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Columna
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Piratas y cía.

Las grandes productoras de ropa, música, libros, etcétera, se estremecen cada vez que oyen la palabra pirata como se estremecían los pasajeros y tripulaciones de los barcos que cruzaban mares y océanos a la vista de la temible bandera negra con las tibias cruzadas bajo una calavera. El consumidor, en cambio, no sólo no tiembla, sino que se arremolina ante los puestos improvisados y siempre prestos a la fuga donde se ofrecen discos compactos o fular de seda salvaje. ¿Qué es hoy la piratería?: sencillamente, un negocio que elude pagar los cánones de propiedad y de ubicación comercial. Los perjudicados son, por tanto, los detentadores de los derechos de propiedad en sus diversas modalidades y los productores y comerciantes que pagan los impuestos correspondientes (IVA, radicación, licencia fiscal, etcétera).

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Este año han empezado a dispararse las alarmas en España porque, al parecer, la piratería se está haciendo con una parte muy respetable del dinero que genera el negocio de venta de numerosos productos. Las pérdidas se calculan en miles de millones; no es que no se venda, es que varios miles de millones de lo que se vende no lo ingresan los propietarios, productores y comerciantes legalmente establecidos. En el mundo del libro, el uso abusivo de las fotocopias se venía denunciando desde hace tiempo, pero, al parecer, no generaba un total de ventas como para que cundiese la alarma. Ya se sabe que el libro es minoritario hasta para eso.

Y rápidamente, a su vez, se han levantado las voces antisistema y los falsos compasivos. De la misma manera que en los viejos tiempos se justificaba el robo de libros en las librerías si se hacía en el nombre de la cultura o de una redistribución espontánea de la cultura, ahora se arguye que la piratería permite sobrevivir a mucho desamparado. En los viejos tiempos, algunos libreros que tenían la decencia moral de la que carecían los ladrones se negaron a denunciar al que pillaban, y se negaron también a poner vigilantes en sus locales porque la denuncia iba a parar a manos de la policía franquista y porque poner vigilantes en un régimen dictatorial era represivo. El resultado fue que en ellas robaron a mansalva y que varias tuvieron que cerrar al no poder soportar la sangría.

La voces antisistema se dividen entre la defensa del vendedor de calle -inmigrante, marginado, víctima del sistema- y el regocijo de ver a las grandes, medianas y pequeñas empresas -pero a éstas menos porque sus productos no son tan tentadores, por minoritarios- soportar un lucro cesante que les muerde los beneficios. Su pensamiento puede resumirse en una sola frase: '!Jódete, explotador de mierda!'.

¿Quién no ha soñado nunca en ganar la lotería y volcarle un tintero por la cabeza a su jefe? La actitud propiratería está más cerca de esta escena del tebeo que de un planteamiento de conciencia. Como ya sabemos que los inmigrantes, marginados y parados no saben fabricar cedés ni tejer fulares en la cocina de su casa, no cuesta mucho concluir que existe una industria perfectamente organizada que los fabrica y que utiliza a desempleados para montar su red comercial. Sólo que ni mete en la Seguridad Social a esos 'empleados desempleados', ni les hace contratos, ni paga a Hacienda, ni nada de nada; sólo embolsa. Es como el comercio normal, pero a lo bestia, y dejando detrás de sí tierra quemada y gente explotada hasta el tuétano.

Los antisistema, los falsos compasivos, pasan a menudo de Guatemala a Guatepeor, y los consumidores de artículos piratas sólo buscan consumir más por el mismo precio y contribuyen a sostener una situación de explotación mucho peor que la del capitalismo establecido. La gente vive, ha vivido siempre, de comprar y vender. Los piratas no son más que la cara más feroz de un sistema que está demasiado uncido al carro, a menudo feroz, del beneficio. Yo sólo conozco bien el mundo del libro y sé que, en todo caso, es un negocio de márgenes mínimos para los editores sensatos. Apoyar a los piratas siempre fue el peor final de todos los posibles.

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