Semanas con Dickens
ANTONIO MUÑOZ MOLINAHe entrado en septiembre en la compañía suntuosa de Charles Dickens. Según la luz del sol se hace más madura y dorada y las tardes más breves, voy avanzando por las casi 1.000 páginas de Bleak house (Casa desolada), que no es de sus novelas más conocidas entre nosotros, pero sí, sin la menor duda, una de las mejores, y la absoluta extemporaneidad de la lectura me parece un indicio alenta dar en el comienzo todavía perezoso de la temporada. Quisiera uno seguir leyendo y viviendo como lee y vive ahora, al margen de las coacciones insidiosas o destempladas del presente, dedicando los días a acontecimientos de tan delicada lentitud y tan escasa actualidad como las páginas de Dickens, los signos de la llegada del otoño a la vegetación o el modo en que el último sol de la tarde dora una nube inmóvil y solitaria que poco a poco acaba adquiriendo un intenso color morado, como un adelanto de los colores de octubre.Cuando ni la cabeza ni la biblioteca se tienen muy organizadas, las lecturas suelen seguir un ritmo sinuoso, hecho sobre todo de quiebros y de casualidades, de antojos o encuentros no premeditados. Este verano yo he llegado a Dickens a través de Vladimir Nabokov: releí Lolita, por uno de esos impulsos en los que no hay el menor cálculo, y de Lolita pasé a la estupenda biografia de Nabokov escrita por Brian Boye, en la cual hay un relato muy detallado de las clases sobre literatura europea que dio Nabokov a lo largo de los años cincuenta en la Universidad de Comell. Uno de los libros que a él más le gustaba explicar era precisamente Bleak house. Fui a buscarlo enseguida, di con él en una de esas ediciones sólidas y austeras de Penguin, y nada más tenerlo y sopesarlo en las manos yo creo que me transmitió algo de la felicidad anticipada de la lectura, una gravitación de mundo apretado y populoso que sólo nos sugieren las mejores novelas, los anchos novelones que nos hicieron descubrir para siempre el puro y simple entusiasmo de la literatura.
Cada libro exige también impone una forma de leer, in tiempo, un ritmo: hay libros inolvidables que se empiezan y se terminan en una tarde, en dos tres horas de una ola noche volcada al insomnio; un libro de poemas puede leerse en el tiempo en que se escuha completa una sinfonía o una suite, un disco entero de canciones: tal vez la unidad mínima y más intensa de lectura sea la de un solo poema, que es casi un acto de instantaneidad, y tiene una equivalencia aproximada en el disfrute de una canción o de un buen artículo. El tiempo del cuento es igual de singular y cerrado, y algunas veces admite un grado de compresión que le permite contener entero el tiempo de una novela. En un solo cuento de John Cheever, que se lee en unos -30 minutos, caben más vidas enteras que en una gran parte de las escuálidas novelas que leemos y escribimos ahora.
Un buen lector es igualmente adicto a cualquier clase de duración, pero tal vez nunca disfruta más hondamente que en los tiempos muy largos, en las narraciones que le duran semanas y hasta meses, porque sólo ella permite la sensación suprema no de avanzar en la lectura, sino de ser llevado, transportado por ella, igual que nos lleva un tren o la corriente del agua en un viaje fluvial. La literatura es entonces una fuerza más poderosa que nosotros. Pienso en las geografias mayores de la novela, en unos cuantos nombres que parecen encerrar, como en el nombre de Bach, el de Goya, el de Shakespeare, un grado de sóbreabundancia y de prodigio que se confunde con la veracidad de la naturaleza: La comedia humana, Fortunata y Jacinta, Guerra y paz, La educación sentimental, La Regenta, Los maias, La montaña mágica, el gran ciclo faulkneriano de Yoknapatawpha, el de la Santa María de Onetti, En busca del tiempo perdido...
Cada lector puede añadir o quitar algunos nombres, o sustituirlos por otros en el curso de su vida. Durante algunos años, yo incluí en esa lista El cuarteto dé Alejandria, pero ahora no estoy seguro de si lo mantendría en ella si volviera a leerlo. ¿Me seguirá entusiasmando La montaña mágica, esa novela que se termina de leer con la sensación agobiante de haber pasado en ella los siete años que pasa el joven Hans Castorp en un sanatorio para tuberculosos?
Después de tantos años de veteranía de lector, me gusta comprobar leyendo a Dickens durante semanas, que conservo intactas la ilusión y la apetencia de la literatura, una especie de inocencia básica que me permite disfrutar del libro tan incondicionalmente como cuando tenía 12 años, pero a la que puedo sumar ahora otros descubrimientos que entonces no habría sabido advertir. Haga lo que haga, en cualquier momento del día, me gusta pensar que Casa desolada está esperándome como una promesa staendhaliana de felicidad, que volveré a ella a media tarde y me acompañará de noche hasta las dos o las tres de la madrugada. La maestría técnica, la ambición narrativa de Dickens, no interfieren su desatada vocación de folletinista que maneja exactamente los mismos materiales de la literatura popular, los crímenes, las desigualdades sociales, los hijos ilegítimos, las herencias perdidas, los matrimonios por obligación, los amores imposibles.
Hace unos días, Eduardo Haro Tecglen vindicaba la condición de escritor popular de Max Aub, popular en un sentido que no se estila ahora, porque atiende al habla de la gente común y escribe, sobre ella con las palabras de todos los días. ¿Quién dijo que lo sofisticado y exigente es minoritario por naturaleza, y que la popularidad es inseparable de la vulgaridad? Aunque sólo tengan unos pocos cientos o miles de lectores, La calle de Valverde y Las buenas intenciones son dos excelentes novelas populares. Aunque millones de personas lo estén leyendo en todas partes desde hace siglo y medio, aunque a algunos les parezca tan desdeñable como un inventor de culebrones, Charles Dickens, que puede ser leído y disfrutado casi a cualquier edad y por cualquiera, es uno de los nombres más altos de la literatura. En cuanto apague el ordenador me vuelvo a Casa desolada...
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