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Reportaje:

Muchas dudas razonables en el juicio de Tampa

La defensa de Martínez prueba que fue condenado a muerte con irregularidades

Sin compatriotas ni medios de comunicación presentes en la sala, Joaquín y Sara adivinaron que la defensa, mediocre y desinteresada, dejaba escapar una y otra vez la ocasión de probar la debilidad de las acusaciones. Y es que, si hay una conclusión de lo ocurrido esta semana en Tampa en el tribunal del juez Rogers Padgett, ésta es que Martínez tuvo un primer juicio criminalmente impresentable, porque su resultado fue una declaración de culpabilidad y una condena a la pena capital. Lo está sacando a la luz el trabajo de Peter Raben y David Parry, los dos brillantes abogados que los Martínez han podido pagar con el dinero solidario del pueblo español. Una y otra vez, Raben y Parry han probado ante los 12 miembros del jurado que, al menos hasta ahora, lo único consistente que hay en contra de su cliente es la denuncia de su ex esposa Sloane, una mujer perturbada. Pero el detective Mike Conigliaro, de la oficina del sheriff de Tampa, se agarró a esa denuncia como a un clavo ardiendo. Necesitaba alguien a quien detener y acusar de las muertes de Douglas Lawson y Sherrie McCoy. Lawson era hijo de un alto funcionario de la oficina del sheriff de Tampa, y a Conigliaro le ardían las orejas ante la pregunta insistente de su compañero: '¿Cuándo vas a detener a los asesinos de Douglas?'.

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El juicio, que se reanuda mañana con el testimonio estelar de Sloane, 'tiene todos los elementos de una apasionante película norteamericana', señala Mercedes Segovia, directora del equipo televisivo español que lo está filmando para incluirlo en un largo documental sobre el caso Martínez. Es verdad, el juicio es pura serie negra hollywoodiense. Para empezar, las víctimas pertenecían al submundo de Tampa, una desangelada ciudad del noroeste de Florida: él como vendedor de marihuana y ella como bailarina de desnudos en el club Mons Venus, donde también trabajaba, y sigue trabajando, su hermana Tina, la de los inmensos implantes mamarios.

Lawson y McCoy-Ward fueron asesinados brutalmente -él a tiros, ella a cuchilladas- en su casa de las afueras de Tampa en la víspera de Halloween en 1995. Pero la policía y la fiscalía, como se han visto obligadas a reconocer por Raben y Parry, siguen sin saber por qué, ya que en su casa fueron encontrados, bien visibles, más de 2.000 dólares y una bolsa de marihuana. Esto desmonta la hipótesis de que Martínez, que apenas los conocía y no tenía antecedentes criminales, entró allí a robar.En realidad, la acusación tampoco sabe cuándo murieron Lawson y McCoy-Ward. Esta semana la defensa demostró que Conigliaro sólo estableció como fecha del crimen la del 27 de octubre, una vez detenido Martínez y porque era la única para la que no tenía coartada este joven español que entonces vivía en Tampa. Hasta la detención de Martínez, tres meses después de los crímenes, Conigliaro trabajaba con la hipótesis de que Lawson y McCoy-Ward murieron el 28 de octubre. Y entre el 28 y el 30 de octubre eran también las fechas del primer informe del forense. Gran manipulador, el detective, como ha demostrado Raben, presionó al forense para que, en un segundo informe, afirmara que las muertes ocurrieron el 27.

Conigliaro es otro personaje arquetípico. Todo él emana falsedad y ambición, incluso cuando, en sintonía con el fiscal, mira directamente a los miembros del jurado y les da todo tipo de detalles, aprendidos de memoria e interpretados teatralmente, sobre su trabajo policial. Sabiéndose el malo de la película, Conigliaro dice a los periodistas españoles que ahora no puede hablar, pero que, cuando termine la cosa, tendrá 'gran placer' en invitarles a comer y explicarles todo. Raben y Parry no tienen, en cambio, problemas para hablar con los reporteros. En los recesos, los abogados analizan sus movimientos y los del fiscal Chris Watson, y al final de la jornada, ya fuera del tribunal, arrastrando unos carritos cargados de documentos, completan las explicaciones.

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También es cinematográfico el reparto de papeles entre Raben y Parry. Raben es alto y delgado, el zorro de la pareja. Sus interrogatorios son tenaces y muy bien documentados. El viernes le arrancó a Ted Yeshion, el científico al que la policía de Tampa encargó la tarea, una declaración tremebunda: 'Podemos afirmar con un cien por cien de seguridad que en la escena del crimen no había ningún rastro del ADN de Joaquín José Martínez'. Antes Raben ya había hecho subrayar a otros testigos varios elementos claves para la defensa como que tampoco fueron encontradas en la casa de Lawson y McCoy-Ward las huellas dactilares del español o que la pistola que poseía legalmente Martínez no fue la usada en el suceso.

Parry es el simpático de la pareja de letrados. Regordete, con una cinta de barba, sonríe todo el rato. Pero es tan eficaz como su colega y el jueves le sacó a Conigliaro un reconocimiento explosivo. Antes de que, en enero de 1996, Sloane denunciara a Martínez, Conigliaro tenía dos sólidos sospechosos del doble homicidio de Tampa: los hermanos Ronnie y Robert Suggs, unos delincuentes habituales de Florida. Pero, a partir del momento en que esposó a Martínez y comenzó las manipulaciones para endosarle los crímenes, Conigliaro se olvidó de los Suggs.

Los interrogatorios son largos y muy técnicos, pero los 10 hombres y 2 mujeres del jurado (8 blancos, 2 negros y 2 hispanos) los siguen con escrupulosa atención. En interés, sólo les iguala otra persona: el acusado. Martínez llega a la sala esposado, pero los alguaciles le sueltan las manos de inmediato. Viste el traje que por la mañana, muy temprano, le llevan sus padres, y está pálido como el vientre de un pescado y muy ojeroso. 'Sólo duermo dos o tres horas en el calabozo, aprovecho para leer, estoy estudiando Ciencias Políticas por correspondencia', cuenta a los periodistas en conversaciones furtivas. El martes, al comienzo de la vista, el fiscal Watson anunció que no pide la pena de muerte para Martínez, sino cadena perpetua. Dada la debilidad de sus pruebas, fue una hábil jugada para intentar desmovilizar a la opinión española -y lo consiguió en lo relativo al Gobierno, que no tiene ningún observador consular o jurídico en el juicio- y hacerle más fácil al jurado una declaración de culpabilidad. Como argumento de peso, Watson sólo tiene la denuncia de Sloane de que Joaquín José le confesó ser el autor del doble homicidio, apoyada por Conigliaro. Pero sigue siendo muy peligroso para Martínez.

El pecado probado de Joaquín José Martínez, al que los norteamericanos llaman Joe, es que en 1995 tenía una vida sentimental complicada. Se había divorciado de Sloane y vivía con Laura Babcock, pero seguía manteniendo relaciones esporádicas con su ex esposa. En el trío se creó una atmósfera de amor y odio en la que el detective Conigilaro, que llevaba sólo ocho meses en Homicidios, cosechó un sospechoso al que colgarle un suceso que le quemaba las manos.

'EE UU puede ser muy chapucero', reflexiona, alarmada, Mercedes Segovia, la jefa del equipo televisivo que graba el juicio. Martínez, hijo de modestos inmigrantes, fue víctima de una de ellas, y, si no fuera por la cruzada de sus padres, seguiría en el corredor de la muerte o habría sido ya ejecutado. Pero también es verdad que el sistema norteamericano de justicia permite buenas defensas. Si se cuenta, eso sí, con 100 millones de pesetas para pagar abogados competentes que recuerden al jurado que el acusado no tiene por qué demostrar su inocencia.

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