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Tribuna
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Un acuerdo internacional

Desde que, en 1979, el todavía flamante Centro Georges Pompidou, de París, logró, para su exposición París-Moscú 1900- 1930, significativos préstamos de los museos de la Unión Soviética, los fondos de las colecciones rusas no han dejado de visitar las salas de arte de los países occidentales. En los últimos tiempos, hay que reconocerlo, con excesiva asiduidad, lógica consecuencia de un país al que la depauperación le empuja a toda clase de ventas y alquileres más o menos eufemísticos. No hace falta, por otra parte, ser un lince para saber que la mayor parte de estos museos soviéticos se nutrieron con las obras de arte confiscadas a particulares a partir de la Revolución de Octubre. Entre estas "nacionalizaciones" del patrimonio artístico privado ruso destacaron los soberbios lotes de vanguardia de los coleccionistas Serguéi Shchukin e Ivan Mososov, el primero de los cuales llegó a poseer un formidable conjunto de 221 cuadros, entre los cuales destacaban 54 obras de Picasso, 37 de Matisse, 19 de Monet, 13 de Renoir, 26 de Cézanne, 29 de Gauguin, etcétera. Entre todo este formidable conjunto se encontraba el muy célebre de La danza, de Matisse, ahora reclamado por un heredero del coleccionista en Italia, más de 80 años después de su nacionalización.

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La historia del arte occidental está llena de expropiaciones de todo tipo, mucho antes de que se produjeran las nacionalizaciones por parte de los Estados socialistas. Por poner un ejemplo significativo, en el Congreso de Viena, tras el definitivo derrocamiento de Napoleón, trató de restituir los bienes artísticos aprehendidos como botín de guerra, entre ellos las centenares de obras de arte extraídas de España y, sólo en parte, recuperadas.

Desde hace unos años, tras la caída del telón de acero y el hundimiento de los regímenes socialistas en prácticamente todo el mundo, se multiplican las reclamaciones judiciales de obras aprehendidas en el pasado, sin que hasta el momento se haya arbitrado una solución internacional razonable para el caso. De todas formas, sin ser yo un jurista y, por tanto, desconociendo lo que en este momento dicta al respecto el derecho internacional, me parece de sentido común que la solución no puede ser arbitrada de forma particular por jueces de cada país, sino que se impone un acuerdo internacional entre los Estados o una clarificación de normas jurídicas de alcance internacional. Una cosa es reparar derechos morales o arbitrar compensaciones razonables y otra, muy distinta, es que, cada país, como quien dice, haga de su capa un sayo, la mejor manera de convertir la justicia en una injusticia de alcance imprevisible.

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