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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Haber venido

Lo importante es haber venido, dice José Saramago en La caverna, su última novela, caliente ahora en medio del vaivén del milenio. La jefa de esta sección me dijo: "En fin de año, escribe de cualquier cosa, menos del milenio". Del milenio, puede decirse, lo mejor es haber venido, estar, asomarse un poco a lo que fue; uno de los grandes títulos de nuestro tiempo es El pasado de una ilusión. Lo dice todo sobre el futuro, lo atrapa, es exacto. La ilusión es lo que permanece en pie, porque es de humo; se va con el tiempo; es más, mientras sucede como ilusión es también, y acaso únicamente, el pasado. Lo llaman futuro, pero es la ilusión. Todo es pasado, y la ilusión lo es también, cuando se evoca. Decía Cervantes -y lo usó para un título suyo el poeta Arturo Maccanti- que la vida es el tiempo que falta de aquí al día. El oficio de contar lo que sucede tiene que ver con la realidad del tiempo, y éste es también una ilusión que contamos mirando al aire. La felicidad no existe, el tiempo tampoco, decía Sciascia: "La felicidad es un instante, atrápalo". Los días son sabios: tienen su propio principio bellísimo, el amanecer, pero en la lontananza de sus horas sólo hay crepúsculo, y también ése es el color final, bellísimo y ajeno de la vida. Se parecen, se juntan, son paréntesis. Así son los años, las décadas, los siglos, la edad del tiempo. Decía Carlos Fuentes: "Cuando la eternidad se mueve la llamamos tiempo". Eppur si muove. Todo es tiempo, y si nos situamos en medio de una playa, o en el interior de un río, alrededor circulan el tiempo y el miedo: el tiempo es el miedo andando al borde del camino; narrar ese viaje es la obligación del arte, el arte nace para arrancarnos el miedo. Acaso por eso dijo Stendhal su metáfora de la novela, el camino y el espejo. Y acaso por eso Saramago llega a aquella conclusión: estar es haber venido, no es poca cosa atravesar el milenio, tener la ilusión de haber estado.El cambio de siglo no es el cambio del tiempo; todo sigue igual; a don Ramón María del Valle-Inclán le preguntaron una vez cómo sería la novela del futuro, y él dijo, con la frescura con que se burlaba de Rubén Darío: "Si supiera cómo va a ser la novela del siglo próximo ya la estaría escribiendo". La estaba escribiendo, en realidad; todo el arte del futuro es el buen arte del presente. Picasso ya estuvo, pero estará. Nadie puede adivinar nada, porque todo lo que se adivina está pasando, y lo que se escribe para adivinar suele ser patético.

A mi lado, en el avión en el que abandonaba Madrid estas Navidades, una chica de veinte años leía 1984, la anticipación de George Orwell, y de pronto sentí la congoja de estar delante de la ilusión literaria de uno que quiso ver después de la muerte, y no tuvo ocasión para comprobar que el tiempo es lineal, no se detiene. En el Ciberpaís mensual los expertos se han entretenido en adivinar qué ha sido antes, el huevo de la realidad o la gallina de los que se pusieron a averiguar qué iba a ser de la vida después del tiempo. En este lugar donde da la vuelta el siglo en este instante, San Sebastián de la Gomera, vi hace veinte años 2001, odisea del espacio; un niño que entonces tenía siete años me recuerda ahora que tampoco entendió nada de la proyección, y por supuesto tampoco retuvo ni una de mis explicaciones. Ahora no existen ni Kubrick ni la sala de cine donde vimos la película, la única que había en la villa, y también es improbable que se mantengan en pie las ideas que sobre la aventura del espacio lanzaba el extraordinario, cáotico, orwelliano cineasta. Está en pie, claro, la isla en la que bebieron Caballero Bonald y Gabriel García Márquez las metáforas de soledad de los que viajaron con el navegante.

Todas las cosas que uno pensó vivir en el tiempo que se conmemora se parecen a los fotogramas antiguos de una película que nunca vimos. Vivimos una cápsula de tiempo que persistimos en retratar; acaso la mejor metáfora del futuro que hayamos visto en el tiempo que queda atrás -aparte de los cien años de soledad- es la de aquel jardinero que sólo podía hablar con las metáforas que aprendió viendo el televisor entre las plantas de su jardín. Con esas palabras repetidas acerca del crecimiento vegetativo y algunas ocurrencias de la tele -con el humo vegetal de Chance, supuestos filósofos venden sus ideas comunes- traspasó el umbral de la casa que fue su burbuja para encontrarse con la realidad que siguió pareciéndole un espejo de plasma. No cambiamos de tiempo, seguimos con él, en busca de otras metáforas. Tampoco están en este espejo.

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