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Columna
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Después del caos

En una escena de la formidable película de Eric Rohmer La inglesa y el duque se define sarcásticamente la guillotina como una sucesión de tres sonidos. Una explicación tan musical de un invento tan macabro produce desasosiego y lleva inevitablemente a pensar en el tipo de asociaciones sonoras que se vincularán al pasado 11 de septiembre, un día en el que vino al mundo en 1939 el compositor espiritualista Arvo Pärt y en el que se despidió en 1733 el extraordinario clavecinista y compositor François Couperin, autor de los más conmovedores Oficios de tinieblas jamás escritos. A la explosión de ruido, furia, muerte y devastación en Nueva York únicamente resiste musicalmente el silencio, un silencio entendido como refugio en lo más inexplorado de uno mismo o como vuelta a los orígenes de todo. De la guillotina en París a los aviones incrustados en las Torres Gemelas hay un largo trecho en los caminos del horror. El consuelo de la música puede a lo sumo introducir un elemento de compasión. ¿Qué música? La que esté más a mano, evidentemente. No es cuestión de ponerse exquisitos en estas circunstancias.

El espectáculo debe continuar y de hecho continúa como contaba en este periódico Sol Gallego-Díaz, haciendo alusión al lleno del domingo en el Lincoln Center para una representación de La flauta mágica, de Mozart. Debe seguir el entretenimiento sin cortapisas ni limitaciones adosadas a lo que en este momento se considera como políticamente correcto. Considerar 'inapropiada' una lista de 150 canciones, entre las que se encuentran títulos tan inofensivos como What a wonderful world, de Louis Armstrong, de la manera que ha recomendado un destacado grupo de comunicación que agrupa 1.170 estaciones de radio en Estados Unidos, es, en cierto modo, negar la propia historia en su dimensión más auténtica e imprescindible. Es de esperar que este tipo de medidas sea coyuntural y no se extienda a otros campos de la creación. De lo contrario, podría llegarse a circunstancias tan inverosímiles como la de que filmes emblemáticos y optimistas del estilo de Un día en Nueva York pasen a enriquecer durante un periodo las reservas de la clandestinidad.

Los americanos han reaccionado con pundonor en la defensa de sus valores económicos y financieros. Sería deseable que pusieran el mismo empuje en el mantenimiento y expansión de sus bienes y tradiciones culturales. La más inmediata defensa contra el terrorismo tiene en la normalización cultural un faro necesario. Así, el tan cacareado enfrentamiento de civilizaciones podría quizás desembocar en un mayor entendimiento o, al menos, en una razonable comprensión de las diferencias. La cultura bien entendida es un veneno para los fanatismos exacerbados de cualquier especie, pues introduce conceptos de relatividad, permisividad, tolerancia y hasta convivencia.

La declaración más inoportuna de estos días ha venido, no obstante, de un alto representante del mundo cultural, el compositor Karlheinz Stockhausen, al comentar en un diario alemán algo así como que los atentados de Nueva York eran 'la mayor obra de arte jamás realizada'. Es más que probable que no fuese esta barbaridad lo que quería decir el visionario autor de Licht o el Cuarteto de los helicópteros, pero estar continuamente en pose de gran estrella con la imperiosa necesidad de soltar boutades a cual más ingeniosa puede jugar alguna mala pasada, como ha sucedido en esta ocasión.

¿Y en España? Tengo la sensación de que se ha reaccionado en líneas generales con prudencia y sensatez, salvo excepciones tan pintorescas como la del presidente del Gobierno, iluminado por un entusiasta ardor guerrero en la aplicación de la solidaridad. Bilbao y Oviedo han comenzado sus veteranas y madrugadoras temporadas líricas con títulos de resonancias bíblicas -Sanson y Dalila, Salomé- alrededor del amor y la muerte. Tremendas historias, sí, pero casi insignificantes si se ponen en comparación con la rabiosa realidad.

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