Londres evoca a su gran fotógrafo de los sesenta
El Barbican Center expone hasta el 27 de junio una antología del trabajo de David Bailey
Londres celebra, desde el 15 de abril hasta el 27 de junio, a uno de sus héroes en el arte de crear mitos británicos. El nacimiento del cool es el nombre que el Barbican Center da a la exposición antológica del fotógrafo de modas, retratista y reportero David Bailey. El cool (término con origen en el jazz que en inglés significa estilo, serenidad y elegancia flemática) pretende resumir el estado de ánimo de la Inglaterra que floreció tras los cincuenta y que Bailey sintetizó en la imagen femenina como símbolo del cambio. Bellezas escuálidas, dinámicas y arrogantes, las mujeres que definió Bailey estaban cargadas de complejidad. De Jean Shrimpton a Penelope Tree, el fotógrafo por excelencia del Londres de los sesenta escribe un relato de formas revolucionarias.
Nacido en la posguerra, Bailey se abrió paso entre las sórdidas callejas del East End de Londres, su barrio natal, para convertirse, tras una insospechada zambullida en el mundo de la moda, en el más prolífico creador de iconos en el Reino Unido de los sesenta y cómplice necesario en la creación del mito del Swinging London. Su viaje artístico es la historia de un vigoroso realizador de imágenes en un tiempo crucial: los años que vieron surgir el culto a la imagen personal como aspiración entre los jóvenes criados en la sociedad de consumo de la segunda mitad del siglo. "Si habías nacido en el East End", dijo al presentar la exposición, "sólo podías convertirte en tres cosas: boxeador, músico o ladrón de coches. Así es que me compré una trompeta y toqué a lo Chet Baker". Pero, alistado en la RAF (Royal Air Force) en 1958 y confinado en Singapur, cuenta que un hombre le robó la trompeta y así terminó su carrera musical. Su admiración por el fotógrafo francés Henri Cartier Bresson hizo el resto. Compró una cámara y, antes de regresar de los mares del sur, ya se había decidido por la fotografía. Dos años más tarde, al cumplir 22, confluyeron en su profesión los dos grandes objetos de anhelo: las mujeres y la cámara de 35 milímetros. La revista Vogue le hizo un contrato.
La publicación de moda más distinguida y célebre encaraba entonces una reconversión para aproximarse a la nueva aristocracia emergente: los adolescentes y una clase media cada vez más próspera que, de pronto, se sintió atraída por ciertos patrones de la cultura popular. El arte pop hacía su irrupción. Y nadie mejor que Bailey para encajar en el perfil del nuevo artista (como dijo el teórico Reyner Brahman, "el pop es la revancha de los chicos de la escuela elemental").
Shrimpton, la musa
El joven fotógrafo pronto encontró a su primera musa. La modelo Jean Shrimpton, de 18 años, capturó su atención de inmediato. "Olvídala", le aconsejó un colega tras una sesión en el tejado del estudio de Vogue, "es demasiado pija para ti". Pero no le hizo caso: Bailey y Shrimpton iniciaron una relación que fue más allá de lo profesional. Vivieron juntos hasta 1964, y Shrimpton se convirtió en un verdadero laboratorio de experimentación para Bailey. Cuando terminó la historia, él había disparado su prestigio hasta establecerse en la cima de su profesión y ella se había cansado de ocupar portadas: era tan conocida como Twiggy o las minifaldas de Mary Quant. Fue decisiva la publicación de un trabajo que escapaba a todo precedente en la moda: Vogue publicó Nueva York. Una joven idea se va al Oeste. El reportaje mostraba a una Shrimpton angelical que se perdía en las encrucijadas decadentes y oscuras de la gran ciudad. Destacaba el contraste en el blanco y negro. Manhattan, con sus fondos de superposición de superficies raídas por el flujo y reflujo de la ciudad, recuerda en las instantáneas al New York brutal de William Klein, y Shrimpton, paseándose como una niña perdida, último vestigio de la inocencia. Bailey explotó el potencial de Shrimpton para ampliar el vocabulario gestual y captar el dinamismo en situaciones de la vida real frente a las figuras estáticas que habían dominado la moda en los cincuenta.
A Jean Shrimpton le sucedieron Susan Murray y sus extravagantes retratos junto a una tribu de nativos de Kenia; luego, Bailey, en 1967, contrajo matrimonio con Catherine Deneuve, otro símbolo de la época. Y a Deneuve le sucedió la exótica modelo Penelope Tree y sus rasgos inquietantes para nutrir su voracidad visual. El del fotógrafo con sus modelos significó un viaje hacia la pérdida de la inocencia, representado a la perfección por el estilo de las mujeres con las que convivió: desde la belleza pueril y expresiva de Shrimpton a los rasgos extraños de Tree, pasando por la invariable mirada melancólica de Murray, los retratos reflejan cambios culturales profundos.
Pero el trabajo de Bailey no se quedaba en la moda. Era un retratista extraordinario. Por su estudio pasaron las más grandes estrellas del pop británico, los actores en boga, directores de cine, productores, diseñadores, artistas y demás personajes enrolados en el glamour londinense. De hecho, la izquierda británica ha criticado las pretensiones de la exposición en cuanto que quiere representar a lo británico, cuando en realidad el trabajo de Bailey gira en torno a un grupo minoritario.
Lo que nadie niega es que Bailey fue un creador de mitos. Él potenció la leyenda de los hermanos Kray, dos gemelos mafiosos del East End que, además, eran sus amigos. Ante su cámara se plantaron Mick Jagger y los Rolling Stones (tomó la foto para el álbum Out of our heads), Lennon y McCartney caracterizados como una sola criatura bicéfala, la editora de Vogue Diana Vreeland, El Cordobés, The Who, los Procol Harum, el pintor David Hockney, actores como Michael Caine y Peter Sellers, Marianne Faithfull, Jeanne Moreau, John Huston y una galería interminable de rostros que se hicieron parte fundamental de este siglo.
Los reportajes y los retratos de Bailey, de gran calidad fílmica, fueron un homenaje a la nueva ola francesa, con Truffaut y Godard a la cabeza. Pero La dolce vita y Ocho y medio lo maravillaron. El propio Bailey inspiró al personaje que interpretó David Hemmings en la película Blow-Up, de Michelangelo Antonioni. Publicada en 1966 y ambientada en un Londres en ebullición, Blow-Up relata la jornada de un fotógrafo de modas, algo canalla pero buen tipo, que intenta abarcar con desesperación la realidad de una década vertiginosa.
Babelia
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