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¿Desterrar Ronda de Europa?

Víctor Gómez Pin

En la ciudad de Ronda hay un monumento a un poeta de lengua alemana... y tres monumentos a toreros del lugar. El reciente fallecimiento de uno de ellos fue motivo para que la ciudad proclamara tres días de luto oficial. Cuando las cenizas de Antonio Ordóñez fueron cubiertas por el albero de la Maestranza, un prolongadísimo aplauso permitió a muchos liberar una emoción que, de lo contrario, habría rayado en las lágrimas.De la serranía de Ronda son oriundos no pocos de aquellos cientos de miles de andaluces que, desde los planes franquistas llamados de estabilización y desarrollo (justificados, ya entonces, en razón de la futura convergencia con Europa), abandonaron Andalucía camino de Suiza, Alemania o... Cataluña. Hoy los hijos de estos emigrantes sienten como propia la cultura de los lugares de acogida, hablan por supuesto su lengua, pero siguen fieles a determinados símbolos y ritos heredados que, de entrada, en nada impiden su sentimiento de pertenencia al lugar donde viven y trabajan y a la común identidad europea. Y sin embargo...

Una edil barcelonesa anuncia su propósito de conseguir "una ciudad más humana" en base a "una buena convivencia con los animales urbanos". Y pone manos a la obra anunciando -mediante publicidad pagada- un "Congreso Municipal de Convivencia" cuya primera tarea sería conseguir que Barcelona sea declarada "Ciudad Antitaurina".

Ello es tanto más chocante cuanto que ocurre en una Cataluña que, por razones históricas, es particularmente sensible a cuanto de canallesco hay en la descalificación a priori de los componentes simbólicos en los que un grupo humano se reconoce; una Cataluña que sabe perfectamente que no hay apertura noble a la identidad del otro de sentir que se desprecia la memoria propia.

Pero, por supuesto, la cosa va mucho más allá del caso mencionado. La edil barcelonesa coincide con muchos otros que, de Madrid a Bruselas, se sitúan muchas veces en las antípodas de sus idearios políticos. El asunto empieza dignamente en la reflexión de universitarios que niegan la singularidad y trascendencia del lenguaje humano (homologándolo a un sistema entre otros de comunicación animal), pero encuentra muy pronto caricaturesca versión en una ex-actriz francesa que identifica la muerte de un bebé foca a la de un bebé humano. Unos y otros, no me cabe duda, coinciden en la exigencia de amoldar las costumbres y tradiciones, fiestas y liturgias al código que, en la Europa de nuestras cuitas, determina lo que cabe calificar como cultura y particularmente como arte. Para ellos, la tauromaquia sería al arte como el festín de antropófagos es al rito gastronómico, según ocurrente expresión -ya hace años- de un escritor español.

¿Lugar, pues, de festín de bárbaros esa ciudad blanca de la serranía, esa Ronda donde hoy un albero cubre las cenizas de aquél a quien muchos designábamos como El Maestro? Daré al respecto una respuesta tan subjetiva como tajante: bárbaro, en cualquier caso, aquél que desprecia a priori un rito en el cual una comunidad se reconoce y reconcilia.

La tauromaquia es una actividad en la que el espectador coincide en gran parte con lo que abusivamente es denominado pueblo llano. No se trata de espectadores cultivados, como por ejemplo en la música llamada hoy clásica (no por tópico deja de ser menos útil recordar que tampoco eran espectadores cultivados aquellos que acudían al teatro griego). Esto desprestigia a la tauromaquia para todos aquellos que parten de una concepción según la cual la riqueza esencial de una cultura, y concretamente del lenguaje, residiría, no en aquello que todos poseemos (tratándosoe del lenguaje en aquello que Chomsky califica de estructura profunda), sino en frutos contingentes que unos sujetos alcanzan y otros no; aquello, por ejemplo, que resulta de una u otra información. Ello conduce a una jerarquización entre humanos que han acumulado alimento cultural y humanos que sólo poseen lo esencial. El goce de las actividades artísticas, y culturales en general, sería privilegio de los primeros.

Tenemos contrapunto en el sentimiento de que todo ser humano (cualquiera que sea su situación en la jerarquía social) se halla irremediablemente confrontado a la verdad; que ésta, según la frase de un pensador de nuestro siglo, a todos concierne. Precisamente porque la tauromaquia es un lugar donde el juicio sobre lo acertado o no de lo que allí acontece es esencial y exclusivamente popular, un lugar donde el pueblo es auténticamente soberano, donde no cabe distinguir entre juicio de élites y juicio de masas, cabe decir que la tauromaquia se identifica a la confrontación con la verdad.

Ello implica que la tauromaquia no peca respecto al arte por defecto (de sutileza o de rigor), sino por exceso (de radicalidad y ambición). Y así, lejos de que el taurino deba hacer propio el tipo de exigencia que caracteriza al receptor usual de la obra de arte, este último debería más bien apropiarse de la disposición del primero. Lejos, en fin, de que el torero deba apuntar a ser fundamentalmente artista, fértil sería para el artista intentar reencontrarse a sí mismo (reencontrar la radical aspiración de sus orígenes) tomando modelo en la siempre frágil figura del torero. Esa figura venerada desde Ronda a La Camarga, pero, al parecer, irremediablemente repudiada por Bruselas.

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