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El príncipe de la política

Educado para presidente, Gore se presenta como un modelo de perfección en lo personal y en lo político

Al Gore, de 52 años, quiere ser presidente desde que tiene uso de razón. Asumido ese destino como mandato inevitable, pocas veces en su vida ha opuesto resistencia a un cometido para el que sus padres le habían preparado con la seguridad de que algún día todos reconocerían lo que para ellos era una certeza. Cuando fue elegido por Bill Clinton para acompañarle como candidato a vicepresidente en 1992, Al Gore padre sólo efectuó un comentario: "Le hemos preparado para eso". Y no era una forma de hablar; era la verdad.En esa frase se concentra la contradicción de la vida de Gore: un político de talla personal irreprochable y bagaje intelectual incomparable, quien se ha visto obligado a luchar contra él mismo para ser apreciado por los demás. Nadie sabe cómo es Gore; dueño de un complejo mundo interior y habitante de su propia realidad. Él no habla como el resto de los humanos; siempre trata de demostrar algo o convencerte de algo. Ese lenguaje de púlpito, unido a una entonación artificial, han culminado en la construcción de la imagen robótica que le persigue. Su lucha contra esa imagen empeora el resultado porque parece fingir hasta las verdades.

Gore sabe de todo; sea cual sea la pregunta, sea cual sea el asunto de conversación. Gore apabulla al interlocutor o al auditorio con una avalancha de datos marginales y experiencias personales. Su supremacía dialéctica se transmite siempre con el gesto de quien, además, se está frenando para no cruzar la raya entre el arte de parecer inteligente y el error de ser cargante. Pero la cruza a menudo. Agobiado por la frialdad de la imagen que le devuelve el espejo, opta en ocasiones por embellecer su biografía para hacerla más admirable y, con ello, cae en el peor de sus defectos: su tendencia a la exageración.

Hay ejemplos, pero uno ilustra el defecto a la perfección. Cuando Gore estaba en plena ascensión política, relató en varias entrevistas cómo en su época de joven reportero del Nashville Tennessean destapó un caso de corrupción que llevó a la cárcel a dos consejeros municipales. Y recalcaba: a la cárcel. Es cierto que en esa etapa de periodista descubrió, investigó y detalló un escándalo de sobornos a cambio de recalificaciones de terrenos. Es cierto que dos consejeros de Nashville fueron perseguidos por la justicia, pero uno fue absuelto y al otro se le suspendió temporalmente. El trabajo de Gore fue sobresaliente y las consecuencias de esa labor de investigación demostraban la brillantez de su empeño periodístico. Pero años después, en esas entrevistas, Gore se sintió obligado a engrandecer su currículo metiendo en la cárcel a quienes nunca la pisaron.

Sus exageraciones han sido grandes o sutiles, pero lo bastante frecuentes como para haber convertido ese vicio en parte de su caricatura.

Él nunca ha dicho que ha inventado Internet; sólo recordó su participación en los primeros comités del Capitolio en los que se hablaba de una red de redes. Su larga historia de excesos verbales le ha hecho víctima de sus propios errores y permitió a sus enemigos políticos atribuirle una frase -"Yo inventé Internet"- que jamás ha pronunciado, pero que permite la mofa entre los republicanos.

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Dicen sus biógrafos que el problema está en el fondo de su cerebro, allá donde se almacenan los códigos de conducta que los padres dejan grabados en los primeros años de la vida de cada individuo. Los códigos de Gore también figuraban de forma lacónica en un pequeño trozo de papel escrito por su madre. Gore estaba a punto de iniciar un debate por televisión con su rival en 1988 cuando un ayudante le pasó la cuartilla con el mensaje de Pauline, su madre. Había tres palabras en la hoja: "Sonríe, reléjate, ataca".

Gore bebía política antes de sujetarse en pie. Su padre, el senador que construyó a su hijo para que fuera presidente, hablaba con Kennedy por teléfono en presencia del pequeño Al. Vivían en la suite de un hotel cerca del corazón político de Washington, al que viajaban cada lunes y del que huían cada viernes camino del rancho familiar en Tennessee. En ese Hotel Fairfax -casualidades del destino- coincidieron con otro inquilino: el senador Prescott Bush, abuelo de W.

Gore aprendía política en los días laborables y trabajaba en el campo los fines de semana. Era admirable en todo: si había que estudiar, era el primero de la clase; si había que correr, llegaba a la meta antes que nadie; si había que labrar, era el mejor con los aperos. En el colegio, bajo su foto de graduación, un profesor escribió: "Al es espantosamente bueno en muchas cosas. No pasará mucho tiempo antes de que veamos cómo llega a la cima".

Su etapa salvaje se reduce a algún exceso de velocidad al volante y algunos porros fumados en Harvard, como mandaban los cánones universitarios del final de los sesenta. En el caso de Gore, y al contrario que Clinton, su perfil impoluto le obliga a garantizar que se tragaba el humo de los porros; tiene que demostrar que también él fue un joven picaruelo.

Aunque no participó en combates, su presencia en Vietnam como periodista de guerra le dejó aturdido y lleno de indecisiones existenciales. Al regreso mostró un mínimo grado de rebeldía: abandonó el sendero de la política trazado por su padre y se inclinó hacia el ejercicio del periodismo. Duró poco; su padre maniobró para que los amigos periodistas le convencieran de que ésa era una profesión sin futuro. En 1976 entra en política y de allí no ha salido hasta hoy. No ha cometido un solo error y ha sido fiel a sus principios de defensa social y medioambiental y en su trabajo por la universalización de las nuevas tecnologías.

Protagonista y epicentro de una intachable vida familiar, los Gore todavía sufren la angustia de un hecho que cambió su personalidad: el pequeño de sus cuatro hijos y único varón, Albert, estuvo a punto de morir en 1989 al ser atropellado por un coche cuando paseaba de la mano de su padre. Superó el coma y las secuelas, pero sus padres reconocen que ni los psicólogos les han permitido borrar la dureza de aquel momento.

Cuentan que su forma de ser parece obligarle a estar en constante alerta; se enfada cuando no se le invita a una reunión y se esfuerza por participar en cualquier deliberación del Despacho Oval. En la revista Newsweek, un ayudante de Clinton definía a Gore como un kremlinólogo que analiza a diario la agenda de su jefe antes de ajustar la suya; en una ocasión, según ese insider, Clinton hizo este comentario sobre Gore: "Al me cae muy bien; es muy inteligente. Pero siempre está viendo algo donde no hay nada".

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