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El Gabinete de guerra de Bush

El equipo de crisis de Washington mantiene una estrategia cautelosa gracias a la sensatez de Colin Powell

Enric González

George W. Bush y su gabinete de guerra son conservadores y leen cada día la prensa conservadora. Leen diarios como The Wall Street Journal, que pide bombardeos contra 'los campos terroristas en Siria, Sudán, Libia y Argelia, y quizá incluso en zonas de Egipto', y revistas como The Weekly Standard, que reclama la guerra contra todos los Gobiernos implicados en actividades terroristas 'en el pasado, en el presente y en el futuro'. Eso es lo que piensa la derecha estadounidense. El gran mérito de Bush y su equipo consiste, por ahora, en no dejarse vencer por la presión de sus propios votantes. El gabinete de guerra de Washington es, hoy por hoy, mucho menos guerrero que el público, gracias a la sensatez de Colin Powell y al respaldo que le presta el presidente.

Bush tiene que hacer cada día un difícil equilibrio entre las opciones distintas que le presentan sus asesores
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El Consejo de Seguridad Nacional (CSN), establecido en 1947, es en principio el organismo encargado de enfrentarse a una crisis como la actual. Bush prefiere trabajar con una versión reducida del CSN y ha prescindido de figuras como el secretario del Tesoro y el director de la CIA. Su gabinete de guerra, con el que se reúne casi a diario, en persona o por videoconferencia, está compuesto por el vicepresidente, Dick Cheney; el secretario de Estado, Colin Powell; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld; la asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice; el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, general Henry Hugo Shelton (que se jubila hoy y es sustituido desde mañana por el general de Aviación Richard Myers); y el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz.

Dentro del gabinete, el hombre más influyente en las casi tres semanas transcurridas desde los atentados masivos del 11 de septiembre es, paradójicamente, el más aislado. Colin Powell, militar durante 35 años y retirado como general de cuatro estrellas, veterano de Vietnam, director de la guerra del Golfo como jefe del Estado Mayor, político popularísimo en Estados Unidos y diplomático respetado en todo el mundo, ha hecho valer su peso profesional, moral y personal para imponer cordura. Su prudencia, sin embargo, no es compartida por los demás. Y cualquier acontecimiento, como, por ejemplo, un nuevo atentado, podría dejar en la cuneta su tesis de que las armas sólo sirven como último recurso.

Marginado

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Bush no tiene una buena conexión con Powell. Cuando llegó a la Casa Blanca optó por marginarle y organizó su política exterior en torno a Condoleezza Rice, la asesora de seguridad nacional, que fue quien le explicó los rudimentos de la diplomacia durante la campaña electoral y con quien sigue viendo las retransmisiones de béisbol y fútbol americano los fines de semana. Powell sufrió continuas desautorizaciones de la Casa Blanca hasta que, después del 11 de septiembre, Bush constató que hacía falta una gran coalición internacional para lanzar la campaña antiterrorista. Y para crear la coalición hacía falta Powell.

La relación entre Bush y Powell se mantiene fría. Esta semana escenificaron en los jardines de la Casa Blanca, ante las cámaras de televisión, uno más de sus desencuentros. Un periodista le preguntó al presidente si, como había anunciado Powell, se iba a publicar pronto un libro blanco con las pruebas sobre la culpabilidad de Osama Bin Laden. El presidente respondió que las pruebas se mantendrían en secreto, y añadió: 'Quizá el secretario de Estado quiera decir algo sobre el asunto'. Colin Powell salió del paso como pudo.

Pero Bush, en el momento más crítico de su presidencia y probablemente de su vida, mantiene la confianza en una estrategia de prudencia, cooperación internacional y uso cauteloso de la fuerza que, dentro del gabinete de guerra, sólo es propugnada por Powell. Eso dice mucho en favor del presidente. Durante la campaña electoral se le caricaturizó como un descerebrado, y en el arranque de la presidencia solía vérsele como poco más que un títere en manos del vicepresidente Cheney. Ahora, en Europa y Oriente Próximo, hay quien le acusa de militarista, imperialista y peligro para la paz mundial. Sin embargo, a diferencia de Bill Clinton, quien se apresuró a bombardear objetivos civiles en Sudán tras los atentados contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, Bush no ha lanzado todavía ninguna bomba contra nadie. Y, dentro del gabinete de guerra, concede prioridad a la voz que le resulta menos simpática y que menos concuerda, posiblemente, con sus propios instintos.

A Bush no le resultaría difícil hacer caso al subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, el miembro más belicista del gabinete de guerra. Wolfowitz es, al fin y al cabo, un académico prestigioso, ha ejercido distintos cargos en el Pentágono, desempeñó con acierto la misión de embajador en Indonesia, asesoró a Dick Cheney cuando éste era secretario de Defensa durante la guerra del Golfo y fue el encargado de rediseñar la estrategia estadounidense una vez terminada la guerra fría. Y Wolfowitz pide bombardeos, sobre todo contra Irak. Siempre ha soportado mal que Sadam Husein siguiera en su puesto tras la guerra de 1991, y cree que ahora es el momento de acabar con él.

Aunque la Casa Blanca ha optado por dejar a Irak al margen de la crisis, Wolfowitz insiste en cuanto tiene ocasión. Esta semana se le preguntó si dentro de los planes del gabinete entraba una acción contra Irak, y el subsecretario respondió lo siguiente: 'Creo que el presidente ha dejado muy claro que esto se refiere a más de una organización y a más de un acontecimiento'. La sugerencia obvia era que Sadam ocuparía un capítulo posterior en la llamada Operación Libertad Duradera.

Wolfowitz no está solo. Desde fuera del gabinete, pero en una posición de gran influencia, le apoya Richard Perle, presidente del Consejo de Política de Defensa. Perle es partidario de bombardear la mitad de Oriente Próximo. 'Nuestra política', dice, 'consistía en atribuir la responsabilidad a los terroristas, de forma individual, y no a los Gobiernos que les apoyan. Esa política ha fracasado, y hay que empezar a culpar a los Gobiernos'.

Perle fue uno de los 41 firmantes de una sonada 'Carta abierta' a George W. Bush en la que se pedía 'la destrucción' de Hezbolá, ataques contra Siria e Irán si mantenían el apoyo a esa organización, y una operación militar dirigida a acabar con Sadam Husein. No atacar al régimen iraquí, decía la carta, constituiría 'una pronta y quizá decisiva rendición en la guerra contra el terrorismo internacional'. Otros firmantes eran Jeane Kirkpatrick, ex embajadora de Estados Unidos ante la ONU durante el mandato de Ronald Reagan, y William Bennett, secretario de Educación y zar antidroga también con Reagan.

El mismísimo Pat Buchanan, que redactaba los discursos de Ronald Reagan y fue candidato presidencial de ultraderecha en las pasadas elecciones, tuvo que salir en defensa de Powell y de la moderación. 'La guerra que Benjamín Netanyahu y los neoconservadores quieren, con Estados Unidos e Israel combatiendo contra todos los Estados islámicos radicales, es la guerra que Bin Laden quiere, la guerra que sus asesinos esperaban desatar cuando lanzaron los aviones contra el World Trade Center y el Pentágono', escribió Buchanan en un artículo.

Los demás miembros del gabinete de guerra se sitúan más lejos de la prudencia de Powell que del radicalismo guerrero de Wolfowitz. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, estuvo abiertamente del lado de Wolfowitz durante las primeras jornadas de la crisis, y se hizo eco del sentimiento de la mayoría de los mandos militares cuando pidió 'un castigo ejemplar' para 'los terroristas y los Gobiernos que les apoyan'. Ha dado un paso atrás y considera que, para conseguir forjar y mantener la coalición antiterrorista, 'hay que juzgar a los Gobiernos por su actitud presente y futura, no por lo que hicieron en el pasado'. Pero aprovechará cualquier cambio en las circunstancias para insistir en su idea de que es necesario 'un castigo ejemplar', expresión traducible por 'bombardeos masivos'.

Las dos personas que decidirán finalmente hacia dónde se decanta el gabinete de guerra son sus dos miembros más influyentes, por su cargo y su capacidad, caso de Dick Cheney, o por su cercanía personal al presidente, caso de Condoleezza Rice.

Cheney es un pésimo político en el aspecto electoral (resulta difícil imaginarle ganando una elección), pero un gestor extraordinario, con una larga experiencia burocrática y el punto de cinismo necesario para dirigir una administración. Es capaz de ensuciarse las manos con proyectos tan poco presentables como el plan energético, un auténtico regalo a sus antiguos patronos y patrocinadores políticos (tanto Bush como él trabajaban en la industria del petróleo, que financió luego su campaña), pero en último extremo opta siempre por el pragmatismo. Nunca será él quien incline la balanza hacia los bombardeos indiscriminados o hacia una guerra más allá del mínimo imprescindible. Sus relaciones con Powell, además, son más amistosas que las de Bush.

Rigor ideológico

Condoleezza Rice es más joven, mucho menos experta en la gestión de la realidad y mucho más imprevisible. Prefiere los principios y el rigor ideológico al pragmatismo, y eso le hizo destacar, como experta en la URSS, ante un Ronald Reagan obsesionado con acabar con el 'imperio del mal'. Su actuación como asesora de seguridad nacional, hasta que los ataques terroristas alteraron todas las prioridades, refuerza su perfil de intransigencia: fue ella quien convenció a Bush de rechazar el protocolo de Kioto sobre limitación de gases contaminantes, y fue ella quien defendió la idea de crear un escudo antimisiles a cualquier precio, pasando por encima de todas las objeciones europeas, rusas y chinas. Intelectualmente, está muy próxima a Wolfowitz.

Sin contar a Bush, la gran guerra dispone de mayoría en el gabinete. Rumsfeld, Rice y Wolfowitz son tres votos; el jefe de Estado Mayor sólo cuenta en cuestiones técnicas; Cheney y Powell son dos. La evolución de la estrategia depende de que Bush y Cheney sigan pensando que vale la pena confiar en Powell.George W. Bush y su gabinete de guerra son conservadores y leen cada día la prensa conservadora. Leen diarios como The Wall Street Journal, que pide bombardeos contra 'los campos terroristas en Siria, Sudán, Libia y Argelia, y quizá incluso en zonas de Egipto', y revistas como The Weekly Standard, que reclama la guerra contra todos los Gobiernos implicados en actividades terroristas 'en el pasado, en el presente y en el futuro'. Eso es lo que piensa la derecha estadounidense. El gran mérito de Bush y su equipo consiste, por ahora, en no dejarse vencer por la presión de sus propios votantes. El gabinete de guerra de Washington es, hoy por hoy, mucho menos guerrero que el público, gracias a la sensatez de Colin Powell y al respaldo que le presta el presidente.

El Consejo de Seguridad Nacional (CSN), establecido en 1947, es en principio el organismo encargado de enfrentarse a una crisis como la actual. Bush prefiere trabajar con una versión reducida del CSN y ha prescindido de figuras como el secretario del Tesoro y el director de la CIA. Su gabinete de guerra, con el que se reúne casi a diario, en persona o por videoconferencia, está compuesto por el vicepresidente, Dick Cheney; el secretario de Estado, Colin Powell; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld; la asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice; el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, general Henry Hugo Shelton (que se jubila hoy y es sustituido desde mañana por el general de Aviación Richard Myers); y el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz.

Dentro del gabinete, el hombre más influyente en las casi tres semanas transcurridas desde los atentados masivos del 11 de septiembre es, paradójicamente, el más aislado. Colin Powell, militar durante 35 años y retirado como general de cuatro estrellas, veterano de Vietnam, director de la guerra del Golfo como jefe del Estado Mayor, político popularísimo en Estados Unidos y diplomático respetado en todo el mundo, ha hecho valer su peso profesional, moral y personal para imponer cordura. Su prudencia, sin embargo, no es compartida por los demás. Y cualquier acontecimiento, como, por ejemplo, un nuevo atentado, podría dejar en la cuneta su tesis de que las armas sólo sirven como último recurso.

Marginado

Bush no tiene una buena conexión con Powell. Cuando llegó a la Casa Blanca optó por marginarle y organizó su política exterior en torno a Condoleezza Rice, la asesora de seguridad nacional, que fue quien le explicó los rudimentos de la diplomacia durante la campaña electoral y con quien sigue viendo las retransmisiones de béisbol y fútbol americano los fines de semana. Powell sufrió continuas desautorizaciones de la Casa Blanca hasta que, después del 11 de septiembre, Bush constató que hacía falta una gran coalición internacional para lanzar la campaña antiterrorista. Y para crear la coalición hacía falta Powell.

La relación entre Bush y Powell se mantiene fría. Esta semana escenificaron en los jardines de la Casa Blanca, ante las cámaras de televisión, uno más de sus desencuentros. Un periodista le preguntó al presidente si, como había anunciado Powell, se iba a publicar pronto un libro blanco con las pruebas sobre la culpabilidad de Osama Bin Laden. El presidente respondió que las pruebas se mantendrían en secreto, y añadió: 'Quizá el secretario de Estado quiera decir algo sobre el asunto'. Colin Powell salió del paso como pudo.

Pero Bush, en el momento más crítico de su presidencia y probablemente de su vida, mantiene la confianza en una estrategia de prudencia, cooperación internacional y uso cauteloso de la fuerza que, dentro del gabinete de guerra, sólo es propugnada por Powell. Eso dice mucho en favor del presidente. Durante la campaña electoral se le caricaturizó como un descerebrado, y en el arranque de la presidencia solía vérsele como poco más que un títere en manos del vicepresidente Cheney. Ahora, en Europa y Oriente Próximo, hay quien le acusa de militarista, imperialista y peligro para la paz mundial. Sin embargo, a diferencia de Bill Clinton, quien se apresuró a bombardear objetivos civiles en Sudán tras los atentados contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, Bush no ha lanzado todavía ninguna bomba contra nadie. Y, dentro del gabinete de guerra, concede prioridad a la voz que le resulta menos simpática y que menos concuerda, posiblemente, con sus propios instintos.

A Bush no le resultaría difícil hacer caso al subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, el miembro más belicista del gabinete de guerra. Wolfowitz es, al fin y al cabo, un académico prestigioso, ha ejercido distintos cargos en el Pentágono, desempeñó con acierto la misión de embajador en Indonesia, asesoró a Dick Cheney cuando éste era secretario de Defensa durante la guerra del Golfo y fue el encargado de rediseñar la estrategia estadounidense una vez terminada la guerra fría. Y Wolfowitz pide bombardeos, sobre todo contra Irak. Siempre ha soportado mal que Sadam Husein siguiera en su puesto tras la guerra de 1991, y cree que ahora es el momento de acabar con él.

Aunque la Casa Blanca ha optado por dejar a Irak al margen de la crisis, Wolfowitz insiste en cuanto tiene ocasión. Esta semana se le preguntó si dentro de los planes del gabinete entraba una acción contra Irak, y el subsecretario respondió lo siguiente: 'Creo que el presidente ha dejado muy claro que esto se refiere a más de una organización y a más de un acontecimiento'. La sugerencia obvia era que Sadam ocuparía un capítulo posterior en la llamada Operación Libertad Duradera.

Wolfowitz no está solo. Desde fuera del gabinete, pero en una posición de gran influencia, le apoya Richard Perle, presidente del Consejo de Política de Defensa. Perle es partidario de bombardear la mitad de Oriente Próximo. 'Nuestra política', dice, 'consistía en atribuir la responsabilidad a los terroristas, de forma individual, y no a los Gobiernos que les apoyan. Esa política ha fracasado, y hay que empezar a culpar a los Gobiernos'.

Perle fue uno de los 41 firmantes de una sonada 'Carta abierta' a George W. Bush en la que se pedía 'la destrucción' de Hezbolá, ataques contra Siria e Irán si mantenían el apoyo a esa organización, y una operación militar dirigida a acabar con Sadam Husein. No atacar al régimen iraquí, decía la carta, constituiría 'una pronta y quizá decisiva rendición en la guerra contra el terrorismo internacional'. Otros firmantes eran Jeane Kirkpatrick, ex embajadora de Estados Unidos ante la ONU durante el mandato de Ronald Reagan, y William Bennett, secretario de Educación y zar antidroga también con Reagan.

El mismísimo Pat Buchanan, que redactaba los discursos de Ronald Reagan y fue candidato presidencial de ultraderecha en las pasadas elecciones, tuvo que salir en defensa de Powell y de la moderación. 'La guerra que Benjamín Netanyahu y los neoconservadores quieren, con Estados Unidos e Israel combatiendo contra todos los Estados islámicos radicales, es la guerra que Bin Laden quiere, la guerra que sus asesinos esperaban desatar cuando lanzaron los aviones contra el World Trade Center y el Pentágono', escribió Buchanan en un artículo.

Los demás miembros del gabinete de guerra se sitúan más lejos de la prudencia de Powell que del radicalismo guerrero de Wolfowitz. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, estuvo abiertamente del lado de Wolfowitz durante las primeras jornadas de la crisis, y se hizo eco del sentimiento de la mayoría de los mandos militares cuando pidió 'un castigo ejemplar' para 'los terroristas y los Gobiernos que les apoyan'. Ha dado un paso atrás y considera que, para conseguir forjar y mantener la coalición antiterrorista, 'hay que juzgar a los Gobiernos por su actitud presente y futura, no por lo que hicieron en el pasado'. Pero aprovechará cualquier cambio en las circunstancias para insistir en su idea de que es necesario 'un castigo ejemplar', expresión traducible por 'bombardeos masivos'.

Las dos personas que decidirán finalmente hacia dónde se decanta el gabinete de guerra son sus dos miembros más influyentes, por su cargo y su capacidad, caso de Dick Cheney, o por su cercanía personal al presidente, caso de Condoleezza Rice.

Cheney es un pésimo político en el aspecto electoral (resulta difícil imaginarle ganando una elección), pero un gestor extraordinario, con una larga experiencia burocrática y el punto de cinismo necesario para dirigir una administración. Es capaz de ensuciarse las manos con proyectos tan poco presentables como el plan energético, un auténtico regalo a sus antiguos patronos y patrocinadores políticos (tanto Bush como él trabajaban en la industria del petróleo, que financió luego su campaña), pero en último extremo opta siempre por el pragmatismo. Nunca será él quien incline la balanza hacia los bombardeos indiscriminados o hacia una guerra más allá del mínimo imprescindible. Sus relaciones con Powell, además, son más amistosas que las de Bush.

Rigor ideológico

Condoleezza Rice es más joven, mucho menos experta en la gestión de la realidad y mucho más imprevisible. Prefiere los principios y el rigor ideológico al pragmatismo, y eso le hizo destacar, como experta en la URSS, ante un Ronald Reagan obsesionado con acabar con el 'imperio del mal'. Su actuación como asesora de seguridad nacional, hasta que los ataques terroristas alteraron todas las prioridades, refuerza su perfil de intransigencia: fue ella quien convenció a Bush de rechazar el protocolo de Kioto sobre limitación de gases contaminantes, y fue ella quien defendió la idea de crear un escudo antimisiles a cualquier precio, pasando por encima de todas las objeciones europeas, rusas y chinas. Intelectualmente, está muy próxima a Wolfowitz.

Sin contar a Bush, la gran guerra dispone de mayoría en el gabinete. Rumsfeld, Rice y Wolfowitz son tres votos; el jefe de Estado Mayor sólo cuenta en cuestiones técnicas; Cheney y Powell son dos. La evolución de la estrategia depende de que Bush y Cheney sigan pensando que vale la pena confiar en Powell.

De izquierda a derecha, el vicepresidente Dick Cheney, el presidente Bush, el secretario de Estado Colin Powell y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld.
De izquierda a derecha, el vicepresidente Dick Cheney, el presidente Bush, el secretario de Estado Colin Powell y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld.REUTERS

El Ejército cambia de manos

El general Richard Myers esperaba otra cosa. Bush le eligió como presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor porque procedía de la aviación, se interesaba por el espacio y era muy partidario del escudo antimisiles. Su trabajo había de centrarse en la guerra de las galaxias. Mañana, se presentará por primera vez en su despacho y encontrará sobre la mesa el Expediente Libertad Duradera, que incluye una posible acción militar contra uno de los países más pobres y feroces del mundo, una campaña internacional contra el terrorismo y una fuerza aérea que cuenta entre sus misiones la de derribar todo avión comercial que parezca peligroso. El Ejército de Estados Unidos cambia de manos en un momento crítico. Y es probable que Myers no hubiera sido nombrado, hace meses, si Bush hubiera sabido lo que iba a ocurrir en septiembre. El jefe que deja el cargo, el general Henry Hugo Shelton, formó parte de los cuerpos especiales y conoce de primera mano en qué consiste una guerra de guerrillas y una operación encubierta. El punto fuerte del general Myers, con 4.000 horas de vuelo, 600 de ellas en Vietnam, a bordo de cazabombarderos, son los ataques aéreos y los misiles. Myers, de 59 años, necesitará imaginación para adaptarse a las circunstancias. El general Merrill McPeak, que fue su jefe en la Fuerza Aérea a principios de los noventa, asegura que dispone de todas las cualidades para estar a la altura del cargo. 'Myers no es un simple pirado por las cosas espaciales', declaró; 'ahora hace falta flexibilidad mental, y no creo que pueda haber nadie más cualificado que él en ese sentido'.

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