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Cómo algunos escribieron sus libros

Vicente Molina Foix

De momento, en las ferias el público se da por satisfecho viendo a los escritores detrás de un parapeto formado por su más reciente obra. Cada ladrillo -entiendan la metáfora- extraído de la pequeña muralla divisoria es un éxito que se anota el autor. Lo que también se espera, aunque no siempre se pide, es que la novelista o el poeta admirado pongan su firma en el fragmento de muro rebajado que el comprador se lleva a casa. Un vaticinio es que algún día eso no baste, y el lector, dotado del derecho innegable que le da ser una parte destinataria -centésima, millonésima- de la obra literaria, trate de atravesar el telón de acero o terciopelo que aún separa la exposición pública del arte y su elaboración privada. ¿Veladas tête-à-tête con la autora de moda más erótica? ¿Viajes guiados por el novelista de ambiente exótico a los lugares que le inspiraron? Yo diría que esto ya se ha hecho, o se va a hacer de un momento a otro. Me refiero a algo menos sofisticado y excitante, pero que nunca deja de suscitar la curiosidad del simple mortal respecto a los secretos primarios de la creación; no tanto el porqué o el para quién, sino el cómo, el cuándo, el cuánto y el con qué rapidez o lentitud se escribe. El libro de cocina del escritor.De vez en cuando se leen declaraciones sobre este particular, y sé que cierto autor de manías estrafalarias (escribir con tinta china mientras escucha los 40 Principales) las ha contado en conferencia. En el reciente libro sobre la creatividad compilado por el profesor anglo-canadiense Antony Percival, alguno de los consultados revela trucos y recetas de su oficio. Habrá tantas maneras de escribir como escritores, pero se puede hacer seguramente una separación general en dos mitades: los improvisadores de la cazuela y aquellos que se pasan todo el día sudando y macerando y salpimentando ante el fogón.

Cuando yo era muy joven me impresionaba el modelo Flaubert o Valéry: el genio perfeccionista y por tanto escuálido, porque la norma es que el primor y la cantidad están reñidos. Yo mismo me entretuve cinco años en dar por acabado un plato novelístico de textura media, y pertenezco por naturaleza al tipo de cocción reposada y vigilante. Hace poco leí que un novelista afamado se levanta a las siete para trabajar, porque para ser un profesional hay que «echarle horas» a este oficio como a otro cualquiera. Se extendía también explicando el cúmulo de lecturas preparatorias, de investigación minuciosa y desplazamientos geográficos que necesita antes de sentarse a escribir. Ésa es otra. Sentarse. Un novelista menos famoso pero considerado por la crítica escribe de pie (la verdad es que un cocinero sentado da mala espina) y encerrado «como un monje». Trabaja mucho, pero lo tiene claro: «Nunca más de una página al día».

En esto de escribir -y no descubro nada- lo importante es la materia prima, y lo demás son cuentos. La mística del supremo esfuerzo, la siempre venerada imagen del sacrificado por su arte, tanto resultan en la obra de un Proust como en bodrios incalificables. Baroja y Dickens, que no paraban de servir a sus lectores, revuelven el estómago de los gourmets no sólo por la bazofia ocasional, sino por su permanente desaliño; pero se olvida el poco tiempo que le costó escribir a Henry James el exquisito y monumental conjunto de sus novelas y cuentos y libros de viaje o crítica, y a Juan Benet los libros finales de una obra que figura entre lo más alto y exigente de la literatura española. Carlos Barral contó que un novelista latinoamericano llegó con la familia invitado a su casa de Calafell. Era un día de fuerte verano y los visitantes subieron a dejar las maletas y prepararse para la playa. De repente Barral oyó en el dormitorio de huéspedes la máquina de escribir, que tecleó 15 minutos, hasta que los niños consiguieron arrastrar a todos al mar. En ese corto tiempo pudo escribirse, quizá en bañador, una buena página de Conversación en la catedral.

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