Una obra coherente y brillante
En la actualidad, se puede afirmar que el madrileño Juan Muñoz era no sólo el artista español de su generación con mayor proyección internacional, sino, al margen de la nacionalidad, uno de los escultores de vanguardia más apreciado en los más prestigiosos foros mundiales. Su reciente instalación en la flamante Tate Modern, muy bien acogida por la crítica más exigente, puso en evidencia tanto ese reconocimiento como el excelente momento de madurez creadora en que se hallaba, cuya aún más prometedora expectativa de futuro se nos muestra ahora brutalmente interrumpida.
Este Juan Muñoz triunfador internacional hacía tiempo que había abandonado casi todo interés por promocionarse en su país de origen, el cual no supo hasta hace poco comprender la creciente importancia de este artista. Durante los ochenta, Juan Muñoz expuso en las galerías madrileñas de Fernando Vijande y Marga Paz, pero, luego, sólo dejó ver alguna de sus piezas sueltas en Arco o en las muestras institucionales, como la muy deslumbrante del Palacio Velázquez del Retiro de Madrid o la del IVAM de Valencia. ¿Por qué iba a interesarse en la promoción local un artista que había sido invitado a exponer en la Documenta de Kassel, la Bienal de Venecia o en los mejores centros de Nueva York, Washington y otras grandes ciudades estadounidenses?
Pero lo más relevante es que, a pesar de su muerte prematura, Juan Muñoz deja una obra muy coherente, rica, compleja, variada e incomparablemente brillante. Juan Muñoz estaba interesado en lo que el arte tenía de exploración y expresión de los aspectos ilusionistas y equívocos de la realidad, no sólo como espacio físico, sino como reflejo de lo existencial. Esta capacidad para moverse y mezclar lo físico y lo antropológico daba un particular dramatismo a la obra de Juan Muñoz, cuyo papel ha sido realmente único.
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