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La conversión del barro en oro

En su divertido documento fundacional, el astuto movimiento de cineastas daneses llamado Dogma, que anima Lars von Trier, dice algo que puede parecer extravagante, pero que deja ver mucha perspicacia y conocimiento de los entresijos de las tripas mecánicas que hay detrás de las pantallas y las hacen moverse. Dice algo así: "El cine se encuentra en la actualidad ante la más importante encrucijada de su historia, pues tiene al alcance de la mano la posibilidad, impensable durante un siglo, de convertirse en un arte democrático". No respondo de la exactitud de las palabras -las improviso en un rincón de Venecia, sin otro archivo a mano que mi mala memoria- pero sí de la idea.Vienen estos prestidigitadores a decir, y han demostrado que su retórica tiene clavados los pies en la tierra, que su apoyo a los avances tecnológicos que conlleva la incorporación de la informática a la cinematografía no es para poder ver hollypolleces como Matrix, sino para abrir esa caja de Pandora que acerca la producción y fabricación de una película -esfuerzo que hasta hace bien poco era privilegio de gente engrasada por cheques en blanco- a los alcances financieros de una pandilla de braceros de la imagen, sin un duro en los bolsillos. Esto supone que puede ya hacerse una película casi de la misma manera con que se escribe una novela o se organiza un espectáculo de teatro marginal: con tesón, ganas y sin salir de pobreza, o sólo con la riqueza que permite al novelista emprender su aventura imaginativa únicamente equipado con tiempo libre, un fajo de folios y una gavulea de bolígrafos; o al teatrero con hacer una colecta para pagar el alquiler de una tarima desocupada. Apenas nada; o algo que está a mano de millones de ciudadanos comunes afiliados al paro y enemigos del aburrimiento. Hacer una película y, sobre todo, hacer que se vea en todas partes, está paso a paso dejando de ser un privilegio de gente bien trajeada y avalada por un cálculo bancario con muchos ceros a la derecha. Ahora puede ponerse en marcha, y consumarse, la fabricación de un largometraje con poco más -o poco menos, depende de la labia del que se lo proponga- de lo que da el viaje a una caja de empeños o a una oficina de créditos para indigentes. Ingmar Bergman, cuando le preguntaron qué le había costado grabar hace un par de años En presencia del clown, respondió: "Hacerlo, nada. La mayoría de los casetes eran de vídeos usados. Luego, trasladarla a celuloide debió costar algo, no mucho, pero lo que sea lo pagó el distribuidor, que no sé quién es". Tal es el mínimo origen industrial de esta joya del cine pobre. A Robert Rodríguez su Mariachi le costó un millón de pesetas y, por ahora, es la película más rentable de la historia del cine.

En el Festival de Venecia que acabó el pasado sábado hemos visto varias, y algunas notables, películas casi indigentes que, además de hacer del cine un arte democrático, accesible a cualquier vecino que se empeñe y sepa tejer una telaraña hilada con astucia e imaginación, se convertirán en inversiones de estirpe alquímica, aquella vieja artimañana medieval de ganancia súbita consistente en la conversión del barro en oro.

Alquimistas son Nani Moretti y Benito Zambrano, el director de Solas, y otros muchos, incluido el refinado Abbas Kiarostami, que aportó a la Mostra el más bello filme que exhibió, El viento nos llevará. Cuentan que Kiarostami, acostumbrado a hacer cine baratísimo, hizo la película con mucho menos dinero que el que puso en sus manos el productor francés Marin Karmitz, que obviamente no debía salir de su asombro. Y hay que concluir: hay formas de la riqueza del cine que requieren austeridad, incluso algo de pobreza, para dejar paso a la alquimia democrática que auguran para el cine del siglo XXI los sagaces idiotas daneses de Dogma.

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