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Columna
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Diferenciar terrorismos

Pareciera como si hubiéramos olvidado que Europa se lanzó a una locura suicida, tras el asesinato del heredero al trono imperial de Austria. Desde el asesinato del zar Alejandro II en marzo de 1881 hasta el perpetrado en Sarajevo el 28 de junio de 1914, pasaron 33 años en los que el terrorismo marcó de manera decisiva la política europea. Otra hubiera sido también nuestra historia sin los asesinatos de Prim, Canalejas o Carrero Blanco. Empero, ninguna otra acción terrorista, antes y después, ha tenido las consecuencias destructoras que tuvo la de Sarajevo. Ésta sí marca una nueva época histórica, y no la del 11 de septiembre.

Nada se entiende del siglo XX sin poner en un primer plano al terrorismo, pero en la nueva forma que emerge de los escombros de la Primera Guerra Mundial, como terrorismo de Estado. En relación con los millones de víctimas del terrorismo nazi, del de Stalin, o de los bombardeos masivos, hasta lanzar la bomba atómica sobre ciudades indefensas, el terrorismo revolucionario del siglo anterior parece de poca monta. La verdadera innovación que trae el siglo XX es el terrorismo de Estado.

Acabada la Segunda Guerra Mundial, la Carta de Naciones Unidas, y esta institución misma, tienen como objetivo acabar con el terrorismo de Estado. El terrorismo que emplearon en su día Menahem Begin o Yasir Arafat en su lucha por un Estado propio, poco tiene que ver con el terrorismo de Estado al que recurre hoy Israel para defenderse del terrorismo suicida palestino. Los españoles, que hemos repudiado hace bien poco pequeñas escaramuzas de terrorismo de Estado -no pasaron por suerte de ahí- estamos obligados hoy más que nunca a defender el punto de vista con el que, no sin una cierta dosis de orgullo, nos identificamos, a saber, que en la lucha contra el terrorismo el componente principal es respetar el Estado de derecho. Y esto hay que decírselo claramente a la Administración norteamericana, sabiendo que en ello coincidimos con los mejores ciudadanos de este gran país, y al Gobierno israelí, porque es la mejor forma de mostrar nuestra solidaridad con los millones de judíos, víctimas del terrorismo de Estado.

El 27 de abril de 1977, Otto Schily, actual ministro federal alemán de Interior, en su alegato en defensa de miembros de la 'Fracción del Ejército Rojo', como a sí misma se llamaba esta banda terrorista, decía que 'terrorismo es un tópico propagandístico. Los americanos que lucharon contra el poder colonial británico fueron difamados de terroristas. Goebbels llamaba terroristas a los partisanos rusos o a la resistencia francesa. Terroristas llaman a los que luchan por la libertad en Rodesia, Suráfrica o Namibia... Terroristas llaman a los persas que luchan en Irán contra un régimen autoritario y así llaman a los vietnamitas que han luchado contra el colonialismo francés y luego contra el estadounidense e incluso llaman terroristas a aquellos norteamericanos que se oponen a la guerra de Vietnam'. Aunque hoy Schily no quiera recordar palabras que entonces nos hizo meditar en la izquierda -cuántos no se alegraron y hasta justificaron el asesinato de Carrero- no le faltaba razón al observar que desde el punto de vista del Estado atacado terrorista es el que recurre a la violencia, mientras que, desde la perspectiva de sus enemigos, se trata de un 'luchador por la libertad', como llamaban los norteamericanos a los amigos de Bin Laden, cuando combatían a la Unión Soviética.

Hay un terrorismo revolucionario, otro étnico patriótico, en fin un tercero, religioso fanático. No es aceptable ninguno, pero para combatirlos, sin caer en ninguna forma de terrorismo de Estado, respetando el Estado de derecho, es preciso tener muy claras las diferencias. Y, justamente, esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que la lucha antiterrorista, además de una dimensión policial y judicial, tiene una política. En esto hay que insistir ante cualquier estrategia que quiera combatir el terrorismo internacional. Poner de manifiesto sus posibles causas, sociales, políticas, religiosas, no significa legitimarlo, sino enfrentarse a él con las armas del Estado de derecho.

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