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Tribuna
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De la noche habanera a la gran literatura

No fue solamente Freddy -la original, la de verdad, la que el apuro de la vida sólo le permitió grabar un disco- esa enorme cantante de boleros espesos, la que dio lugar al personaje mil veces glosado, ya hoy en una especie de altar profano y reverenciado, y ya hoy también más diseccionado que revisado por los estudiosos cabreristas, y que llenó tanto en volumen figurado como real las páginas de Tres tristes tigres primero y Ella cantaba boleros después; había más, muchos más, y muchos están en las páginas de Cabrera Infante. Había más, claro que había, personas y noches, bares con barras larguísimas de formica y neón rosado, tugurios refrigerados donde un rayo de sol hubiera sido una herejía imposible y donde el perfume embriagador era un eterno olor a nicotina antigua capaz de impregnar hasta el rico satén.Los clubes eran verdaderos iconostasios de otras cantantes capaces de inspirar a otros músicos, pianistas que nunca miraban el teclado, camareros enciclopédicos en su materia y, cómo no, algún que otro escritor pululando entre las altas banquetas.

Cuando Guillermo Cabrera Infante, finalmente, a mediados de los años sesenta, establece su exilio europeo, ya aquella Habana entre gloriosa y oscura estaba siendo borrada del mapa por expreso deseo de la entonces pujante y naciente moral socialista. La diáspora arrastraba no sólo a escritores disidentes, sino a trompetistas fabulosos, saxofonistas de sueño y cantantes de corazón azul. Es decir, los seres con su noche, la noche de cabaré habanero, su verdadera ruta milagrosa, algo que parecía no terminar jamás desde la exótica lejanía del Alí Bar o la falsa selva de cultivo del Tropicana a la llamativa concentración de locales en la calle 23 abajo, hasta el tramo que se conoce por La Rampa, mirando el trozo de mar que se deja ver. Y si querías te podías sumergir en una Habana más vieja y más rancia, hasta el Palermo Bar, en la calle de San Miguel, donde también recalaban las estrellas.

La noche habanera brindaba: un paisaje duro, en claroscuro, con voces que iban del cristal a la hojalata, con pianistas de vocación totémica (Bola de Nieve el que más), que Cabrera Infante usufructuó con una cierta distancia electiva y elegida, que no es otra cosa que convertirlos en eternos, en literatura. Y lo asombroso es que. en toda esa descripción no hay una sola entrelínea que destile melancolía.

Esa distancia hace de aquella noche sudorosa un fresco que palpita y tintinea como otrora el perfil del Malecón a tan altas horas, una ciudad a la que este escritor llamó, entre signos de interrogación, la capital del dolor más deseable, la capital del llanto, en clara referencia a unas estampas que ya sólo existían, fragmentadas, en su memoria y en su buena literatura, una literatura que, a pesar de recrear un amanecer en el trópico, tiene detrás, y dentro, mucha sombra nocturna y como aderezo su canto natural: un bolero de estribillo imposible que no cejará jamás.

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