entre otros, de los contratos para la reconstrucción de Irak.

Desde un punto de vista práctico, que no político, el hecho de que la Constitución europea llegue ahora o en 2005 importa poco. Hasta 2009 el sistema institucional se iba a regir, en cualquier caso, por el Tratado de Niza. Pero va a resultar difícil culminar la Constitución en este clima enrarecido. Aunque lo sorprendente es que se haya llegado hasta aquí sin una crisis de importancia en los últimos años. La causa profunda de lo ocurrido hay que buscarla en la desconfianza que se ha acumulado durante años y ahora ha rebosado: entre instituciones; entre viejos y nuevos; entre grandes y pequeños; entre incondicionales proamericanos y europeístas en materia de seguridad; o entre España, que lleva años presentándose como el socio fiable del Sur, y la, por ello, dolida Italia.

En ninguna ampliación anterior se desconfió tanto de los nuevos socios. Si los tratados de Amsterdam y de Niza ya tomaban precauciones frente a la ampliación, las previsiones de la non nata Constitución y los tratados de adhesión firmados las refuerzan en el terreno económico y en el del respeto a las normas democráticas. La desconfianza en esta necesaria pero mal preparada ampliación y la existencia de una asfixiante hiperpotencia solitaria ha llevado a algunos países fundadores a intentar amarrar bien la UE, en la Constitución o, ahora, en los "grupos pioneros" que pretende lanzar Chirac. Éste cree haber discernido una "cierta diferencia de cultura" entre los países que tienen una larga experiencia en Europa y los otros. Pero Francia también ha ido a lo suyo en todo este ejercicio constituyente. Y al impedir de malos modos el castigo por su incumplimiento del Pacto de Estabilidad ha creado un malestar que también ha contaminado la cumbre de Bruselas, tan desastrosamente llevada por la presidencia italiana.

Para España, esta crisis puede tener costes externos e internos. De momento, al mantenerse Niza, Aznar ha preservado el "peso de España" en términos institucionales, pero no necesariamente su influencia ni sus alianzas. Ser el mejor aliado de EE UU no le convierte necesariamente en el mejor socio europeo. Chirac y Schröder, aunque su amor no sea realmente tan profundo, van de la mano. Junto al fracaso constituyente y los nuevos niveles de desconfianza, también ha sido significativo de este Consejo Europeo que viniera precedido por un desayuno tripartito sin precedentes entre Chirac, Schröder y Blair. Ése es el eje, con Blair intentando un papel de componedor entre el Potomac y el Rin, que España también hubiera podido representar. Es de esperar, pero no es seguro, que este país no tenga que elegir entre tener que bañarse en un río o en el otro.

Aunque no sea la única razón y Aznar haya dejado vías de salida abiertas, es la primera vez desde el ingreso en 1986 que la inminencia de unas elecciones generales en España ha hecho imposible una decisión europea de trascendencia como la Constitución. Además, nuestra integración en Europa y los avances en la integración europea han sido un factor de estabilización interna. La confianza en Europa facilita la confianza interna en esta España plural, y la Constitución la reforzaba. Si la bicicleta europea se para, no sólo se puede caer Europa, sino tropezarse España.

aortega@elpais.es

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