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Un relato de EDUARDO MENDOZA

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. Continúan en la nave los rumores de un ataque exterior, que han originado una manifestación. A pesar de que Horacio explica que no hay tal peligro y que todo fue una invención suya, no le creen. Los manifestantes eligen al delincuente Garañón nuevo jefe y le piden que deponga a Horacio. Éste, viéndose en peligro, solicita a la Duquesa que reconozca a Garañón como su hijo y le convenza para que acabe con la sedición.

27

Lunes 30 de junio

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Los acontecimientos han tomado un giro inesperado.

Hace dos días interrumpí la redacción de este grato Informe cuando la Duquesa se disponía a enfrentarse a su presunto hijo en un intento de desactivar la sedición encabezada por éste. Aunque la maniobra había sido urdida por mí, debo confesar que no había depositado en ella grandes esperanzas. Pero lo cierto es que funcionó a las mil maravillas.

Encerrado en mis aposentos y activadas todas las medidas de seguridad, incluidos los mecanismos de autodestrucción preventiva, pasé un heroico mal rato mientras fuera se habían acallado los gritos y el redoble de tambores, y reinaba un ominoso silencio.

Al cabo de media hora, no pudiendo resistir la ansiedad, ordené al primer segundo de a bordo asomar la cabeza y ver lo que pasaba.

Obedeció a regañadientes, alegando que si los rebeldes querían una cabeza, no tenía él por qué ofrecer la suya, pero obedeció, y, una vez efectuada la inspección ocular, dijo que la concentración se había disuelto, llevándose consigo el cadalso y las pancartas y dejando en una ordenada pila todas las pistolas antirreglamentarias, alguna metralleta e incluso el howitzer. Todo por la oportuna intercesión de una madre.

Ordené meter todas las armas en una bolsa y expulsar ésta luego al espacio exterior a través del cilindro de lanzamiento. Mientras esta orden era cumplida sin dilación, los altavoces de la nave emitieron el suave tañer de un arpa y anunciaron que en cinco minutos daría comienzo, tal y como estaba programado, el recital de madrigales ofrecido y dirigido por nuestra ilustre huésped, la Duquesa.

Muy satisfecho por el feliz desenlace del incidente, me puse el uniforme de gala y acudí a una dependencia situada entre la sentina y el pañol de la nave y destinada originalmente a almacenar mercancías con fines de venta o trueque, así como a personas también con fines de venta o trueque. No siendo, sin embargo, estas actividades comerciales las habituales en nosotros, habíamos destinado dicha dependencia, amplia, alta de techo y despejada, a otros usos, tales como competiciones deportivas, conferencias, recitales de poesía y otras actividades culturales, si bien hasta el momento sólo se había usado para veladas de boxeo, lucha libre, levantamiento de pesas y otras análogas.

Ahora, sin embargo, las paredes habían sido cubiertas con pinturas de flores, angelitos, mariposas y otros motivos y en el techo había cenefas y farolillos de papel y en un extremo de la estancia se había instalado una tarima grande a modo de escenario y frente a la tarima se habían colocado todas las sillas disponibles. En estas sillas se sentaban la tripulación y los Ancianos Improvidentes. Las Mujeres Descarriadas y los Delincuentes, por falta de sillas, estaban de pie o sentados por el suelo.

Cuando hice mi entrada en este improvisado salón, los asistentes guardaron un respetuoso silencio e incluso alguno de los que tenían asiento hizo amago de ponerse en pie. Esta conducta, tan distinta a la observada un rato antes y para mí tan insólita, se explicaba por la presencia en el escenario de Garañón, que apuntaba al público con su escopeta de cañón recortado. Con ella me señaló una silla de tijera reservada en la primera fila. Le agradecí con ademanes su deferencia y me senté.

En cuanto me hube sentado se atenuaron las luces y salió a escena el coro de madrigales, seguido de la Duquesa. Bastó un movimiento de la escopeta para que el público prorrumpiera en un caluroso aplauso. Con otra indicación de la escopeta se hizo el silencio.

Saludó la Duquesa con una elegante inclinación, agradeció sinceramente nuestra asistencia, pidió disculpas por los posibles fallos, pues no habían tenido tiempo suficiente para ensayar, y anunció que el recital se compondría de nueve ciclos de doce madrigales cada uno. Por fortuna, hablaba tapándose la cara con el abanico y sólo los ocupantes de las dos primeras filas oímos este anuncio tan poco alentador.

Acto seguido la Duquesa dio media vuelta, se encaró con el coro, le impartió las últimas instrucciones y levantó la mano con el abanico, que se disponía a utilizar a modo de batuta. Entonces se oyó una explosión ensordecedora y la nave experimentó una violenta sacudida y giró sobre su eje, quedando lo de arriba abajo y lo de abajo arriba.

Me levanté como pude del techo, adonde habíamos ido a dar las personas y las sillas. Afortunadamente, el escenario había sido atornillado al suelo de la nave, por lo que permanecía fijo en lo alto, porque de haber seguido a los cantantes del coro en su caída, de fijo los habría hecho puré.

Después de sacudirme el polvo del uniforme, miré a mi alrededor. Todos intentaban levantarse, salvo los que se habían desnucado, apoyándose los unos en los otros y gimiendo lastimeramente.

Vi emerger del montón al segundo segundo de a bordo y le ordené verificar los daños sufridos por la nave. Respondió que no necesitaba verificar nada para saber que los daños eran cuantiosos y, en su mayor parte, irreparables. Le pregunté si no podríamos, al menos, volver a dar la vuelta a la nave, y respondió que no lo sabía.

Entonces retumbó una segunda explosión, igual a la primera en intensidad, y volvió a girar la nave sobre el eje, pero no sobre el horizontal, sino sobre el vertical, con lo que fuimos a dar todos contra la pared. Por un instante me pareció ver a la señorita Cuerda patas arriba.

El segundo segundo de a bordo me preguntó que qué demonios estaba pasando. Era la misma pregunta que se hacían los demás y yo mismo, sin que nadie acertara a responderla.

Transcurrieron unos minutos de incertidumbre. En medio de un tenso silencio, se oyó a la Duquesa preguntar si ya podía dar comienzo el recital, pero antes de que alguien le respondiera, se produjo una tercera explosión, más fuerte que las anteriores. Esta vez la nave dio varias vueltas sobre sí misma.

Cuando finalmente se detuvo traté de discernir sobre cuál de los lados lo habría hecho, pero no me fue posible deducirlo, porque todo andaba revuelto y además se había ido la luz.

En la tiniebla oí la voz del primer segundo de a bordo que me llamaba. Respondí y él, guiándose por mi voz, se situó a mi lado y con grandes temblores, porque los ruidos fuertes le dan un miedo cerval, me dijo que, a su juicio, y dadas las circunstancias, lo mejor sería dejarse de madrigales y salir de allí a toda máquina, en el supuesto de que funcionara alguna máquina.

Aproveché para preguntarle si sabía lo que estaba pasando y respondió que no, pero que sin duda se había desencadenado el anunciado ataque proveniente del exterior.

Como la sugerencia no carecía de verosimilitud y nosotros nos encontrábamos en una presumible inferioridad de condiciones, a juzgar por la potencia de las armas enemigas y la total ausencia de las nuestras, ordené tomar las medidas reglamentarias para proceder a una rendición incondicional. Nadie me hizo caso.

En realidad, nadie hacía caso sino de sí mismo, pues de resultas de los sucesivos revolcones, quién más quién menos tenía motivo sobrado de queja y en la oscuridad reinante y a la espera de un nuevo chupinazo, la improvisada sala de actos, si así se la podía llamar, era un horrísono mare mágnum.

Poco a poco, sin embargo, se fueron calmando los ánimos. Cesaron los gritos y el continuo ir y venir y el dar mamporros y el amenazar al comandante de la nave con partirle los dientes por incompetente y por burro. A los alaridos siguieron murmullos y a éstos risas entrecortadas. La sala empezó a llenarse de una claridad lechosa y un vago olor a buñuelos de crema. Comprendí que estábamos siendo gaseados y, siguiendo las instrucciones recibidas en la Escuela de Mandos de Villalpando relativas a esta emergencia, apoyé la cabeza en el trasero del vecino, cerré los ojos y perdí el conocimiento.

Soñé que estaba de regreso en la Tierra, concluido con éxito el viaje, y que presentaba este grato Informe a las autoridades competentes, las cuales, habiéndolo leído y aprobado, me concedían la jubilación anticipada con goce de pleno sueldo.

Continuará

www.eduardo-mendoza.com

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