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Columna
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Turquía y Giscard

Tiene razón Giscard d'Estaing cuando dice que la integración de Turquía en la Unión Europea supondrá el fin de ésta, pero se trata de una razón perversa porque oculta que, con o sin Turquía, la decidida ampliación a 25, 27 o 30 Estados miembros, sin las radicales modificaciones institucionales que su funcionamiento necesita, significará la condena a muerte a la Europa política. Y él, como referente máximo de una propuesta constitucional insuficiente, que luego los países se encargarán de rebajar aún más, es el organizador principal de ese dulce suicidio, de esa discreta implosión de la Unión Política y de su sustitución por el macromercado.

Siendo esto así, es lamentable que el ex presidente francés, y con él un cierto número de personalidades políticas de la Unión, pretendan que Turquía no puede ser un país europeo, cuando desde hace 52 años es miembro del Consejo de Europa y como tal tiene un buen número de funcionarios europeos (algunos tan confirmados como Muammer Topaloglu o Baris Perin). Esa antecedencia, y las razones que la hicieron posible, no las comparte Turquía con ninguno de los países con cuyas candidaturas nos amenaza el señor Giscard si se abren las puertas. Añadamos que si la condición europea de Turquía fuera, como afirma, una imposibilidad geopolítica, habría que pedir su exclusión del Consejo de Europa, lo que es una pura aberración. Pero es que además Turquía firmó en 1963 un acuerdo de asociación con la Comunidad Europea; el Consejo Europeo de Helsinki le reconoció la condición de candidato y se fijaron los cuatro criterios políticos (Estado de derecho, democracia, respeto de los derechos humanos, protección de las minorías) y los dos económicos (economía de mercado y capacidad competitiva) que debían presidir su estrategia de pre-adhesión. Criterios, que son al mismo tiempo objetivos, hacia los que Turquía está avanzando a buen paso.

Con todo lo más penoso es la invocación identitaria que late en el fondo de ese rechazo. Invocación hecha desde una concepción de la identidad basada en la homogeneidad de sus componentes y en la uniformidad de sus culturas cuando hoy todos sabemos que las identidades colectivas están hechas tanto de tradiciones como de rupturas, tanto de coincidencias como de antagonismos.

Anclar una identidad comunitaria en una única opción religiosa, encuadrarla en un solo marco de creencias es una siembra mortífera, es un arma letal. Y la segunda mitad del siglo XX abunda en ejemplos de identidades asesinas. Pero además ¿por qué la incompatibilidad en doctrina y vida va a ser mayor entre un cristiano, un musulmán y un judío, adeptos los tres de la religión del libro, que la que existe entre ellos y un ateo? En la heteróclita multiplicidad de materiales y de vectores que componen toda identidad, la estructura dominante no es función de su conformación pasada, sino del proyecto que la transforma en futuro. Un futuro que se organiza hoy en Europa no alrededor de un modelo histórico de sociedad -la cristiandad occidental-, sino de unos valores que la opinión pública europea comienza a considerar esenciales: diversidad, derechos humanos, justicia global, libertad, tolerancia, solidaridad, mestizaje. Y de ahí su posible fecundidad mundial.

Los límites de Europa, la cuestión de qué países sean europeos y cuáles no, no se responde sólo en base a contigüidades geográficas ni a historias compartidas, sino desde la voluntad de estar juntos en un futuro común y en función de un mismo proyecto. A propósito de su propuesta de Confederación Europea, François Miterrand lo dejó muy claro: lo más importante no es quien sea más europeo, si Rusia o EE UU, sino quien quiera serlo. Ahora bien, la transposición de este planteamiento -Turquía quiere ser europea- al andamiaje institucional de que disponemos prueba su absoluta inadecuación. Llevamos años dándole vueltas a la misma noria: una Europa de geometría variable, una Europa de círculos concéntricos, de uno o varios núcleos duros, etcétera, sin avanzar en nada. Vieja partida en la que cambian los jugadores pero siguen usándose las mismas cartas marcadas. ¿Hasta cuándo?

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