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Un relato de EDUARDO MENDOZA

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. La carestía en la nave ha propiciado el surgimiento de un mercado negro. Horacio hace una visita al sector de los Ancianos Improvidentes y descubre que sus planes de simular un ataque exterior ya se han filtrado entre los pasajeros. Más tarde, recibe la visita de la Duquesa en su habitación, que le propone que los habitantes de la Estación Derrida ofrezcan un recital de madrigales para entretener a tripulación y pasaje.

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Sábado 28 de junio

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Todo el día de la Ceca a la Meca por culpa de los rumores que corren por la nave acerca de un supuesto ataque proveniente del exterior. Hasta el momento todos los intentos por detener estos rumores han fracasado y algunos parecen haber dado pábulo a otros rumores sobre el mismo tema, más verosímiles y turbadores si cabe. Como consecuencia de ello, cunde el desaliento entre unos y entre otros, un estado de excitación que, por no tener salida, acaba encontrando su desahogo natural en el prójimo y muy en especial en aquellos que se han dejado vencer por el desaliento. El resultado es una enfermería abarrotada de heridos y contusos, a los que no se puede atender por falta de medicamentos, así como daños materiales en el mobiliario de la nave de considerable importancia. Varias bombillas rotas.

A estas alturas el mercado negro ya invade los corredores de la nave. En las paredes hay carteles pegados anunciando productos, y megáfonos salidos de no sé dónde vocean eslóganes publicitarios. Sólo un elemento positivo: por causa de la competencia han bajado los precios.

La alarma reinante respecto del supuesto ataque ha hecho aparecer en el mercado negro una serie de artículos bélicos de cuya procedencia prefiero no enterarme: cascos, bayonetas, macutos, escapularios, sacos terreros, alambre de espinos y parihuelas.

Desobedeciendo mis órdenes, los dos ancianos han seguido limpiando y engrasando el howitzer y, cuando lo han considerado a punto, han decidido probarlo. De resultas de ello, los dos ancianos son ahora un solo anciano.

En el momento de redactar este grato informe, es decir, pasada la hora sexta, la situación descrita ha empeorado sensiblemente. Ya nadie permanece en su sector correspondiente. El pasaje, habiéndose saltado el reglamento de reclusión, deambula por los corredores y dependencias de la nave, forma corrillos y confraterniza con la tripulación. Algunos pronuncian arengas, de cuando en cuando suena algún disparo de pistola y los altavoces emiten música militar e himnos patrióticos procedentes de discos robados del Archivo Arqueológico de a bordo, que nadie había visitado hasta este momento, porque sólo guarda estos y otros discos, algunos libros, una pianola, una radio-despertador y una Vespa, residuos de la Era Etnológica.

Mismo día por la noche

Situación un punto por encima de 'ingobernable' y dos por debajo de 'haz las maletas y vámonos a Suiza'. Hace un par de horas todos los ocupantes de la nave la han recorrido de punta a punta en manifestación no autorizada. El movimiento ha partido de un grupúsculo integrado por Delincuentes y tripulantes, aunque los demás se le han sumado de inmediato. Entre las Mujeres Descarriadas ha habido discrepancias, pero han acabado triunfando las más levantiscas y rencorosas. Luego se han agregado a la algarada los Ancianos Improvidentes, no tanto por motivos ideológicos como por la tendencia natural de los ancianos de aprovechar todo lo que es gratis. Exceptuados de esta conducta antirreglamentaria: algunos ancianos impedidos, algunos tripulantes en estado etílico agudo, el doctor Agustinopoulos y el primer y segundo segundos de a bordo, y aun éstos por no perder los años computables a efectos de ascenso y jubilación. Hasta el guardia de corps se ha unido a la turbamulta y ha cambiado su vestido de alsaciana por uno de cantinera.

Después de recorrer la nave profiriendo gritos de guerra, la manifestación se ha detenido a mi puerta y un portavoz ha reclamado mi presencia. Al comparecer, el mismo portavoz me ha expresado la firme adhesión de los presentes a mi persona y me ha instado a proclamar el estado de sitio, tomar el mando e infligir una terrible derrota al enemigo.

Respondo agradeciendo su confianza pero explicando que no existe tal enemigo, que la alarma ha sido una superchería inventada por mí mismo para distraerles de las carencias materiales. Les ordeno regresar a sus puestos o a sus respectivos lugares reglamentarios de reclusión y les aseguro que dentro de muy poco arribaremos a una estación espacial donde se resolverán todos los problemas. Les pinto una visión idílica de esta estación espacial, asegurándoles que no se repetirán los desagradables incidentes ocurridos en las dos últimas. A los Ancianos Improvidentes les exhorto, por añadidura, a seguir redactando sus memorias. Es inútil.

Finalmente la manifestación se retira, pero no se disuelve.

Al cabo de un rato alguien llama cautelosamente a mi puerta. Abro y entra sigiloso el depuesto Gobernador, que dice haberse unido a la manifestación para conocer la voluble voluntad de las masas y poderme informar al respecto.

Añade que, decepcionados los manifestantes por mi negativa a ejercer el liderazgo, han elegido su propio caudillo en la persona de Garañón, el cual, tras ciertas vacilaciones, ha acabado aceptando el cargo en forma interina. Esto no habría sucedido si le hubiera aplicado el tratamiento sumarísimo que yo proponía cuando fue sorprendido en compañía de la señorita Cuerda, la cual, más sensata, ha rehusado el cargo de Primera Dama que le ha sido ofrecido. Esta negativa inquieta al Gobernador, que sigue emperrado en que la señorita Cuerda es su hija.

La primera medida que tomará el nuevo caudillo, según ha oído decir el Gobernador, consistirá en deponerme y tomar el mando. Esta medida radical y totalmente antirreglamentaria no es del agrado de Garañón, pero como caudillo, no puede dejar de cumplir el deseo ferviente de quienes lo han encumbrado. Está atrapado por el devenir de la historia, y yo también.

Ante semejante coyuntura, ordeno al primer y segundo segundos de a bordo ir en busca de la Duquesa y traerla a mi presencia de grado o por fuerza.

Regresan trayendo a rastras a la Duquesa, que, ajena a todo, se negaba a abandonar el ensayo de los madrigales que su coro nos va a ofrecer esta misma noche.

A bocajarro le pregunto si es o no es la madre de Garañón.

Responde no saberlo. Confiesa que hace unos veintitantos años, a poco de casarse, desesperada al descubrir la verdadera y malévola personalidad del Duque, buscó consuelo y apoyo moral en el abate Pastrana, a la sazón recién regresado del cenobio. De resultas de este apoyo moral quedó encinta y, habiendo ocultado el hecho gracias a los holgados trajes ceremoniales, dio a luz y entregó al niño a unos delincuentes ambulantes que todos los años acudían al Festival de las Artes a pispar carteras. De resultas de todo esto, Garañón puede ser este hijo o no, pero tanto si lo es como si no lo es, la Duquesa declina toda responsabilidad.

En pocas palabras le pongo al corriente de la situación. Acto seguido le recuerdo que la tenencia de hijos fuera del registro constituye una grave infracción al reglamento, pero le prometo no abrirle expediente ni disponer que se efectúe ninguna investigación si me ayuda.

Habiendo preguntado la Duquesa de qué modo me puede ayudar, le digo que asuma provisionalmente la maternidad de Garañón y luego haga valer su ascendiente sobre Garañón para hacerle desistir de la sedición.

Sopesa los pros y los contras y acaba dando su conformidad. Acto seguido el doctor Agustinopoulos extiende el preceptivo certificado médico de filiación, cambiando la fecha, y el Gobernador lo eleva a escritura pública.

Para entonces la muchedumbre iracunda ya está frente a mis aposentos profiriendo denuestos y reclamando mi cabeza. A través de una mirilla advierto que están improvisando un cadalso. También distingo a Garañón, subido a un podio, tocado con un gorro frigio y rodeado de sus más estrechos colaboradores, entre los que no veo a la señorita Cuerda. Esto me anima un poco.

Abro la puerta una rendija y ordeno a la Duquesa salir y cumplir su parte de lo acordado.

Sale, cierro la puerta, la atranco y aguardo con el corazón encogido.

Continuará

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