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'Halcones' y 'palomas' se disputan el control de la crisis

Los departamentos de Estado y de Defensa mantienen posiciones encontradas sobre los eventuales objetivos militares y el rumbo a seguir en el presente conflicto

Soledad Gallego-Díaz

Incluir o no a Irak entre los objetivos inmediatos de la Operación Justicia Infinita se ha convertido en una de las piedras de toque de la batalla política que mantienen en este momento dos de las personas más influyentes de Washington: el secretario de Estado, general Colin Powell, y el número dos del departamento de Defensa, profesor Paul Wolfowitz. Contra lo que pudiera parecer, el sector más duro, los que no quieren dejar pasar la ocasión para acabar con Sadam Husein aunque ello suponga extender el conflicto, no está representado por el militar, sino por el profesor, un hombre al que se considera heredero intelectual de Zbigniew Brzezinski, el famoso asesor de Ronald Reagan.

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Wolfowitz es conocido desde hace años como el corazón del ala más conservadora del republicanismo americano y su nombramiento fue recibido como uno de los más significativos de la Administración de Bush. El general Powell, por el contrario, es el 'guerrero a su pesar', como le llaman sus detractores, el hombre que se comporta como el mejor aliado de quienes en el mundo árabe y en Europa quieren que esta crisis se mantenga dentro de límites precisos. Durante la guerra del Golfo, ya quedó de manifiesto que en Estados Unidos las voces más radicales y unilateralistas proceden más frecuentemente del mundo académico que del castrense, donde muchos altos mandos se muestran menos ideológicos, más cautelosos y, sobre todo, más partidarios de las coaliciones internacionales.

Gerald Ford dijo una vez que Colin Powell era 'el mejor orador de Estados Unidos', y en estos tensos días ha demostrado poseer unas grandes dotes de comunicador. Su frecuente presencia en las televisiones y radios ha contribuido a dar una impresión de firmeza (él fue el primero en aludir a una 'guerra'), pero también de calma y control y, sobre todo, de saber exactamente de qué estaba hablando. 'Mi madre dice que se siente muy tranquila cuando piensa que Powell está al cargo', bromeó un senador de Nebraska. La misma impresión transmiten, en privado, algunos embajadores occidentales.

Antes de esta crisis parecía que Colin Powell estaba en sus horas más bajas. Era algo extraño, porque el general es un hombre acostumbrado a sobresalir y a marcar su propio camino y porque se suponía que había preferido ser secretario de Estado a competir por la presidencia o ser vicepresidente. Pero en los primeros meses de su mandato pareció sobrepasado por la asesora presidencial para temas de seguridad, Condolezza Rice, una superexperta en Rusia y en el escudo antimisiles. Su fuerza volvió cuando quedó claro que el peor ataque que había sufrido Estados Unidos en su historia procedía de Osama Bin Laden y que Afganistán era el primer objetivo de cualquier represalia. Powell se hizo rápidamente otra vez con los mandos no sólo como secretario de Estado, sino también como gran experto en cuestiones relativas con el Golfo Pérsico y el mundo musulmán y como hombre de gran experiencia al lado de un presidente novato en cuestiones internacionales. Y poco a poco comenzó a marcar las grandes líneas de la reacción norteamericana y de una nueva coalición que ampare las operaciones militares de Estados Unidos.

Durante esos últimos diez días, Powell se ha movido él mismo, y ha movido a sus ayudantes, de una manera frenética para contactar personalmente con la mayoría de sus colegas, en Europa, África y Asia. No ha sido en absoluto contemporizador y se dice que tanto él como su segundo, Richard Armitage, han tenido duras discusiones con algunos de sus interlocutores para hacerles llegar sin ambigüedad el mensaje presidencial: Washington no acepta países neutrales en esta batalla. Pero dentro de esa dureza se ha movido con rapidez para desactivar otros posibles frentes. Ha sido él quien se ha negado a aceptar excusas de Israel para no paralizar las operaciones en los territorios ocupados, algo que, por ejemplo, Wolfowitz, famoso por su apoyo sin matices a Israel, consideraba menos urgente.

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'Powell tiene una cosa buena, afirma un diplomático paquistaní acreditado en la ONU. No es de esos americanos que se creen que sólo existe opinión pública en su propio país'. Para algunos diplomáticos europeos, su gran éxito consiste en haber atraído a sus tesis, por lo menos de momento, al vicepresidente, Dick Cheney; al hombre fuerte del comercio exterior de Estados Unidos, Robert Zoellick, en cuyas manos están los palos y zanahorias de posibles negociaciones, y al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, en teoría todos ellos más próximos a Wolfowitz que a Powell. Y en mantener unido a su propio equipo, formado dos grandes amigos personales, dos hombres que conoció en Vietnam y que acudieron inmediatamente a su llamada: el mencionado Armitage y el nuevo embajador en Naciones Unidas, John Negroponte.

'Ésta no va a ser la coalición de papá', afirma el comentarista israelí Zvi Bar El. Para muchos analistas, los intentos de Powell de lograr una gran coalición no tendrán esta vez tanto éxito como durante la guerra del Golfo, bajo la dirección de Bush el Viejo, como llaman algunos medios al padre del actual presidente. Aun así, el secretario de Estado intenta forjar una tupida red de aliados que proporcione apoyo no sólo logístico, sino también político y diplomático a las próximas acciones militares. La ayuda de países como Egipto o Arabia Saudí, que cuentan también con soterrados movimientos integristas antiamericanos, exige que queden claros los límites del ataque. Por eso Powell no es partidario de que la operación contra Afganistan se mezcle con otros objetivos, y desde luego no con la muerte de Sadam Husein ni con el bombardeo de reductos integristas en Líbano.

'No hay diferencias en la partitura que tocamos el presidente, el secretario de Estado y yo', afirmó el secretario de Defensa, Rumsfeld. Pero no dijo nada de Paul Wolfowitz. El influyente número dos de su departamento parece haber montado su propia operación de apoyo: una carta firmada por un grupo de personalidades políticas, la mayoría de la época de Reagan, como la embajadora Jeane Kirkpatrick o el ex ministro William Bennet, en el que se pide expresamente que se ataque a Irak y se acabe con Sadam Husein; y un editorial del influyente y conservador diario Wall Street Journal apoyando esta propuesta y criticando a Powell por haber sido uno de los que aconsejaron a Bush padre acabar prematuramente la guerra del Golfo sin haber hecho desaparecer al dictador de Bagdad.

Wolfowitz, que ocupa por tercera vez en su vida un puesto en el departamento de Defensa y que ha desarrollado una intensa carrera académica en algunas de las mejores universidades del país durante treinta años, representa una corriente de pensamiento muy clásica en Estados Unidos: la ultraconservadora. El profesor dejó claro su programa en un documento que preparó en 1992 y que fue filtrado a la prensa posiblemente por algún colega inquieto: defendía que Estados Unidos debía considerarse por encima del derecho internacional si creía que sus intereses vitales estaban afectados, y justificaba el espionaje sobre competidores económicos por muy amigos que fueran, como Japón o Alemania, 'para impedir que aspiren a ampliar su papel internacional o regional'.

El número dos de Defensa es también el mentor de Richard Perle, otro famoso funcionario de la época de Reagan, que alcanzó el sobrenombre de 'príncipe de las Tinieblas' por su dura postura en las negociaciones con la antigua URSS. Perle ha sido también rescatado por la nueva Administración de Bush y ahora dirige un comité asesor de Rumsfeld.

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