_
_
_
_
_
Un relato de EDUARDO MENDOZA

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. Sorprendentemente, la duquesa logra su objetivo y acaba con la sedición comandada por el delincuente Garañón. A su vez, se anuncia que el recital de madrigales va a dar comienzo. Superado pues el peligro, Horacio se presenta en el lugar, pero antes de que empiece la música, varias explosiones comienzan a sacudir a la nave. La simulada agresión exterior parece que se ha convertido en realidad.

Resumen. Sorprendentemente, la duquesa logra su objetivo y acaba con la sedición comandada por el delincuente Garañón. A su vez, se anuncia que el recital de madrigales va a dar comienzo. Superado pues el peligro, Horacio se presenta en el lugar, pero antes de que empiece la música, varias explosiones comienzan a sacudir a la nave. La simulada agresión exterior parece que se ha convertido en realidad.2828

Lunes 30 de junio

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Desperté de mi sueño presa de terror y de retortijones, secuelas del gas narcótico utilizado contra nosotros por los atacantes de la nave, y vi que estaba acostado en la piltra de un camarote blanco, limpio, tenuemente iluminado, con lavabo y excusado. Junto a la cama había un tarjetón impreso que decía: Bienvenido.

Me levanté, fui hasta la puerta y traté de abrirla. Lo conseguí sin esfuerzo. Con paso todavía vacilante, pero con la cabeza clara y alerta, salí a un amplio y bien iluminado corredor. Eché a andar hacia la izquierda. Al cabo de un rato desemboqué en un refectorio vacío. En una de las mesas había un cuenco de gachas de arroz, un vaso de zumo y una taza de café de cascarilla.

Desayuné a mis anchas y acto seguido sentí que me daba vueltas la cabeza. Demasiado tarde comprendí que el desayuno contenía un poderoso somnífero. Soñé que con motivo de mi jubilación anticipada me daban una fiesta, en el transcurso de la cual servían un pastel enorme, de cuyo interior salía la señorita Cuerda cubierta de melaza y piñones.

Desperté en la misma piltra del mismo camarote. En el tarjetón de bienvenida alguien había añadido de puño y letra: Te está bien empleado por tonto.

Nuevamente traté de salir, dispuesto a no volver a caer en ninguna añagaza, pero esta vez encontré la puerta cerrada, de modo que volví a tumbarme en la piltra.

Transcurrieron varias horas, que dediqué a buscar posibles métodos de fuga y, no habiendo hallado ninguno, a dormir la siesta, hasta que se abrió la puerta y entró un individuo vestido con bata blanca y provisto de estetoscopio, el cual, tras identificarse como médico internista y también odontólogo, me auscultó, me hizo sacar la lengua y me dio el alta.

Cuando se disponía salir, le pregunté dónde me encontraba y qué había sido de los demás ocupantes de la nave. Respondió que todos estaban bastante bien y que nos encontrábamos en la estación espacial Aranguren, bajo la generosa protección de su jefe supremo, el Invicto Almirante Sinegato.

Martes 1 de julio

Aclaradas todas las incógnitas de este singular episodio, cuyo final, por una serie de pequeños errores y malentendidos, ha resultado más favorable que el producido por la diligente ejecución del plan mejor pensado, pues nos encontramos sanos y salvos en la estación espacial a la que nos dirigíamos y adonde no deberíamos haber llegado, según los cálculos, hasta dentro de tres días.

La estación espacial Aranguren es un ingenio de los llamados 'de cuarta generación', es decir, los que se construyeron a principios de este siglo con los desechos de las tres generaciones precedentes. Debido a este origen subsidiario, estas estaciones espaciales tienden a ocultar las deficiencias de su funcionamiento interno bajo un diseño vistoso y arriesgado, por lo que reciben muchos visitantes a lo largo del año. La mayoría de ellas fueron construidas sin propósito alguno, sólo para dar salida al ingente material proveniente del desguace y emplear al numeroso personal desocupado a raíz de la crisis del sector. Sin embargo, y en contra de todas las previsiones, la mayoría de estaciones de esta etapa han alcanzado un cierto grado de desarrollo económico que les permite sobrevivir con escasa ayuda oficial.

La estación espacial Aranguren es un claro ejemplo de lo dicho. Construida para llevar una existencia parasitaria y marginal, goza en cambio de excelente fama, gracias a la gestión impecable de sus autoridades. En las estadísticas concernientes a higiene, nivel de vida, confort y educación ocupa un lugar alto, y en dos ocasiones ha sido elegida, por la calidad de sus servicios y la eficiencia y afabilidad de sus habitantes, Estación Espacial del Año. Su economía está basada en dos talleres de reparación de motores y fuselaje, una planta de producción y embotellamiento de agua pútrida, una planta de hidratación y esponjamiento de fósiles cárnicos y un internado donde se imparten cursos de verano en seis o siete idiomas.

Su mandatario, que en esta ocasión ostenta el escueto título de 'jefe', es el almirante Sinegato, a quien esta misma noche tendré ocasión de conocer en el curso de una cena que me ha ofrecido en su propia habitación.

Mismo día por la noche

Había tenido ocasión de ver la imagen del almirante en las numerosas fotografías que adornan todas las dependencias de la estación espacial, así como los corredores, e incluso la mesilla de noche del camarote que me ha sido asignado. En estas fotografías el almirante aparece como un hombre risueño, bajo, gordo y calvo. En persona es taciturno, alto y delgado y, en general, de mejor aspecto. Él mismo me ha explicado que las fotos han sido ligeramente retocadas para ofrecer al público una imagen más llana y familiar de sí mismo. Está casado y tiene muchos hijos, pero sólo ve a su familia un día al mes, porque sus ocupaciones no le permiten ocuparse de los suyos con mayor frecuencia. Incluso ese día excepcional se lo pasa hablando por teléfono y despachando la correspondencia atrasada. Es muy trabajador y frugal: apenas duerme, come poco y de pie, no tiene amigos.

Al término de la cena a la que he sido invitado y de la que soy único comensal, pues el almirante Sinegato se limita a beber un zumo de pepino, le pregunto extrañado cómo es posible que el gobierno de una estación espacial, que normalmente es una sinecura, le dé tantos quebraderos de cabeza, y responde con una sonrisa enigmática y burlona que me lo explicará a la mañana siguiente.

Acto seguido le pido me refiera lo sucedido con el ataque a la nave y su providencial intervención, sin la cual sin duda habríamos caído en manos de piratas o de tratantes de esclavos. Su sonrisa se acentúa y confiesa que no hubo tal ataque, sino sólo una simulación muy bien orquestada por él mismo. Con esta lacónica respuesta da por zanjado el asunto así como la velada, pues quehaceres inaplazables le reclaman. Me da las buenas noches, me cita para la mañana siguiente a muy temprana hora y se va.

No habiendo nada más que hacer, regreso a mi camarote, redacto este grato Informe y me voy a dormir.

Miércoles 2 de julio

Una música estridente me despierta y una voz me recuerda que el día es para trabajar y la noche para descansar, y no al revés. Mientras el servicio de megafonía propone unos ejercicios de calistenia, me aseo, me visto y acudo al refectorio.

En el refectorio no hay nadie, pero encuentro en la mesa un austero desayuno. Me niego a creer que sea de nuevo una trampa y me lo como todo. Cuando lo he acabado sin experimentar síntoma alguno de intoxicación aparece el almirante Sinegato y me dice que lo acompañe, pues desea mostrarme algo de gran interés para mí, así como darme una noticia que, según sus propias palabras, 'cambiará el curso de mi vida'.

Le sigo sin rechistar por un largo corredor, al final del cual hay una puerta oculta tras un panel de falso revestimiento. El almirante pulsa un timbre, la puerta se abre, entramos en un ascensor a botones, como los que había en los edificios en la era Etnológica. Este ascensor se desliza suavemente por unos rieles colocados verticalmente y de este modo realiza un camino descendente. Luego se detiene, la puerta se abre y nos encontramos en una sala gigantesca totalmente cubierta de mesas, muy juntas las unas de las otras, a las que se sienta un centenar de personas vestidos con bata blanca. Cada una de estas personas tiene ante sí una pantalla que emite luz y por la que desfilan cifras y letras.

Mi asombro va en aumento, pues yo creía, como todo el mundo, que este tipo de monitores, relacionados con la electrónica, había dejado de existir a raíz de la Revolución que puso fin a la era Etnológica y principio a la nuestra. El almirante Sinegato responde en tono de benevolencia que, en efecto, así fue, pero no de un modo tan rotundo como yo supongo.

Continuará

www.eduardo-mendoza.com

Capítulo anterior | Capítulo siguiente

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_