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Tribuna
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El culto a las imágenes

Vicente Molina Foix

¿Cómo le habrán contado a Dario Fo sus amigos vascos lo de Sevilla? Hace dos meses, en unas declaraciones que recogía El Mundo, el último premio Nobel de Literatura lamentaba la dureza "peligrosísima" de la sentencia que llevó a la cárcel a la Mesa Nacional de HB y pedía magnanimidad al Gobierno español, al Rey, a los tribunales, para que "no sigan por esta vía que sólo aporta luto". Fernando Savater, que le estima más como escritor que yo, publicó en EL PAÍS y también en Italia una oportunísima Carta a Dario Fo, tratando de mostrar al comediante italiano el verdadero rostro de la violencia en Euskadi. Pero han pasado 60 días y algunos muertos más, no precisamente en el campo de los gudaris de la libertad. ¿Le habrán dicho a Fo sus traductores y editores de Iru que la muerte del matrimonio Jiménez-Becerril fue un suceso "drástico" y "luctuoso", tal y como él juzgaba el (natural) encarcelamiento de unos reiterados cómplices de asesinato? ¿O la versión recibida será, por el contrario, que se trató de un lamentable fruto de la autoritaria cerrazón española al diálogo con las fuerzas democráticas de ETA?Como nunca me he hecho ilusiones sobre la rectitud moral de los artistas por el mero hecho de serlo, quiero decir, adjudicándoles respecto al común de la gente un plus de lucidez en razón de su buena mano para la pintura o su genio de histriones o poetas, la estúpida y criminosa ignorancia de Fo no me sorprende. Confieso aquí, sin embargo, que la Iglesia católica, otro colectivo sobre el que albergo escasa fe y ninguna esperanza, aunque a menudo me muestre caritativo con sus obras, sí me ha desconcertado últimamente.

La religión católica es un gran patrimonio de la humanidad, o así tratamos de verla al menos muchos, algunos de los millones de personas que no creemos en su cielo, que no tememos su infierno, que no seguimos sus mandamientos, que no adoramos a su dios, que nos ponemos condón y abortamos y, si se tercia, nos vamos a la cama no oníricamente sino eróticamente con un ser de nuestro mismo sexo. Es difícil, habrán de concederme ustedes, lectores míos católicos, mantener el respeto y la admiración por una jerarquía ajena a tus creencias que en todo momento te trata de guiar, de amonestar, de salvar, de condenar, y, si te descuidas, de inocularte el sida o hacerte onanista. Ahora bien, reconozco que todos mis recelos contra el dogma de esa religión se esfuman en cuanto entro en una iglesia romana o veo una virgen pintada por Mantegna o escucho los oficios del viernes santo de Couperin o me detengo ante la fachada de apóstoles de la basílica de Aránzazu. La historia profana del catolicismo -y no me refiero aquí a sus papas libidinosos ni a sus finanzas de doble fondo- constituye una de las reservas más básicas de la historia del hombre, y por ello su contenido humanista, placentero, liberador, admite pocas comparaciones. Naturalmente, hay mucha gente, muchísimos millones, para quienes la nave gótica del templo, el retablo de madera policroma, la música sagrada o las custodias de filigrana son -además- recipientes de una divinidad que les ilumina. La grandeza del legado católico es precisamente la comunión espiritual que permite a través de su arte entre creyentes y simples admiradores.

No sé yo los católicos vizcaínos, pero a mí, que llevo toda mi vida atea rindiendo culto a imágenes cristianas, me entra un furor de iconoclasta bizantino cuando leo que el Consejo Presbiteral desaconseja al obispo de Bilbao asistir a los funerales de víctimas de ETA o, casi peor aún, que para la Conferencia Episcopal la sempiterna prudencia sacerdotal consiste hoy en que "cada obispo tiene que apreciar en su circunstancia cómo está el panorama". La "traición de los clérigos" (en el sentido intelectual del término clerc) que trató Julien Benda, en su célebre estudio de los artistas que "le hacen el juego a las pasiones políticas", ha quedado como una marca de Caín del siglo XX, y no acaba de borrarse. Pero ahora resulta que en el reino del dios católico, del que algunos, francamente bastantes, desconfiábamos ya Por su terrenal discurso doble, los clérigos de casulla y mitra traicionan el alma fría de sus fieles asesinados para no calentar el cuerpo de sus nacionales políticos. ¿Podremos aún mirar -en la próxima catedral que visitemos laicamente- la cara de los santos a quienes esos cobardes ministros del Señor dicen honrar?

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