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Tribuna
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Canto del cisne del museo a la americana

Urania, musa celeste, que preside la astronomía y las ciencias exactas, confraternizó con el dinámico Thomas Krens, el otrora director del Williams College Museum, en Massachusetts, y desde 1989 director de la Fundación y del Solomon R. Guggenheim Museum de Nueva York, y juntos diseñaron una constelación de museos.Se propusieron en principio el quimérico anteproyecto de establecer un conjunto de estrellas fijas y relaciones siderales que delimitaran una región del cielo museístico occidental: The Salomon R. Guggenheim Museum y Guggenheim Museum SoHo, en Manhattan; The Massachusetts Museum of Contemporary Art (Mass MoCA), en North Adams; Peggy Guggenheim Collection, en Venecia; The Panza Collection, en la Villa Lita del Conde Panza di Biumo, en Varese; Guggenheim Museum Salzburg, en Salzburgo, y Museo Guggenheim Bilbao, en la capital de Vizcaya.

Y Thomas Krens, economista e historiador del arte, a pesar de que muy diversos factores hayan impedido que estrellas como el Mass MoCA o el Guggenheim de Salzburgo hicieran realidad su sueño completo, ha terminado por inventar la multinacional del museo y celebrar finalmente el colmo de sus fantasías con el titular rutilante del Guggenheim Bilbao en la constelación guggenkrens.

El 9 de septiembre de 1973, el crítico del New York Times Magazine Robert Hughes sentenciaba: "La edad heroica del museo americano está llegando a su fin". Veinticuatro años después, el pasado día 13 de octubre, Hughes concluía en Bilbao su profecía afirmando que este museo es "el canto del cisne del museo americano".

Estamos totalmente de acuerdo con su veredicto, incluido Krens, quien así parece admitirlo al reconocer que "sería imposible haberlo construido hoy día ni siquiera en Nueva York". Este espectacular y singular proyecto a la americana es, sin duda alguna, el último y más llamativo de este siglo y previsiblemente único en el venidero.

Un contenedor museístico como el de Frank O. Gehry, en Bilbao, no encuentra parangón. Sus 10.560 metros cuadrados de galerías en tres plantas, su envergadura y el brillo titánico de esta Flor de Metal domina y emblematiza la ciudad entera, alcanzando resultados ingentes. Más allá de la cercana referencia del Museo Municipal de Mönchengladbach, en Alemania, de Hans Hollein, y de la inevitable de Frank Lloyd Wright en la iconoclasta espiral neoyorquina, el edificio eleva su catadura escultural y arquitectónica a cotas difícilmente conocidas. La riqueza de las obras expuestas en su interior encuentra su más perfecta definición en las impagables repercusiones urbanísticas inmediatas de la ciudad, especialmente por haber librado ya a Bilbao de gran parte del lastre de un abandonado cinturón industrial oxidado, por decirlo en términos norteamericanos de la costa Este.

Pero no todo en su interior resulta museográficamente adecuado y perfecto. En las enormes y casi interactivas entrañas de esta descomunal ballena, en las que reina el juego sin fin de la curva / contracurva y la ensambladura de materiales diversos (piedra, hierro y cristal, especialmente), de entrada se ha sacrificado cualquier tentación de espacio neutro en favor de la hegemonía del espectáculo casi cinético de los elementos.

Siendo más que aceptables los sistemas para una fluida circulación del público visitante, aunque con una cierta ambigüedad y carencia señalética y orientativa, hay que reprochar el "aprovechamiento" fuera de razón y escala de algunos espacios "encontrados" (como los que amparan obras de Cristina Iglesias o Txomín Badiola; también de Beuys) en la interacción de tantos vectores que confluyen especialmente en las dos plantas superiores, y aparecen así como "aprovechamiento ocasional". Y, sobre todo, un desproporcionado sistema de iluminación artificial, y una más que discutible organización estructural de la iluminación natural. Difícilmente pueden justificarse esas macroestructuras para la iluminación artificial, colgantes del techo cual pasarelas flotantes, que interfieren permanentemente y anulan, por ejemplo, la visión completa de la sala dedicada a Sol LeWitt, entre otras. Ni se entiende que los lucernarios proyecten tajantemente sobre el suelo una isla de luz natural, y no bañen con suavidad difusora los muros y las obras. O que, para paliarlo, se coloquen esos dados centrales que cortan la perspectiva y la visión de conjunto de algunas hermosas salas, especialmente en la planta tercera.

Luis Alonso Fernández es profesor de Museología y director del Magister en Museografía y Exposiciones de la Universidad Complutense de Madrid.

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